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Se metieron al rancho

Otros están tomando las decisiones cruciales de Colombia. Se liberan guerrilleros y hasta se nombran ministros. ¿Qué hacer para recuperar la dignidad nacional?

9 de junio de 2007

El presidente Álvaro Uribe se le ha medido, en los últimos días, a torear en arenas que había evitado durante casi cinco años. Y ha tomado decisiones muy audaces. Liberó a Rodrigo Granda, el 'canciller de las Farc', y a otros 200 guerrilleros, como parte de una campaña internacional para presionar la liberación de los secuestrados. Nombró una ministra negra, la primera de la historia, y puso en marcha una estrategia a favor de la población afrodescendiente. Diseñó nuevas medidas para proteger a los líderes sindicales y prometió hacer cumplir todas las disposiciones laborales y ambientales posibles. Esas disposiciones, sin embargo, tienen un común denominador: ninguna se tomó por iniciativa de Bogotá, sino que fueron exigidas por gobiernos extranjeros.

No es inusual que eso ocurra. Colombia siempre ha tenido que hacerle frente a la injerencia extranjera, empezando por los gringos. Y ha tenido que tragarse varios sapos. Pero posiblemente nunca había aceptado tantos en tan corto tiempo. Lo cual es producto de una doble realidad: la vulnerabilidad del país, por sus problemas internos, y una política exterior sin rumbo fijo.

Durante gran parte de sus cinco años en el poder, el presidente Uribe se acostumbró a convivir con dos realidades: cosechaba fáciles aplausos en Washington y enfrentaba incómodas protestas en las capitales europeas. Pensaba que eso era suficiente para adelantar su política de seguridad democrática. La semana pasada esa lógica se trastocó. Mientras en Estados Unidos llovieron ataques contra el mandatario colombiano y su gobierno, el nuevo presidente francés, Nicolas Sarkozy, impulsó una declaración de los países más poderosos del mundo -el llamado Grupo de los ocho (G-8)- desde Alemania, donde se elogia a Uribe y se les exige a las Farc la liberación de los secuestrados.

Agobiado por la flagelación pública de los demócratas -iniciada en su visita de mayo y continuada con nuevo ímpetu el jueves pasado-, Uribe encontró un salvavidas mediático e inesperado en el nuevo gobernante de París. Por eso aceptó lo impensable: acceder liberar a un pez gordo como Rodrigo Granda y 200 guerrilleros, a cambio de que Francia gestionara una escueta declaración del G-8.

En el G-8 está Estados Unidos. Pero más significativa que la de George W. Bush, es la presencia de sus colegas de los otros siete países, con los que el gobierno Uribe ha tenido muy poca relación. Y, sobre todo, el liderazgo que ejerció Sarkozy para incluir a Colombia en el documento final de la cumbre de los mandatarios. Él mismo reconoció que "no había sido fácil". Su empeño significa que Francia, país que presidirá la Unión Europea dentro de un año, pasó de una posición hostil hacia Colombia a convertirse en un aliado, por lo menos en el corto plazo. Sarkozy, un mandatario intenso como Uribe, que tiene encantados a los franceses por su capacidad de trabajo y por su imagen tipo John F. Kennedy, no se va a quedar quieto ni va a tratar el caso Íngrid como flor de un día.

A primera vista, la declaración del G-8 parece un triunfo diplomático del presidente Uribe. Nadie se hubiera imaginado hasta hace muy poco que el G-8 se interesara por Colombia.

Pero ese éxito viene cargado de costos. El texto del G-8 tiene expresiones para presionar a las Farc, pero también incluye frases que comprometen a Colombia a seguir en la búsqueda de un acuerdo humanitario "entre las partes", que eventualmente "se convierta en un camino para la reanudación de un proceso de paz". Son palabras de grueso calibre que no encajan con el lenguaje de los últimos cinco años contra la "caterva de bandidos y terroristas", como los llamaba Uribe.

