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| Foto: Guillermo Torres

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Señor Maduro: ¡Colombia se respeta!

Hasta dónde puede escalar el conflicto con Venezuela. Análisis de Semana.

29 de agosto de 2015

Juan Manuel Santos ha pagado un precio alto por su política conciliatoria hacia Venezuela. Desde que llamó a Chávez su “nuevo mejor amigo”, recién llegado a la Presidencia en 2010, le llovieron críticas de la oposición uribista. Y desde que Nicolás Maduro se convirtió en presidente no hay día en que no se le cuestione al gobierno no asumir un papel más duro frente a los contantes atropellos del chavismo contra la democracia. Santos ha optado por una actitud pragmática, que solo ha tenido dos puntos reales de entendimiento: mantener relaciones estables y soporte de Venezuela al proceso de paz, sobre todo en sus comienzos.

Por eso, resultan aún más agresivos el discurso anticolombiano de Maduro de la última semana, el cierre de la frontera y la humillación de marcar y derrumbar casas, todo para señalar a Colombia como el gran causante de todos los problemas de su país.

Lo cierto es que lo que comenzó como un incidente fronterizo, que es frecuente, en el que resultaron heridos tres tenientes de la Guardia Nacional venezolana, se convirtió en una crisis de frontera con dimensiones de calamidad humanitaria y, finalmente, en un grave conflicto diplomático. Los embajadores de los dos países fueron llamados a su lugar de origen para consultas, la OEA y Unasur oirán a las dos partes, y Maduro sigue escalando su lenguaje provocador.

En la medida en que subía el nivel de la crisis, el presidente Santos también fue endureciendo su reacción. Al comienzo optó por un perfil bajo y acudió a la defensa de la diplomacia bilateral como mejor camino para superar el mal momento. Pero esa política, muy típica de su talante, se agotó. Primero, por el maltrato y el irrespeto a los colombianos en la frontera por parte de la Guardia Nacional venezolana. Segundo, porque la reunión entre las cancilleres de los dos países, María Ángela Holguín y Delcy Rodríguez, no concluyó con el esperado anuncio de la reapertura de la frontera. Tercero, porque se desbordaron las críticas de todos los sectores políticos –de la oposición e, incluso, cercanos al gobierno– y proliferaron propuestas que iban desde la expulsión de Venezuela del proceso de paz hasta el retiro de Colombia de Unasur. Y cuarto, porque el primer compromiso acordado en Cartagena, una reunión de los defensores del pueblo para intercambiar información sobre la realidad fronteriza, fue incumplido por la contraparte venezolana.

No fueron más de 36 horas y la crisis creció como espuma. En el ambiente político se multiplicaron los cuestionamientos a Santos y a la canciller por una actitud blanda e improvisada mientras los medios registraban en vivo y en directo las dramáticas imágenes de 1.100 colombianos deportados, y muchos más emigrando en forma voluntaria. Parecían fotos llegadas del Medio Oriente o de alguno de los puntos más conflictivos del planeta. La situación, para Santos, se hizo insostenible y el jueves en la noche le dio un giro a su estrategia.

El plan tuvo dos dimensiones. De una parte, un plan de choque para atender las necesidades de los deportados. Y de otra, una ofensiva diplomática: Santos llamó a consultas a Ricardo Lozano, el embajador en Caracas y solicitó reuniones inmediatas de cancilleres de la OEA y de Unasur. En principio, el viraje fue bien recibido. El viernes en la mañana, por primera vez desde la llegada de Santos al poder, todos los partidos –los de la Unidad Nacional, el uribismo, el Polo y los independientes– firmaron una declaración de rechazo a las acciones del gobierno venezolano.

La posición de Santos, sin embargo, está frente a una verdadera encrucijada. El llamado a Unasur y a la OEA significa que llegó a la conclusión de que el diálogo directo ya no ofrece –en el corto plazo– posibilidades de desbloquear la crisis. Pero nada asegura que los foros multilaterales sí podrán hacerlo. Lo más probable es que en ellos se lleve a cabo un debate político ante la comunidad latinoamericana, y no mucho más. Si acaso una especie de comisión de verificación, como la que pidió Maduro el viernes en la tarde. Pero la mayoría de los gobiernos de la región ha demostrado pocas intenciones de asumir el costo de encarar a Venezuela por su creciente violación a los derechos humanos y a los principios democráticos.

