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| Foto: Jorge Restrepo

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Santos, en medio de la tormenta perfecta

El presidente está contra las cuerdas por cuenta de la incertidumbre económica, los altibajos del proceso de paz, las amenazas de El Niño, el enrarecido clima político y la baja popularidad.

5 de marzo de 2016

El bisiesto le ha caído con todo su peso al presidente Juan Manuel Santos. Después del descanso de fin de 2015, cada semana ha llegado con más problemas y dificultades y poco a poco se han ido juntando las piezas para construir una tormenta perfecta. O, por lo menos, un huracán político.

La orden de detención de Santiago Uribe, hermano del aguerrido jefe de la oposición –el expresidente Álvaro Uribe– fue el último eslabón de la cadena. Más allá de las consideraciones judiciales, la decisión de la Fiscalía fue una papa caliente para el Palacio de Nariño, y no tiene cómo salir bien librado. El hecho le dio municiones al uribismo para atacar al gobierno y sembrar cizaña sobre la cercanía que en algunos momentos han tenido Santos y el fiscal Montealegre, sobre todo frente al proceso de paz. Por todos lados salía perdiendo y su llamado a la Procuraduría y a la comunidad internacional para asegurar las garantías en el proceso de Santiago Uribe no tuvieron más efecto que el de un paño de agua tibia.

No es la primera vez que el presidente se ve arrinconado por un rayo que le cae de otros lados. El sector eléctrico está haciendo un aporte importante a la tormenta, porque las informaciones cotidianas van corroborando las peores hipótesis y el fantasma del apagón se está fortaleciendo. En lo que va corrido del año se produjo el incendio que afectó a la hidroeléctrica de Guatapé, los embalses siguen bajando, el consumo sigue intacto y el fenómeno de El Niño no cede. El gobierno ha quedado otra vez acorralado: mantiene el discurso que le baja el tono a la inminencia de un racionamiento para no crear pánico, pero arriesga su credibilidad porque los medios publican noticias cada vez más preocupantes que obligan a pensar en un racionamiento.

En el escándalo sobre la Policía, que terminó con la salida del general Rodolfo Palomino, el presidente Santos también salió golpeado. Había defendido al director de la institución con un argumento razonable –esperar los resultados de las investigaciones– pero la inevitable renuncia de Palomino dejó ante la opinión pública la sensación de que estaba minimizando la gravedad de la crisis en la Policía.

Los altibajos del proceso de paz con las Farc también le han hecho daño al primer mandatario. La experiencia demuestra que a Santos le va bien cuando las conversaciones avanzan, y que la gente le pasa cuenta de cobro en los momentos críticos. Y las imágenes de Iván Márquez y Jesús Santrich en Conejo, La Guajira, acompañados de guerrilleros armados y de población civil generaron una protesta generalizada contra el gobierno por su tolerancia ante un caso de política armada. Santos perdía si subestimaba la reacción de los críticos a las Farc, pero también pagó un precio al ponerse duro con la guerrilla: produjo un impasse en los diálogos que da la sensación de que las negociaciones no están tan avanzadas como se creía y que no se llegará a la esperada firma del acuerdo definitivo el 23 de marzo. La confianza en el proceso –columna vertebral de la credibilidad del presidente– se deterioró.

Pero la economía es la que más ha magullado la imagen del primer mandatario. Se sabe que hay una estrecha relación entre el estado de las condiciones de vida de los ciudadanos y la calificación de la gestión de los presidentes. Ese era el significado de la famosa frase de Bill Clinton en su primera campaña, “es la economía, estúpido”, con la que se recordaba a sí mismo que, para ganar las elecciones, debería concentrarse en el empleo y la situación de la gente, por encima de otros asuntos.

A Santos, la economía le está jugando una mala pasada. Esta semana se conoció la tasa de desempleo de enero –11,9 por ciento– que después de cinco años volvió a la simbólica cifra de dos dígitos. La inflación está por encima de las metas oficiales, las exportaciones siguen cayendo, y la economía se ha desacelerado: las proyecciones más optimistas señalan un crecimiento del PIB de 3 por ciento para 2016. Estrictamente, el cuadro no es crítico: Colombia está lejos de la recesión que golpea a Brasil y a Venezuela y su nivel de crecimiento es de los más altos en la región. Pero el cuadro es muy distinto al de los años de bonanza petrolera y la diferencia se siente. Si se agregan la intención del gobierno de hacer una reforma tributaria –por más indispensable que sea– el escándalo de Reficar y la polémica que desató la venta de Isagén se construye una imagen de que la economía está en crisis y mal manejada. La percepción es peor que la realidad, pero golpea en términos políticos al gobierno.

El presidente Santos, nuevamente, queda en una sinsalida. El discurso del vaso medio lleno, que subraya las diferencias de Colombia con otros países, es necesario para mantener niveles aceptables de credibilidad y optimismo y para, a su vez, no alterar las expectativas de inversión. Pero suena irreal y alienta la crítica de que el presidente es lejano a los sentimientos y necesidades de la gente. Peor aún con noticias como la muerte de niños en La Guajira por hambre. Otro paso hacia la tormenta perfecta.

El panorama turbulento ha afectado al gobierno. Muchos de los fenómenos no son su culpa y tienen su origen en variables externas: el precio del petróleo, la sequía, las decisiones de la Fiscalía. Pero a los presidentes les cobran por todo lo que pasa. Santos tiene demostrados defectos en su forma de comunicar, de alinear a su equipo, y de asumir posiciones sin ambigüedades. Sus enemigos políticos consideran que este talante tienen un peso fundamental en el mal momento que atraviesa el gobierno. En la otra orilla consideran que no hay una gran crisis y que la realidad es mejor que la imagen.

En todo caso, los colombianos están en un punto de enorme pesimismo y Santos, en uno de los más bajos en sus cinco años y medio de gobierno. Así lo confirmó la última encuesta Invamer-Gallup, conocida esta semana, en la que la popularidad del primer mandatario cayó a un 29 por ciento. Los sobresaltos noticiosos de los primeros dos meses del año, el clima político enrarecido y la incertidumbre en la economía conforman un escenario que pocos envidiarían.

Falta ver si el bisiesto 2016 seguirá igual en los próximos diez meses. Porque el presidente tiene enfrente dos escenarios posibles, pero totalmente diferentes. Uno, el de la tormenta perfecta: la economía da el paso que le falta hacia el franco deterioro, las negociaciones de La Habana se prolongan sin fin, y El Niño obliga a un apagón. Pero todo eso puede comportarse en el sentido opuesto: 2016 termina con la firma de la paz, sin racionamiento y un crecimiento aceptable.

En la agenda de Juan Manuel Santos dos asuntos lo pueden dejar bien parado frente a la historia –si los culmina con éxito–pero seguirán golpeando su imagen en el corto plazo: la paz y la reforma tributaria. Una Colombia en paz y con una estructura de impuestos más eficaz, equitativa y que genere mayores ingresos al Estado, tendría un futuro despejado. Pero a nadie le gusta pagar impuestos y muchos no quieren concesiones para las Farc. En un escenario hostil, con una agenda difícil y con un estilo de administración complejo, de Santos se puede esperar todo, menos que sea un presidente popular.