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A sangre y fuego

En Barrancabermeja un grupo de mujeres resiste a la presión de los paramilitares que van controlando la ciudad a punta de intimidación.

26 de marzo de 2001

Los paramilitares llegaron en la mañana del sábado 27 de enero a la casa de la Organización Femenina Popular (OFP). Horas antes habían asesinado a nueve personas en diversos lugares de Barrancabermeja, según reporte de la Policía.

“Necesitamos las llaves”, ordenó uno de ellos.

Las cuatro mujeres que estaban en la casa del barrio Prado Campestre, sector suroriental de la ciudad, palidecieron pero les dieron una respuesta escueta y rápida que los tomó por sorpresa:“No señores, no se las vamos a dar”.

Eso les contestaron, sin más respaldo que sus 1.200 afiliadas, sus 29 años de historia y la seguridad de que prestan servicios sociales útiles a los más pobres, a los desplazados y a víctimas de la violencia.

Los paramilitares se miraron entre ellos. Salieron y se marcharon escoltados por dos motos, según el relato de varios testigos. Antes de partir, sin embargo, advirtieron: “Es mejor que nos las entreguen, ya saben lo que les puede pasar”.

En los dos últimos meses los paras han actuado de prisa. La mayoría de los 145 muertos contabilizados durante los primeros 45 días del año por el Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía en el casco urbano de este puerto petrolero sobre el río Magdalena han sido sus víctimas, acusadas de pertenecer, auxiliar, simpatizar o sencillamente habitar por coincidencia cerca de un militante de las Farc o el ELN.



El rumor

El afán de los ‘paras’ se adivina en un rumor que corre por sus calles hirvientes. Se dice que el propio Carlos Castaño mandó un mensaje preciso: “En abril estaré comiendo pescado en el muelle”. Es difícil confirmar si el desafío es cierto, pues cuando se pregunta por ello, los militantes de las AUC en Barrancabermeja apenas esbozan una sonrisa.

Cuentan sí, que entre sus filas hay jóvenes que hasta hace pocos meses militaban en el ELN. “Nos han ayudado mucho”, dicen. Entre estas personas está una mujer de 1,80 metros, maciza, rápida y certera con su pistola automática 9 milímetros. Ella hace parte del grupo que ha ido puerta a puerta por las casas de los barrios nororiental y noroccidental de esta ciudad —de tradición contestataria y guerrillera—, para imponer el dominio de las autodefensas. “Tienen dos opciones: o se van con nosotros o contra nosotros”, le dicen a la gente. Algunos se enrolan en sus filas de inmediato. “Quien duda, según dijo un habitante del barrio Kennedy, no vive más de tres segundos”.

Pero las mujeres de la Organización Femenina Popular no dudan y resisten a todos los violentos: “Nuestro rechazo es contra todos los actores del conflicto que quieren involucrar en su guerra a la población civil”, dice una de las mujeres que confiesa su miedo porque la semana pasada recibió varias llamadas amenazantes.

“Muchos jóvenes, casi niños, se van con ellos, les pagan 420.000 pesos al mes, les dan comida y un celular y así tienen un paramilitar más”, relató una mujer en un testimonio a la Defensoría del Pueblo. “Así están destrozando la unidad familiar”, explica otra mujer de la OFP que, al igual que sus compañeras, opta por reservar su nombre.



El cerco

Los paramilitares no han dejado nada al azar. Además de ir asesinando casa por casa, cortaron desde el 23 de diciembre el cableado de las líneas telefónicas para incomunicar a las 5.000 familias que habitan en el suroriente. Por su parte, grupos de asalto atacan a las personas que portan celulares para quitárselos y aislarlos. En respuesta, las Farc y el ELN sembraron minas antipersonales en las calles de la ciudad. Un grupo de policías antiexplosivos vive alerta las 24 horas en la búsqueda de los artefactos. Algunos, sin embargo, hacen explosión. El 6 de enero una mina mató a Luz Mérida Castillo, a su niño Braulio y mutiló a sus pequeñas Alba Luz y Marcia Erlinda.

Además, paramilitares y guerrilleros le impiden al CTI realizar levantamientos de los cuerpos de sus víctimas después de las 9:00 de la noche. Es escasa la posibilidad de que las autoridades recolecten evidencias en los lugares de los crímenes. Los cuerpos son levantados por los empleados de algunas de las tres funerarias que hay en la ciudad. Eugenia García, de la Funeraria García, dice: “Los muertos son en su mayoría gente pobre, que cae en sus casas o frente a ellas”. En medio de la oscuridad, van, recogen los cuerpos y vuelven de prisa.

Las autodefensas también visitaron a los tenderos. “Me dijeron que tenía que apoyarlos porque ellos pensarían que yo estaba en contra de ellos”. Luego el turno fue para los presidentes de las juntas de acción comunal. Y después las organizaciones sociales. Exigen total lealtad.

Eso les piden a las mujeres de la OFP. “Nosotras no vamos a cambiar porque creemos que la sociedad civil debe oponerse a las armas para crecer en democracia”, dice una de ellas. “No sabemos si somos valientes o atrevidas”, dice otra. Aunque aceptan que tienen miedo, decidieron multiplicar sus esfuerzos para seguir su labor. En la sede del barrio Prado Campestre abrieron espacios para darles albergue a las víctimas de esta escalada de violencia. En su sede principal, barrio Torcoroma, habilitaron un lugar para el Espacio de Trabajadoras y Trabajadores de Derechos Humanos en el que se aglutinan 21 organizaciones que propugnan por la defensa de la vida.

Han conseguido apoyo de Europa, Estados Unidos y de la Iglesia Católica. Monseñor Jaime Prieto Amaya, obispo de Barrancabermeja, cree que es trascendental rodearlas porque su labor es esencialmente humanitaria. El nigeriano Adebayo Adedej, enviado de las Naciones Unidas, y quien estuvo el pasado miércoles en Barrancabermeja exclamó: “Hay que frenar la barbarie”.

Pero eso no es fácil en una ciudad en el que el último reporte de Amnistía Internacional advierte que la situación ha llegado al extremo que “ni los chalecos antibalas son suficientes”.

Además, en todos los corregimientos de Barrancabermeja —El Llanito, Meseta de San Rafael, La Fortuna, El Centro y Ciénaga del Opón— ya existen bases de paramilitares que han ido apretando el cerco sobre la ciudad. “Claro que somos conscientes de los riesgos —dicen ellas— pero no vamos a dejar a todas estas mujeres en el abandono”. Mientras conversan, por los pasillos de su sede del barrio Torcoroma, dos madres caminan agradecidas porque les salvaron a sus hijos de morir de desnutrición.