En el campo diplomático la posición de Santos es mucho más sólida que la de Maduro. El mandatario colombiano se beneficia porque el proceso de paz es taquillero en la arena regional. A Maduro lo perjudica, en cambio, el creciente autoritarismo del régimen, la detención e inhabilidad de sus principales opositores por parte de una justicia dominada por el Ejecutivo, y sus permanentes atentados contra la libertad de expresión. Las deportaciones masivas tampoco serán de fácil explicación por parte de Venezuela.

Colombia se sentirá más cómoda en la OEA y Venezuela en Unasur. En la OEA tiene asiento Estados Unidos, mucho más cercano a Bogotá que a Caracas. Maduro ve con recelo a este organismo y la semana pasada fustigó a su nuevo secretario general, Luis Almagro: es un nuevo Insulza, le dijo. En Unasur, los países del Alba (amigos del gobierno venezolano) tienen peso, pero no mayoría. Y el secretario general, el expresidente Ernesto Samper, quien en teoría debería estar inhabilitado por ser colombiano, en la práctica lo está por haber asumido una posición de defensa del diagnóstico de Venezuela sobre la presencia del paramilitarismo en la frontera.

Las reuniones de la OEA y de Unasur, si se llevan a cabo, pueden ser repetitivas y hasta redundantes. Pero la convocatoria simultánea, solicitada por Colombia, busca precisamente no entrar en una polémica sobre cuál es el foro idóneo, sino estimular espacios para dilucidar cuáles son los verdaderos alcances de los problemas en la región fronteriza. Y, eventualmente, para propiciar la intervención de la comunidad regional para buscar una salida.

Lo más probable, al final de cuentas, es que las decisiones de fondo solo puedan ser tomadas en el ámbito bilateral. Al fin y al cabo, los problemas de contrabando, inseguridad y violencia en la región fronteriza existen y dependen más de Venezuela que de Colombia, porque tienen que ver con su situación económica. Las posibilidades de un trabajo conjunto –que sería lo ideal– no son muchas. Desde hace años la cooperación está paralizada, fundamentalmente por la reticencia venezolana a aceptar los mecanismos tradicionales: comisiones fronterizas, de seguridad e integración. La diplomacia del vecino país es hiperideologizada y le da prioridades a las alianzas políticas, como la del Alba. Pero ha dejado sin atención asuntos muy concretos, como los que siempre han golpeado a la población de la frontera con Colombia.

Incluso desde que se inició la era de los “mejores amigos” –con la llegada de Santos al poder en Colombia–, la agenda bilateral se había reducido a evitar el conflicto y al papel de Venezuela como garante del proceso de paz. De resto, es una libreta vacía: el comercio se cayó, la cooperación se acabó, el diálogo se limitó a unas pocas circunstancias coyunturales.

Aunque la ofensiva diplomática del presidente Santos ha sido bien recibida, al final tendrá que insistir en el diálogo bilateral. Esperar que se decanten los ánimos, que los aires asiáticos –Maduro viaja este fin de semana a Vietnam y China– atemperen al presidente venezolano, y que las intervenciones en la OEA y en Unasur sirvan de desahogo. Pero Colombia no tiene muchas salidas distintas a persistir en la diplomacia y en el entendimiento directo, por más que esa alternativa deje en manos de la oposición las banderas de la ‘firmeza’ y el nacionalismo.

Porque lo único que no le conviene a Colombia es atizar el conflicto. Ante todo, porque bajo unas condiciones tan precarias como las que hoy vive Venezuela, la tentación bélica se puede alborotar. Y aunque el papel del país vecino en el proceso de paz ya no tiene la importancia determinante que tuvo al principio, no sería para nada conveniente volver a escenarios como el de una Venezuela convertida en santuario de la guerrilla. A los diálogos de La Habana tampoco les convendría el sobresalto del retiro de un país garante, y a los del ELN los perjudicaría no contar con el papel facilitador que ha jugado Maduro.

Por encima de todo, recuperar la paz entre Bogotá y Caracas es un paso indispensable para el retorno a la normalidad en la zona fronteriza y para ponerle fin a las frustrantes imágenes de casas derrumbadas, colombianos humildes perseguidos y gente pobre desterrada sin sus precarias pertenencias. Todo indica, sin embargo, que recuperar los niveles mínimos de comunicación que existían antes de la crisis va a requerir paciencia. Lo dijo el presidente Santos al salir del consejo extraordinario de ministros el viernes: “La crisis va para largo”. Y cuando se trata de defender la dignidad nacional las cosas siempre pueden llegar peligrosamente lejos.