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| Foto: Daniel Reina

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Santos frente a la tormenta perfecta

El ambiente del país está enrarecido y el gobierno tarda en reaccionar.

23 de febrero de 2013

En meteorología la definición de ‘tormenta perfecta’ es cuando varios fenómenos poco frecuentes tienen lugar simultáneamente. Esto con frecuencia desemboca en un evento de gran magnitud no anticipado que entraña riesgos impredecibles. Eso parece estarle sucediendo a Juan Manuel Santos. En Colombia están pasando por estos días muchas cosas que individualmente no son muy graves, pero su confluencia ha creado una sensación de escepticismo y zozobra.


En este momento en el país no está sucediendo nada catastrófico, pero hay mal ambiente. Para la mayoría de la gente el origen de ese escepticismo es una combinación de tres percepciones: que el proceso de paz está estancado, que la inseguridad aumenta y que el tsunami uribista acecha. Pero a esto se suman muchas otras cosas. Para comenzar hay turbulencia en el frente político y no solo en la mesa de Unidad Nacional sino también en las regiones. También es evidente un malestar en varios sectores económicos. No se ha encontrado la forma de combatir la revaluación; los ganaderos, los algodoneros y los cafeteros están atravesando momentos difíciles; la locomotora minera se frenó; las obras de infraestructura no arrancan y en términos generales se ven más anuncios que ejecución.

Como se dijo anteriormente ninguno de esos elementos por sí solo es desastroso y algunos aparentan una gravedad que no tienen. Por ejemplo, el proceso de paz en el cual la gente cada vez cree menos no solo mejora su ritmo, sino que registra un avance concreto. En relación con el problema agrario, las dos partes están ya redactando un texto. Esto, que puede sonar normal, en procesos de paz representa un logro importante. Significa que ambos lados de la mesa creen que hay posibilidades de llegar a la firma de un acuerdo. Y aunque a la guerrilla casi siempre se le atribuye mala fe y doble juego, la verdad es que con la liberación de los secuestrados todavía hay razones para pensar que está tan jugada como el gobierno. Así como en una época se decía que “la economía iba bien y el país iba mal”, de los diálogos en La Habana se podría decir que la mesa de negociación va bien, pero el ambiente en el país va mal.

En materia de seguridad la situación no es grave, pero tampoco es alentadora. Las acciones de las Farc, en especial los atentados a la infraestructura petrolera, los retenes, el uso de explosivos y los ataques a pequeños grupos de la fuerza pública, todas acciones típicas de la guerra de guerrillas, vienen en aumento. Aunque la insurgencia por cuenta de la ofensiva del gobierno está refugiada en zonas marginales, montañosas y de frontera, los golpes que está dando no solamente son más visibles sino menos controlables. A pesar de que la mayoría de los colombianos entiende que lo que se ha pactado es negociar en medio del conflicto, en la vida diaria los costos de ese acuerdo son difíciles de tragar. 

Si hay algún tema que el gobierno ha manejado mal es el de la oposición de Uribe. Esta obviamente hace daño y la combinación de la popularidad del expresidente y la implacable intensidad de sus ataques minan la credibilidad de la administración Santos. Pero lo que ha complicado aún más esa situación es que existe la impresión de que el presidente ha dejado que Uribe marque la pauta. En lugar de ignorar los trinos de su antecesor y reflejar que está trabajando en su propia agenda, lo que se ve con frecuencia son reacciones improvisadas a cada andanada uribista. Esa actitud defensiva y reactiva lo que termina es haciéndole eco al mensaje opositor.

El presidente parece tratar de contrarrestar esta situación con estrategias de imagen. Esto puede ser contraproducente. La impresión que se tiene de alguien no se cambia fácilmente y es mejor apostarle a lo seguro. Juan Manuel Santos sacó más de 9 millones de votos no solo por ser el candidato uribista sino también porque vendía una imagen de preparado. Eso paradójicamente en su momento fue registrado como carisma. No el de un presidente cercano sino el de un presidente estadista. La estrategia de “untarlo” de pueblo poniéndolo a bailar en ferias y fiestas, blanqueado con maizena, manejando jeep Willys en Chinchiná y bus en Aguachica, lo desdibuja y le quita seriedad y autenticidad. 

