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Cuatro de las personas que resultaron gravemente heridas en el atentado contra el club El Nogal no se dan por vencidas. Juanita León recoge sus historias

2 de febrero de 2004

Sonia Verswyvel todo le olía y le sabía raro, pero no tenía claro a qué. Era como un olor a chamuscado y un sabor a manteca quemada. Un día que pasó cerca de una demolición y sintió de manera más nítida la fetidez que no la abandonaba le preguntó a su hijo qué era lo que olía. "Al Nogal, mami, a eso es que huele", le contestó José Luis, su hijo de 22 años, que la acompañaba el pasado 7 de febrero cuando fueron víctimas del atentado terrorista en el club El Nogal.

Desde entonces Sonia, que sufrió una fractura cerebral que le arrebató el gusto y el olfato, se está adaptando. "Cuando me como una mandarina, pienso: esto sabe a mandarina. Así un día de pronto me sabe a mandarina", dice con una inmensa sonrisa.

Le pregunto cómo hace para no dejar de sonreír. "Es que cambié mis piernas por una sonrisa". Cuenta que ella siempre se sentía orgullosa de sus piernas. Y que ahora que están inmóviles, en una silla de ruedas, ha descubierto que una cara amable y una actitud positiva son un buen sustituto.

Sonia no se acuerda de lo que pasó ese día. Su hijo había ido a jugar squash a El Nogal y la llamó para que comieran juntos. Ella no quería cocinar e insistió en que comieran en el club. Lo último que recuerda es haber ordenado la comida en la taberna. Cuando se despertó estaba en la clínica con cuatro tornillos de carpintero sosteniendo su columna fracturada y unos siquiatras mirándola. "Voy a quedar paralizada, ya lo sé", les ahorró ella la noticia.

En aquel momento, mientras Sonia, viajera incansable, asimilaba que no iba a volver a caminar, Javier Gutiérrez, uno de los cocineros de El Nogal, enfrentaba la pérdida de su pierna derecha.

Javier, la noche del 7 de febrero de 2003 estaba cocinando unos espaguetis con pollo cuando una luz transparente como el humo de un cigarrillo recorrió la cocina, traspasó sus manos y envolvió a su compañero, que estaba cerrando la nevera. Javier alcanzó a verlo cogiéndose la cabeza segundos antes de que se lo chupara la tierra. Luego escuchó el estruendo. El piso se hundió y una fuerza levantó a Javier de los pies, como cuando uno tira a un niño al aire, y lo botó cerca de las freidoras. Rebotó sobre su mano pero alcanzó a arrastrarse por entre las estufas a tiempo para esquivar la parrilla de carne hirviendo que se abalanzaba hacia su cara. Al principio escuchó gritos y lamentos pero después hubo un silencio total. Durante casi una hora no escuchó nada. Javier se arrastró por entre las vigas que sostenían lo que quedaba de piso hacia un morrito de piedra que sobresalía como una isla en medio de un cráter inmenso que se abría cada vez más. Allí se sintió a salvo, hasta que le cayó encima la campana de la cocina y le destrozó la pierna. "El dolor me desubicó por completo. Me tocó resignarme, recuerda. Creí que me iba a morir y empecé un acto de contrición".

En la oscuridad se le apareció la imagen de su mamá y su hija de 6 años, que alternándose y sonrientes, caminaban hacia él. Las imágenes de las dos mujeres que más quería lo animaron a golpear una sartén contra las piedras. Seguía vivo.

Alejandro Martínez, encargado del conmutador y uno de los muchos empleados del club que arriesgó su vida por sacar a los heridos, vio a Javier convulsionando. "Alejito, no me deje morir", recuerda Alejandro que le dijo. La campana que tenía encima de la pierna era tan pesada que se necesitaron tres bomberos y otros dos compañeros para sacarlo. Las piernas de Javier parecían de trapo. Se las tuvieron que amarrar a una bandeja de pastelería con cables de luz que encontraron en la penumbra para poderlo sacar. "En el hospital el médico me dijo: 'Tiene una pierna mala y la otra muy mala'. Yo le hice un chiste al doctor. Le dije pin uno, pin dos, pin tres, para adivinar cuál era la que me iba a quitar. Nunca perdí el humor, tengo la virtud de ser un hombre feliz", dice Javier, y es fácil creerle.

