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"Soy libre"

SEMANA presenta en forma exclusiva, apartes del libro del, ex candidato conservador Alvaro Gómez, sobre su secuestro el año pasado por parte del M-19.

ALVARO GOMEZ HURTADO
20 de febrero de 1989

Los primeros días de mi cautiverio fueron los más duros, por causa de la incomunicación total a que me habían sometido. No sabía nada de lo que estaba ocurriendo por fuera. Ninguna noticia lograba perforar la barrera de silencio que se estableció en torno mío en desarrollo de un reglamento que mis captores me comunicarón. Sobre mi futuro tan solo me dijeron que no habría una solución próxima, y que cualquiera que ésta fuese, demoraría "muchas semanas, tal vez meses". Los días transcurrían casi en silencio, y por falla de temas para meditar, parecían muy largos. Ningún hecho diferenciaba uno de otro. En mi caso, la monotonía no acortaba el tiempo, como algunos prisioneros lo han escrito, sino que lo alargaba indefinidamente; era como si no transcurriese; como un agua estancada.

A falta de otros motivos que sirvieran de distracción, ese lema de la vida y de la muerte, se presentaba en forma recurrente; y como mi suerte no dependía de mi, hice el esfuerzo de no dejarme subyugar por él. Sentí que si tomaba en serio esa preocupación, arriesgaba caer en un sentimentalismo que suele conducir a la ridiculez. Desde el primer momento quise ser pesimista y ello me dio una inmensa tranquilidad, porque todo lo que me sucedía, aun la simple perduración de mi existencia, era menos hostil de lo que yo me había intencionalmente pronosticado.

En las conversaciones que poco a poco se establecieron con mis captores, no mostraba ningún interes en disimular ese pesimismo, que les aparecía como una inexplicable actitud de conformidad con mi situación. Pensé que en nada ayudaba exhibir ante ellos una esperanza de supervivencia. Por el contrario, mi indiferencia debería contribuir a desvalorizar la prenda que tenían entre manos. Desde un principio sostuve que el acto de fuerza de que estaba siendo víctima, no era transable, porque se había escogido un procedimiento criminal incompatible con cualquier solución de tipo político, y que el M-19 estaba condenado, como yo mismo, a una solución fatal. Yo no creía --y así lo expresé-- que pudiera haber ninguna forma de entendimiento entre la guerrilla y representantes de la siociedad colombiana, mientras existiese la amenaza de muerte que conlleva el delito del secuestro. Esta actitud negativa, visiblemente contrariaba a mis guardianes. Uno de ellos tomaba notas asiduamente, con el propósito, según se me dijo, de hacer llegar mis opiniones a los "comandantes".

A los pocos días recibí una larga carta del "comandante supremo", Carlos Pizarro, escrita en letra muy minúscula, sobre una hoja de papel cuadriculado arrancada de una libreta de bolsillo. Contenía un alegato elocuente en favor de que se cumpliera un política de apertura por parte del establecimiento, en la que pudieran participar todas las zonas de opinión, incluyendo los grupos alzados en armas. En ella se ponderaba la voluntad de cambio que había mostrado el M-19 desde su iniciación, y se hacía, además, una exaltación de la democracia. Se me invitaba a contestarle, con la promesa de que el texto de nuestra posible correspondencia se mantendrían en secreto.

Varios días después decidí responder su misiva. Recuerdo haberle dicho que yo no estaba en capacidad de buscar alguna salida para para la situación creada; que no haría nada en defensa de mi propia vida y que sólo a él corresipondía desentrañar, de unas circunstancias tan adversas, las posibilidades de una acción política.

Sostuve, con el mayor énfasis, la tesis de que los rehenes no pueden tener voz en las discusiones sobre su propio destino, porque no siendo libres todas sus opiniones son necesariamente inválidas .

Se me pedía que comentara por escrito lo que estaba sucediendo y se me insinuaba que yo podía "ayudar" a resolver la situación. Me negué a hacerlo. Reiteré mi decisión de no pedir el apoyo de nadie, y de no propiciar que se comprometiera ninguna institución. No utilicé la oferta que se me hizo, de enviar cartas a amigos o a periodistas. Rechacé la idea de que yo en la supuesta condición de ser un "oligarca", pudiera ser la contra-partida en un diálogo. Afirmé que nadie debía responder por mí, puesto que yo no pertenecía a ningún gremio, a ninguna organización comercial o financiera, ni siquiera a una empresa industrial. No era miembro del Congreso ni de ningún cuerpo colegiado, y tampoco de una jerarquía política. Esta total desvinculación me daba una independencia absoluta y forzaba a mis captores a buscar, por su cuenta, un interlocutor externo.