En lugar de tratar de vender un nuevo Santos, el gobierno debería hacer política. Y ese frente tampoco está funcionando. Fuera de Germán Vargas Lleras y, en menor grado, Rafael Pardo, la mayoría de los ministros no sabe mucho de esto. El gabinete en general es bueno, pero en el cargo de ministro no solo se requiere ser competente sino también ponerse la camiseta. Y por la ausencia de lo segundo no se está viendo lo primero.

A los gobiernos les ponen etiquetas y, justa o injustamente, estas pegan. Al de Santos los opinadores, y tal vez la opinión pública, ya le han puesto la de la falta de ejecución. Esta percepción es evidente, principalmente en lo que se refiere a la infraestructura. Las arcas del Ministerio de Hacienda están llenas de plata, pero esa locomotora no ha arrancado. La explicación del gobierno es que el desastre que se heredó de la administración Uribe fue tan monumental que el solo hecho de poner la casa en orden y sanear barbaridades ha requerido dos años. A esto habría que sumarle los estragos de la ola invernal. Pero esa disculpa después de casi tres años está perdiendo vigencia. El expresidente Gaviria, muy cercano a Santos en este momento, considera la situación tan grave que ha hecho un diagnóstico con diez puntos sobre el asunto y se lo ha hecho llegar con la mejor voluntad al presidente.

A lo anterior se debe sumar un creciente malestar en algunos sectores económicos como el cafetero y el minero. La revaluación de la moneda sigue golpeando a los exportadores mientras que las firmas de los nuevos TLC asustan a los empresarios de los gremios afectados. La apuesta minera y petrolera ha exacerbado los estragos de la enfermedad holandesa mientras muchas industrias vienen perdiendo dinamismo. Esta semana arranca precisamente un paro agrario impulsado por los cafeteros y los cacaoteros que junto a otros sectores reclaman mayor protección.  

Todo lo anterior hace pensar a algunos que de pronto Santos no se arriesgará buscando la reelección. La realidad es la contraria. El presidente tiene que reelegirse porque sus metas de gobierno eran tan ambiciosas que se dispersaron en demasiados frentes, los cuales requieren mayor tiempo para madurar. Si las cosas quedan a mitad de camino no hay mucho que mostrar para el año entrante. 

Los famosos tres huevitos de Uribe en el fondo eran uno solo: echarle plomo a las Farc. La “confianza inversionista” fue simplemente una consecuencia del triunfo de esa estrategia. Con mayor seguridad llegó más plata. Y la “cohesión social” en el fondo nadie supo bien qué era. Al concentrarse en el tema de la seguridad, Uribe tuvo una agenda concreta y realista que todo el mundo entendía y que le generó un apoyo popular sin precedentes. Santos, por intentar modernizar al país, está tratando de arreglar el problema de la tierra, el de las víctimas, el de la infraestructura, el de la minería, el de las pensiones, el de la reforma del Estado, el de la vivienda, el de la pobreza, etcétera. La mayoría de esas iniciativas está en la etapa incipiente y de ahí el bajonazo en las encuestas. 

Varios de estos sondeos tienen la imagen favorable del presidente en cifras ligeramente inferiores al 50 por ciento. A pesar de que eso ha sido interpretado por algunos como un colapso, es un nivel de apoyo respetable para un gobierno con casi tres años de desgaste. Aunque algunas encuestas hipotéticas han dejado la impresión de una creciente vulnerabilidad para la reelección santista, el hecho es que ante los posibles rivales que ya han saltado al ruedo el presidente empieza con ventaja. Las encuestas son una cosa, pero el poder del Estado es otra. El presidente controla muchos factores como el presupuesto, la burocracia, la inversión en las regiones y un acceso permanente a los medios masivos de comunicación. Pero también hay factores que no controla. Por ejemplo, un descalabro en el proceso de paz o en la economía ayudaría a los uribistas, lo cual produciría una polarización aun mayor de la existente y le podría abrir paso a una tercería. 

Mientras todo lo anterior se define, el dilema para Juan Manuel Santos no es tanto ser reelegido o no, sino cómo. Para un gobernante con unos sueños reformistas tan ambiciosos y que quiere dejar una huella en la historia de Colombia, ganar solamente porque no hay con quien o porque reparte puestos y contratos no estaría a la altura de lo que él considera su misión. Si algo ha quedado claro es que modernizar el país en solo cuatro años va a estar cuesta arriba. La confluencia de fenómenos que están sobre el ambiente no lo va a hacer naufragar, pero lo ha mareado. Apenas se tranquilicen las aguas para recuperar el rumbo tendrá que dar un timonazo.