¿Quién se habría imaginado al Presidente de la seguridad democrática liberando guerrilleros sin contraprestación? El nuevo Uribe reclama como victoria una declaración que habla de "las partes", ¿qué se hizo el que pregonaba que en Colombia no existe un conflicto armado? El triunfo diplomático de haberse ganado a Francia como amigo implica que el viraje de la política interna hacia la guerrilla se tiene que consolidar en el futuro. Sarkozy y sus colegas, que acaban de catalogar como "valientes" los gestos de Uribe, no van a tolerar bandazos. Y en especial Sarkozy, que se ha jugado parte de su prestigio local en este esfuerzo por lograr la liberación de Íngrid.

Los franceses no son lo únicos que andan cosechando intereses locales con Colombia. A raíz de las dificultades con el TLC y el Plan Colombia, Uribe ha buscado ganar adeptos a punta de concesiones y cambios abruptos en su política. Un giro manifiesto en la agenda del gobierno es el que tiene que ver con el tratamiento de la población negra. La semana pasada estuvo en Bogotá un grupo de congresistas estadounidenses encabezado por el representante Gregory Meeks, de Nueva York, líder de la bancada afroamericana (el famoso y poderoso black caucus). Uribe los trató como reyes y los llevó a Cali, donde en un consejo comunal presentó su 'Plan Pacífico', dirigido a mejorar las condiciones de vida de los habitantes -negros, en su mayoría- de esa olvidada región.

El voto del black caucus es clave para la aprobación del Plan Colombia y del TLC. Y por eso Uribe y Bush, aliados en sus coincidentes posiciones frente a los demócratas, se han dedicado a conquistarla. En su última visita a Bogotá -de pocas horas, la más corta de su gira por el continente y la única sin pernoctar-, el Presidente de Estados Unidos le sacó tiempo a hacer una reunión con los afrodescendientes. Posteriormente, Uribe anunció el Plan Pacífico, y elevó la cuota de representantes de las negritudes en el alto gobierno: nombró la Ministra de la Cultura, el Viceministro de Protección Social, y al único general afrocolombiano como jefe de la Policía Vial (decisiones sin duda positivas). Todos ellos asistieron a los distintos eventos programados durante la visita de Meeks. Y tanto la ministra Paula Moreno como el viceministro Andrés Palacio estuvieron al lado de Uribe en sus presentaciones en Washington.

La importancia del caucus negro no se limita al numeroso voto de sus integrantes en los proyectos de ley que tienen que ver con Colombia. También tiene influencia en los sindicatos de Estados Unidos, que a su vez son un gran bastión del partido demócrata. Una de las principales condiciones adicionales que este partido quiere ponerle al TLC es mejorar las garantías que existen en Colombia para el ejercicio del sindicalismo. Las cifras sobre asesinatos de líderes sindicales son, desde hace algunos meses, un motivo de controversia entre el presidente Uribe y algunos congresistas, especialmente de la oposición. Y por cuenta de ese debate, el tema de los sindicatos subió en la agenda pública colombiana.

Uribe también se ha comprometido con los congresistas a aceptar todos los cambios que quieren en el TLC y hasta en el Plan Colombia. El jueves pasado acudió a un refrán popular para justificar su posición: "a caballo regalado no se le mira el diente". Pero esas concesiones unilaterales tampoco son garantías de éxito, como quedó demostrado en el más reciente periplo de Uribe en Estados Unidos.

El escepticismo de los congresistas demócratas no ha cambiado con las repetidas visitas presidenciales. En los corredores del Capitolio se preguntan cuál es el objetivo de ir tantas veces a Washington. El trabajo de lobby con los congresistas les corresponde más al Canciller y a la Embajada en Washington que al Presidente. Alan García, mandatario de Perú, se negó a hacer el desgastante recorrido por las oficinas de los congresistas y de sus colaboradores para defender el TLC. Uribe lo ha hecho dos veces en el último mes, lo cual puede ser contraproducente y golpea su estatura presidencial.

