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LITERATURA

Sin magia, la vida es un espanto

A propósito del lanzamiento de 'Gabriel García Márquez, una vida', la biografía escrita por el británico Gerald Martin, el profesor Conrado Zuluaga entrega su visión crítica.

29 de noviembre de 2008

Hace poco menos de un mes la prensa británica dio la noticia. A la portavoz de la editorial inglesa se le llenó la boca para decir que se trataba de la biografía oficial, autorizada y definitiva del escritor colombiano Gabriel García Márquez. El autor de la proeza, evidentemente más ecuánime, se apresuró a decir que él no era el biógrafo oficial porque no había tenido acceso a ningún documento del escritor, y que tampoco se trataba de la biografía autorizada por cuanto el premio Nobel tenía una copia desde hacía varios meses y aún no había recibido comentario alguno. En cuanto al carácter definitivo de su texto, ni se molestó en refutarlo, pues para cualquier persona es evidente que al ser la biografía de un ser vivo no se puede tratar de un documento definitivo.

La emoción se prolonga cuando se tiene la oportunidad de contemplar la tapa del libro con una foto estupenda y la tabla de contenido y comprobar la razón por la cual -eso piensa el lector- Gerald Martin tardó 18 años en terminar su empeño: 80 años en 700 páginas. Desde 1927 hasta 2007 (para ser más exactos desde el comienzo de la Guerra de los Mil días, en 1899) el biógrafo le sigue la pista al escritor año tras año. Desde su infancia en casa de los abuelos hasta muchos años después en el jubileo en Cartagena, durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española.

El libro tiene todos los indicios de ser un apetitoso bocado: el índice temático, los mapas, las fotos -unas cuantas auténticas novedades-, los árboles genealógicos de las familias García Márquez y Barcha Pardo, de la familia García Martínez, de la familia Márquez Iguarán y, por supuesto no podía faltar, el de la familia Buendía de Cien años de soledad. A todo lo anterior hay que añadir, para que las expectativas sean aun mayores, un prolífico aparato de notas de pie de página, una bibliografía extensa y un meticuloso índice de nombres. Este conjunto ocupa casi 100 páginas. Como un aplicado y diligente biógrafo anglosajón, Gerald Martin ha hecho la tarea.

El desencanto aparece una vez se inicia la lectura. Por un lado, el escritor inglés sucumbe, como diría el propio García Márquez, al amargo encanto de la máquina de escribir y el lector se encuentra con un párrafo fabulado en donde se intenta en vano la utilización de un lenguaje literario con ciertas pretensiones narrativas. Por otra parte, el biógrafo parece desconocer o, al menos, olvidar que sobre García Márquez se han escrito miles de crónicas, que a pesar de su actitud siempre reticente frente a las entrevistas ha concedido montones, que la más escueta de sus declaraciones o comentarios dichos en público aparecen en todos los medios impresos, radiales y televisivos, no sólo del país y el continente, sino del mundo entero y que, por consiguiente, entonces, no se necesita ser un experto profesor o investigador para conocer la vida y milagros de este personaje público desde hace 60 años.

El desencanto se convierte en desagrado cuando a medida que el lector avanza en la lectura empieza a encontrar especulaciones por parte del biógrafo que no tienen nada que ver con el carácter, la personalidad y el talento del escritor. Divagaciones sin fundamento que rozan la esfera de lo íntimo y secreto de varios miembros de la familia. Es cierto que no se trata de una biografía literaria, pero tampoco es una biografía colectiva como para involucrar hasta esos extremos al círculo familiar de padres, hermanos, tías, hijos naturales, nonatos, servidumbre, amigos desaparecidos, amoríos de hace años, etcétera, etcétera, aunque Martin confiesa que en algún momento de su trabajo se sintió tentado por esa posibilidad. En todo caso, el biógrafo se ampara en una declaración del autor quien en alguna ocasión sostuvo que uno tiene tres vidas: una pública, otra privada y una tercera secreta. Gerald Martin sostiene que el biógrafo tiene la obligación de entrar en esa vida secreta y pretendió, por lo que se deduce de su propio texto, entrar en esa esfera, a lo que el escritor se negó de manera rotunda. Aquí no se va a discutir hasta dónde pueden llegar las prerrogativas o pretensiones del biógrafo, pero en aras de seguir adelante se puede aceptar que lo asiste un derecho con el propósito único de poder entender algunas cosas que escapan a la comprensión del público en general.

Está bien, se puede dar por sentado que sí, que un biógrafo debe penetrar hasta en la vida secreta de su personaje, pero esa circunstancia no lo autoriza, ni lo obliga tampoco, a develarla. Hay un espacio irreductible en cada ser humano al que no puede llegar ni el más obcecado de los biógrafos. James Boswell, quien observó, siguió y anotó durante más de 50 años el ir y venir de Samuel Johnson y produjo la mejor biografía de la literatura inglesa y quizá, de cualquier otra literatura, tampoco pudo llegar hasta esos recónditos lugares y las elucubraciones a que apeló le valieron algunas de las críticas más severas de su tiempo. Con esa actitud entrometida Martin cae en una corriente malsana. La misma que reemplazó la novela social por la novela criminal con el único objetivo de engatusar a un público desorientado que no lee, arrastrado por el morbo y la novelería.