"Si me dijeran que llorando vuelvo a caminar, estaría llorando", dice Sonia, que obviamente ha llorado. Lloró el primer día de fisioterapia en que la bajaron de la silla de ruedas a una colchoneta y ella no se podía defender porque tenía todos los músculos contraídos y estaba atrapada en un corsé que le sostenía el tronco. Lloró cuando volvió a su casa en Estados Unidos, que era su refugio, y descubrió que eran sólo escaleras. Y lloró el día en que se dio cuenta de que no podría volver a bailar.

Pero desde el primer día aplicó la lógica que había usado como gerente de una empresa durante 15 años. Se dedicó a trabajar por logros. Su meta era volver a ser la mujer independiente que siempre había sido. Se propuso hacer seis horas diarias de terapia, cuatro horas en Cirec, en Bogotá, y dos en el gimnasio que montó en su casa. A los seis meses ingresó en una rehabilitación en Estados Unidos y al cabo de unos meses volvió a Bogotá a vivir sola. Vendió su casa en Tampa porque entendió "que la paz está adentro no en el sitio en donde uno vive". Y lo más increíble: volvió a bailar. Un amigo, que se ha convertido en uno de los muchos ángeles de la guarda que ahora se da cuenta que la rodean, llegó un viernes a su casa con un disco de rock and roll, su música favorita. Subió el volumen al máximo y empezó a bailarle y a darle vueltas en su silla. Ella volvió a sentir la música, la felicidad de estar viva, y bailó como cuando era una quinceañera. "Me hizo sentir que soy la misma de antes. Sólo que ahora me tengo que subir y bajar de una silla de ruedas".

Javier también se puso una meta: volver a caminar. Después de permanecer inmóvil durante cuatro meses y medio llegó a chequeo en una silla de ruedas. El doctor le dijo que si en un mes y medio no llegaba caminando con las muletas no lo atendía. Entonces se olvidó del dolor impresionante que sentía y comenzó a apoyar el pie izquierdo, al que todavía le hacen infiltraciones, a utilizar la prótesis de titanio y carbón de su pierna derecha. Dio sus primeros pasos. En la última consulta se paró y caminó hacia el doctor, con el mismo orgullo con el que antes encestaba el balón de basquetbol, la pasión que ahora tendrá que reemplazar.

Otro sobreviviente, Juan Carlos Villamizar, un estudiante de arquitectura de 24 años, también recuerda el día en que volvió a caminar. Llevaba varios meses en cama esperando a que sanaran sus tres vértebras fisuradas y su nueva mandíbula de platino. "Me sirvió decir, uno no puede dejar que le ganen estas cosas. No quería darle esa satisfacción a la guerrilla. Tampoco quería dejar que me invadiera el terror, de convertirme en un prisionero en la ciudad", dice. Recuerda que tardó varias horas en llegar a la plazoleta de su facultad. Cuando finalmente lo logró, estaba agotado. Le temblaban las piernas y se sentía débil. Pero en ese instante, mientras todos sus amigos lo miraban "como un espanto" pues estaba pálido y esquelético, un rayo de sol le cayó encima. "No podía explicar la felicidad que sentía, ver esos rayitos de arco iris, la sensación del rayo amarillo, de saber que estaba vivo y de que hay tantas cosas que nos perdemos por la rutina".