Uribe no ha convencido, hasta ahora, a ningún congresista. La suerte del TLC sigue embolatada y las mayorías demócratas ya anunciaron que cambiarán la composición del Plan Colombia para reducir los rubros militares e incrementar los de tipo social. Las explicaciones que han llevado el Presidente y sus colaboradores sobre la violencia contra los sindicalistas y la situación de derechos humanos tampoco han funcionado. De pronto, incluso, les han dado más visibilidad a las denuncias. Durante su reciente viaje, un grupo de siete senadores demócratas -entre ellos el precandidato presidencial Barack Obama, que se pelea el liderato de las encuestas con Hillary Clinton- publicó una carta en la que, con dureza, cuestiona la falta de resultados en la lucha contra la para-política. Human Rights Watch, entidad que tiene una innegable audiencia en el Congreso, también sacó un pronunciamiento para pedirle a éste último que se oponga a las excarcelaciones de guerrilleros, paramilitares y para-políticos anunciadas por Uribe en las últimas semanas.

Los eventos recientes de Washington y de Alemania son apenas los últimos de una larga serie de acciones de parte de otros países y actores internacionales dirigidos a presionar al gobierno colombiano. Venezuela, a través del ex canciller y ex embajador en Colombia Roy Chaderton, se metió en la puja para tumbar al ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. Afirmó que su presencia era un obstáculo para las relaciones bilaterales. Ya el ex vicepresidente José Vicente Rangel había acusado a Santos de formar parte de una conspiración contra Chávez.

Y en otra frontera, hacia el sur, el gobierno ecuatoriano de Rafael Correa acaba de lograr que la ONU envíe un experto para evaluar los efectos de las fumigaciones que ha hecho el gobierno Uribe en territorio colombiano, cerca del límite con ese país.

Es cierto que hay muchos asuntos internos en los que la injerencia extranjera es definitiva. La estrategia contra las drogas, que por su naturaleza requiere de la cooperación internacional, está diseñada por fuera del país. Vocablos como legalización o despenalización están prohibidos en el diccionario, porque son una herejía en Estados Unidos. Lo que se impone es hablar de la "guerra contra las drogas" y de los "triunfos contra el enemigo común". Lo paradójico es que en Estados Unidos existen opiniones encontradas sobre los resultados de esta política. Según las últimas estadísticas, las áreas sembradas de coca en el país aumentaron en 2006, a pesar del incremento en el número de hectáreas fumigadas. El propio presidente Uribe, antes de partir para Washington, dejó ver su disgusto por la contradicción entre esas cifras y las de Naciones Unidas, que son mucho más favorables.

En la administración de justicia la mano del Tío Sam también se siente, y con fuerza. Sobre todo, para demandar el castigo de los narcotraficantes. El gobierno Uribe ha batido todos los récord en materia de extradición de nacionales: más de 500. La Fiscalía, que cuenta con varias modalidades de apoyo estadounidense, y la propia idea del sistema acusatorio, parecen made in USA. Esta influencia es tan notoria, que se ha vuelto más grave en Colombia el delito del narcotráfico, que crímenes atroces como las masacres y el genocidio. Se volvió más grave en Colombia -por la vía de los valores de Washington- enviar un kilo de coca a Miami, que masacrar a una familia en Chocó. Los jefes paramilitares, por ejemplo, prefieren responder por estos últimos delitos atroces, que por su participación en el tráfico drogas ilícitas, para tratar de evitar la extradición. Una 'lógica' totalmente importada y moralmente perversa para Colombia.

Que los extranjeros, y en especial los gringos, se metan en Colombia, no es algo nuevo. Las ofensivas contra los carteles de Medellín y Cali, en los tiempos de César Gaviria y Ernesto Samper, se hicieron de la mano de Washington. La primera versión del Plan Colombia en el gobierno de Andrés Pastrana fue redactada en inglés, y por funcionarios del gobierno de Bill Clinton. Y sería absurdo negar que con las nuevas tendencias del sistema internacional, todos los países reciben influencias foráneas. La época de la defensa fundamentalista de la soberanía es cosa del pasado.