En una nueva carta que recibí de Carlos Pizarro, se acariciaba la idea de proponer un gran diálogo en el que debían tomar parte las o reorganizaciones más dispares: el sector privado, los sindicatos, los partidos políticos, la Iglesia y numerosas asociaciones de izquierda de difícil identificación. Por separado me hizo llegar una larga lista de posibles participantes. No se hacían explícitos los objetivos de esa posible reunión, sino que se reincidía en el propósito genérico de que se buscara una amplia ransformación social.

En ese momento ya sabía yo que la protesta de la opinión pública por mi secuestro había sido gigantesca. Fue reconfortante para mí registrar su unanimidad. En el primer momento, mis guardianes se mostraron satisfechos. Quisieron sacudir la opinión pública y lo habían conseguido Pero de inmediato se dieron cuenta de que la magnitud de las expresiones de solidaridad con mi caso, desbordaban todo lo previsto se habían sumado a ellas no sólo las de los políticos de todas las tendencias y las de la Iglesia, sino las de innumerables organizaciones laborales, de infinitud de instituciones civiles e inclusive la de otros grupos guerrilleros. Es posible que, en ese momento, comprendieran que mi eliminación había dejado de ser una de las salidas para la situación creada.

A Pizarro le expresé mi escepticismo sobre la posibilidad de encontrar un interlocutor que quisiera voluntariamente someterse a la penosa condición de negociar bajo el apremio de una amenaza. El insistía en que se conformara un grupo de trabajo que estaba decidido a proponer públicamente se mantuvo, sin embargo, silencioso durante dos semanas, mientras, al parecer, escribía lo que sus subalternos mencionaban como "la gran propuesta", que ellos querían discutir conmigo previamente, sin que yo mostrara, en ningún momento, voluntad de hacerlo.

Contestando otra de sus cartas, le expuse mi opinión totalmente adversa a que se insistiera en un procedimiento que implicara "negociar" o deliberar bajo amenaza. Lo único que yo creía que se podía hacer, en circunstancias tan hostiles como las que existían sería fijar, en acuerdo con un posible y problemático interlocutor voluntario, la fecha y acaso el lugar de una futura oportunidad de diálogo con el M-19 y con los otros grupos alzados en armas, cuando ya la acción moral se hubiese eliminado.

Pizarro decidió crear un hecho cumplido, e hizo la oferta pública en los términos antes dichos. Desplegó en ello la habilidad propagandistica que es conocida. Como su pretensión era hablar a nombre de todos los descontentos del país, utilizó el teléfono establecido de tiempo atrás en el sitio denominado La Uribe y que le sirve a los dirigentes de las FARC para comunicarse periódicamente con la Presidencia de la República. Lograba así que esta guerrilla, que es sin duda la más numerosa, pero que se había mantenido silenciosa apareciera como solidaria con sus propuestas. Hubo en la opinión pública no poco estupor y una justificada inquietud al comprobarse que aún subsistían las condiciones de coacción moral que hacían imposible que ese diálogo pudiera realizarse.

En estas circunstancias, algunos de mis más entrañables amigos vislumbraron la posibilidad de ejercer buenos oficios para aprovechar la voluntad de diálogo que mostraba el M-19. El ex ministro Felio Andrade invocó nuestra vieja amistad para manifestar, en público, que estaba dispuesto a hablar "hasta con el diablo", si ello era necesario para conseguir mi liberación. Los guerrilleros le dieron a esta actitud una importancia máxima. Consideraron que ella era el principio de un camino que podría llevar a un solución satisfactoria.

Y esto me lo decían para contrariar mi convicción de que cualquier arreglo era imposible, Las noticias sobre las actuaciones, que Felio Andrade se me suministraban con asiduidad, no sólo para que yo consitruyera con ellas algún tipo de esperanza, sino con el fin de provocar de mi parte una reacción".

Uno de los apartes más interesantes del libro de Gómez, esta dedicado a una serie de consideraciones sobre el fenómeno del secuestro y su impacto en víctimas, victimarios y en la sociedad entera.

Puede afirmarse que el secuestro es un delito de reciente aparición en Colombia. Hasta hace una década su ocurrencia era excepcionalísima. Es una forma de criminalidad que tiene características singulares provenientes de la complejidad de su estructura. Se origina necesariamente en un proceso de premeditación y exige un ánimo delincuencial preexistente al acto del delito; ánimo que además, debe perdurar hasta cuando culmine una secuencia de hechos que no son aleatorios, sino que han debido ser exactamente programados. Es difícil encontrar otra forma de criminalidad que requiera tan continua presencia de la voluntad.