Gerald Martin olvida, o ha leído mal, una situación reveladora que ocurre, como tantas otras, en Cien años de soledad, porque olvida otra cosa maravillosa: toda novela, sentenció un día García Márquez, es una adivinanza del mundo. El episodio es el siguiente: los habitantes de Macondo, víctimas de la invasión de la tecnología después del arribo de la compañía bananera, destruyen un domingo la silletería del salón de cine porque un personaje por el cual, dice el relato, se habían derramado lágrimas de aflicción apareció vivo y vestido de árabe en la película siguiente: "El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un bando, que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios". Excepto los sensacionalistas rotativos británicos y algún editor ávido de vender derechos para una telenovela nacional, nadie está interesado en las sórdidas miserias ajenas. Es que cualquier vida, sin magia, es un espanto.

Y las elucubraciones van y vienen a lo largo de todo el libro sin asideros firmes, como si fueran el resultado de mentideros y consejas: entonces el lector "descubre" que el Nobel colombiano sentía una profunda aversión hacia el escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias porque este se le había adelantado 15 años en la obtención del premio Nobel y 30 en la escritura de una novela sobre el dictador latinoamericano. Los celos existen en todo el mundo y los escritores no están exentos de esos sentimientos. Como sostiene un amigo español editor y escritor, todos los escritores desayunan "egos revueltos". García Márquez no debe estar exento de esa costumbre, pero sentir envidia o bronca contra un escritor que publicó una novela cuando él tenía escasos 20 años parece bastante absurdo. Lo mismo se puede decir de las explicaciones del biógrafo en torno a las relaciones con Mario Vargas Llosa, rotas desde hace años por un puñetazo, porque aunque el buen mozo y galán era el autor de La ciudad y los perros, el popular era el otro, el nacido en Aracataca, y el peruano no tuvo más argumento que la agresión física.

A la luz de todo lo anterior, el lector entiende la desenfadada opinión de un periodista británico cuando le anunciaron que la publicación que sostenía en sus manos era apenas un resumen de una biografía tres veces más larga que Martin aspira a terminar algún día: "No quiero 2.500 páginas, me bastan las 700 de ahora", comentó el periodista. Gerald Martin no siente la mínima compasión por el personaje y tampoco la siente por el lector, él está empeñado en su empresa mesiánica: superar a Boswell en su biografía sobre Samuel Johnson. Es cierto que alguien puede tomarse una vida entera para contar otra, pero no es obligación del lector seguir el mismo camino.

Y a medida que se avanza, el malestar se acentúa. El biógrafo parece no comprender que el escritor colombiano -desde el viaje que hizo con su madre a Aracataca con el propósito de vender la casa- quedó prisionero, lo dijo él mismo, de la nostalgia; que cada línea es un denodado intento por volver a sentir la tibieza de unos años que no volverán y descubrir el hielo y los pargos rojos de la mano de su abuelo y contemplar el rostro mudo de un hombre que lo mira desde la muerte con los ojos abiertos. El tono, el color y el calor, el adjetivo exacto, todo en García Márquez está en busca de esa pretensión, "en busca del tiempo ido", si parodiamos a Proust. Pero ante esta evidencia que salta a la vista, el biógrafo inventa teorías, sostiene temerarias interpretaciones simbólicas, para decirle al lector que El coronel no tiene quien le escriba tiene como fuente de inspiración su espera en París, y que la musa de ese relato y encarnación del personaje femenino, es la íntima amiga vasca, María Concepción Quintana, con quien sostuvo una estrechísima relación en esos años y de quien se empieza a hablar con insistencia en las últimas semanas. Gerald hace caso omiso de la experiencia del escritor, olvida la situación que soportó el coronel, su abuelo, e incluso arroja por la borda testimonios que le dieron al biógrafo otros personajes cercanos al Nobel colombiano y que se murieron de viejos en La Guajira esperando el correo. Gerald se olvida de las palabras de García Márquez en sus memorias cuando rememora todo el trajín de la pensión que nunca llegó en la casa de Aracataca y se olvida también de que ha sido el escritor mismo quien ha declarado muchas veces que en París, él trabajaba de noche y dormía de día para confundir el hambre. De modo que el lector no sabe muy bien a cuenta de qué se trae a colación la relación con Tachia, su embarazo interrumpido, su desencanto porque el autor no le propondrá nunca una relación definitiva mientras Mercedes espera en Barranquilla armada de una paciencia infinita. Porque está bien, el detonante real e inmediato pudo haber sido esa relación, pero la transposición poética de la realidad ni termina ni empieza allí.

De la misma forma en que cuando llega a las últimas páginas y "revela" lo que casi todo el mundo sabe pero calla: que al gran fabulador de un tiempo a esta parte le falla la memoria, el biógrafo hace un recuento minucioso, a modo de prontuario, de los males que aquejan a miembros de la familia, desde el tumor cerebral que se llevó al querido Yiyo hasta el parkinson que sufre otro de sus hermanos. Como si fuera reprochable envejecer y perder la cabeza.

Lo que debemos, en todo caso, tener muy claro es que aquí se trata de la vida privada y secreta de García Márquez, quien será juzgado y valorado por su creación literaria y no por otra cosa. En el posfacio "Kipling narrador" que Alberto Manguel escribió para la selección que hizo de relatos del autor inglés en Acantilado, el asunto está planteado con la claridad suficiente para dejar zanjada cualquier duda: "La historia personal, la trayectoria política de un escritor suele otorgarle al personaje público cierta calidad infame o heroica; por lo general los libros no merecen compartir esa suerte. La literatura es despiadada: el sufrimiento o la gloria personal no le interesan, sólo la mágica combinación de palabras que, cuando las estrellas son auspiciosas, permiten a un lector la experiencia profunda del mundo".

©Conrado Zuluaga, 2008