Es extraño. Uno imagina que una persona que pierde una pierna, otra que queda en una silla de ruedas, otro que estrena mandíbula, serían personas tristes, amargadas. Y lo que descubre es todo lo contrario. Sobrevivir un atentado terrorista les ha hecho concentrarse no en lo mucho que perdieron, sino en todo lo que conservaron, en lo maravilloso de la vida que hay por descubrir. No son sólo los amigos, el afecto de la familia, las posibilidades del ser humano. Son también las cosas cotidianas, los pequeños instantes de vida encapsulada.

Es tal la fuerza de la vida que aun aquellos que perdieron en el atentado la persona que más querían se sienten afortunados de estar vivos. "Soy un convencido de que la vida tiene que continuar", dice Carlos Carrillo, un publicista de 47 años que perdió a su hijo Juan Sebastián, de 9 años.

Carlos está todavía convaleciente de la quinta cirugía en sus dos fémures, que quedaron destrozados ese día. Le duelen mucho, y le duele todos los días la ausencia de su hijo. Juan Sebastián tenía siempre una alegría que lo contagiaba todo. El día del atentado Carlos, que se había quedado viudo hacía cuatro años, lo recogió en el colegio para llevarlo a El Nogal a jugar golfito. El niño le contó que ese día había tenido una clase sobre los sueños. Y le confesó el suyo. "Cuando sea grande quiero ser un gran deportista y ganar mucho dinero para poderte ayudar", recuerda Carlos que le dijo.

Juntos practicaron el putt y después Carlos fue a sentarse en la mesa que quedaba a la entrada de la taberna. Un señor le dijo que si no le importaba que más bien él se sentara allí pues quería ver a su hija jugar putting. Entonces, Carlos se fue a otra mesa con su ex novia, su hija de 13 años y su mejor amiga, Ana María Arango. Juancho se quedó jugando.

Carlos fue la última persona que rescataron viva de El Nogal la noche del atentado. No necesitó que le dijeran que su hijo había muerto asfixiado escondido en el cuarto de los tacos de golf porque él sintió en el momento en que "se le desprendió". Su hija Paola perdió a la amiga que adoraba, y estaba muy herida, pero viva. El estaba vivo, y en cambio el señor al que le había cedido la mesa estaba muerto con casi toda su familia. Eran los papás de María Camila García, la niña de 12 años que también perdió a su hermana menor y una de sus piernas. Solo sobrevivió ileso su hermano mellizo.

Carlos se desmorona todavía cuando ve la fortaleza de su hija a la que le faltan tres cirugías para recuperarse de las heridas en la cara y en el pie. Y no le perdona a la gerencia de El Nogal el no haber controlado mejor la selección de sus socios y la seguridad del club, que era como su casa.

Pero se reconforta con una historia que leyó en un libro del Dalai Lama. Era una mujer que estaba desconsolada por la muerte de su único hijo. El maestro la vio tan desconsolada que le dijo que le trajera unas semillas de mostaza fresca y que hablaban. La condición es que las encontrara en un sitio donde nunca hubiera habido tristeza. La mujer salió feliz. Pero pronto descubrió que en cada puerta que golpeaba la gente había pasado por duras pruebas. "Uno se queja de sus males, pero basta mirar alrededor y ver tanta necesidad para darse cuenta de que Dios es excesivamente generoso con uno, dice Carlos. Doy gracias que me haya dejado vivo, que mi hija se esté recuperando a pesar de las pruebas tan duras que le ha dado mi Dios y que esté sonriente y construyendo un futuro. Aunque estoy convencido de que para algo más me dejó vivo".

Lo mismo siente Juan Carlos Villamizar: "Siento una gratitud inmensa hacia el policía y el bombero que me rescataron. No sé quiénes son. Pero siento que si ellos arriesgaron su vida por mí yo no puedo dejar que este barco se hunda, tengo que por lo menos perturbarle a alguien la mente en sentido positivo para darle las gracias". Dice que piensa tanto en para qué le dieron esa segunda oportunidad, que se la pasa horas callado buscando la respuesta. Los demás corren, mientras él se ancla en cada instante. El, como Sonia, Javier, Carlos, sabe que ese instante podría ser el último.