La índole de la delincuencia colombiana no llegaba usualmente a este grado de perversidad. En varias oportunidades hemos tenido ocasión de demostrar, con ejemplos tomados de testimonios de las distintas epocas que la criminalidad en nuestro país ha sido espontánea y preferentemente pasional, aun en los casos en que tuvo motivaciones políticas. Si ello fuese definitivamente comprobado, aligeraríamos la carga que los episodios de violencia han acumulado sobre la conciencia nacional. Si pudiéramos decir que la premeditación no es una característica dominante en la delincuencia, le quitaríamos un velo de oprobio a nuestra historia.

Yo pienso que esa afirmación es cierta. La violencia brota con la Independencia en torno a la lucha por el poder político. Los actos de fuerza, a partir de 1828 y durante todo el siglo XIX son crudelísimos, pero simples.Tienen un aterrador primitivismo. Pueden considerarse, la mayoría de ellos --y aunque esto parezca una contradicción en los términos--, como ingenuos actos de barbarie.

Sus consecuencias fueron desastrosas, pero sus motivaciones eran elementales, primarias, sin complejidad moral; con odio, sí, pero quizás sin perversidad.

El auge actual del secuestro en nuestro país proviene de una mentalidad bien distinta. No obedece a ímpetus temperamentales, sino a designios utilitarios. Es algo que no es ni puede ser espontáneo. No tiene ni puede invocar ningún atenuante. Provoca una larga premeditación, que debe ser colectiva, pues requiere contaminar la conciencia de otros para llegar a una asociación para delinquir, donde se exige el más alto grado de complicidad.

El secuestro, con todos sus horripilantes elementos, puede haber sido tan viejo como la humanidad. Figura ya en las teogonías primitivas de las civilizaciones más antiguas. Forma parte de la mitología clásica y de las iniciales epopeyas de nuestra cultura occidental. No fueron pocas las ventajas ni pequeños los privilegios que se arrancaban, unos a otros, los dioses del Olimpo, con el empleo arrogante, aunque no siempre impune, de esta forma de coacción. La Edad Media nos dejó innumerables relatos sobre los cautivos que fue preciso rescatar de manos de sus secuestradores, entre los cuales figuraban mercaderes, señores mobiliarios y alguno que otro rey. Se establecieron órdenes religiosas devotamente dedicadas a negociar la liberación de los prisioneros. Y hubo secuestros resonantes en el Renacimiento y durante las guerras de religión.

En los tres siglos siguientes, a medida que los Estados fueron consolidando su estructura y lograron imponer regímenes de derecho de general aceptación, la frecuencia de este recurso bárbaro disminuyó y en la era victoriana, parecía haber perdido definitivamente su importancia. En las útlimas décadas y como consecuencia de las aglomeraciones urbanas, esta refinada forma de terrorismo vuelve a aparecer. Primero se manifestó como simple delincuencia común, pero ahora se muestra como una creciete modalidad de acción política. Los secuetradores presumen ser los comandos militares de los partidos políticos extremistas.

La humanidad ha ido creando criterios cada vez más rígidos para reprimir el secuestro, que ha sido cotocado en el más alto nivel entre los males que perturban la organización social. Si bien los hechos creados terminan a veces por conseguir alguna condescendencia frente a las exigencias del secuestro, lo cierto es que no ha habido en el mundo, no podrá haber, un desfallecimiemo en los conceptos morales que lo condenan, por considerarlo como un mecanismo destructor de la civilización.

El delito del secuestro entraña necesariamente una amenaza de muerte para su víctima. En ello radica su eficacia. Quienes lo practican no pueden mostrar vacilación alguna sobre su voluntad de llegar a una solución extrema. Utilitariamente, su interés Se concentra entonces en ponderar el valor de la vida humana y, en especial, la de quien tengan en su poder. Previamente ellos han verificado que haya un interlocutor para el cual la existencia del secuestro presente una importancia primordial, sea por razones afectivas o familiares, sea en virtud de solidaridades políticas, de grupo, o simplemente económicas.

Pero cualesquiera que sean los propositos de los delincuentes o las razones de quienes deban considerar el rescate, el delito de secuestro pone de presente, en forma continua y dominante, los conceptos trascendentales de la vida y de la muerte. Ninguna de las personas involucradas en esa dura experiencia puede sustraerse a la consideración de este tema que llega a ser obsesionante, tanto para el secuestrado como para la víctima".--