La situación colombiana, sin embargo, es más vulnerable. El conflicto interno, el narcotráfico y la crisis en asuntos como los derechos humanos, que pesan tanto en las grandes cumbres internacionales, son una invitación al intervencionismo. Lo cual no es bueno ni malo. El país ha hecho campañas contra el narcotráfico y el paramilitarismo, que posiblemente no habría acometido por sí solo, si no hubiese sido por la presión de otros países.

Lo que preocupa es la falta de una estrategia diplomática sólida. Una cosa es que el país quede a la deriva de los arranques intempestivos de Sarkozy, o del tire y afloje entre la Casa Blanca y el Congreso, y otra muy distinta, que el presidente Uribe y su gobierno busquen una vinculación positiva de la comunidad internacional en función de los intereses del país. Por el momento, hay más indicios de que Colombia está en el primer escenario: cambiando de objetivos porque se lo piden.

Habría sido mejor que la impostergable respuesta a la población afrodescendiente, el empeño en recuperar a los secuestrados, y la preocupación por las garantías sindicales, hubieran surgido del gobierno nacional. No sólo por dignidad, sino también por eficacia: en muchos casos, las presiones se hacen por parte de actores que no conocen las complejidades de Colombia. La legítima obsesión de Francia por la liberación de Íngrid Betancourt desconoce la situación de más de 1.000 secuestrados. Las posiciones de los congresistas de Estados Unidos -sobre asuntos trascendentales como el TLC- se toman con cálculos electorales sobre votantes que ni siquiera saben dónde queda Colombia.

Lo cierto es que hay un viraje. El Uribe apegado a Bush y a su cruzada antiterrorista tiende a darle paso a un camino de reconciliación política que empieza por tender puentes con la guerrilla y a unas relaciones internacionales más diversas. La fórmula del primer cuatrienio se agotó. El presidente Uribe ya empezó a hablar duro contra Estados Unidos, su apreciado aliado. "No somos parias", expresó hace poco Uribe, y el vicepresidente Francisco Santos dijo que si no se aprobaba el TLC, habría que replantear las relaciones con Washington. Pero, hasta ahora, parecen más señales de frustración, que un giro hacia una política exterior más seria y responsable. Esta necesitaría un trabajo más estratégico para aprovechar sus oportunidades.

El timonazo de Uribe frente a las Farc cae bien, por ejemplo, en una América Latina con varios gobiernos de izquierda de los que Colombia se había alejado demasiado por su cercanía con Bush. La reciente normalización de las relaciones con Venezuela y la visita a Bogotá de su canciller, Nicolás Maduro, después de tres semanas de parálisis y notas de protesta, pudo ser empujada por estos nuevos vientos. Falta ver si el gobierno es consciente de lo que le corre pierna arriba. Porque la improvisación y la diplomacia clientelizada pueden poner al país al vaivén de los caprichos o impulsos de otros gobiernos. No es la hora de embajadores como Carlos Moreno de Caro, que regresa después de cuatro meses en Suráfrica "porque cumplió el 80 por ciento de su agenda".

La improvisación en la política exterior y la vulnerabilidad por los problemas internos es una mezcla explosiva.

No es una coincidencia que al presidente Uribe se le haya visto tan cabizbajo y resignado en sus reuniones de Washington. No era el mismo de sus primeras visitas a Washington, lleno de ímpetu y rodeado de sonrisas y aplausos. Tuvo que acudir a refranes para defenderse con la idea de que lo que importa es trabajar, así no se produzcan los resultados esperados: "la constancia vence lo que la dicha no alcanza", dijo.

El futuro de Colombia, en fin, lo están definiendo otros. Y si las riendas no están templadas, como bien sabe un caballista como Uribe, quién sabe para dónde lo lleven.