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El caso de la familia del magistrado Jaime Arrubla demuestra que en la ley hay vacíos sobre cómo actuar ante un paciente con muerte cerebral. Existe un proyecto para los enfermos terminales que prohíbe el ensañamiento terapéutico, pero no cobija los estados de coma.

TRAGEDIA

Testimonio de una agonía

Hace dos semanas murió Consuelo Devis, una brillante abogada que estuvo en coma 14 años y ocho meses. Su esposo, el magistrado y expresidente de la Corte Suprema Jaime Arrubla, cuenta en primera persona cómo fue esa batalla.

26 de noviembre de 2011

¿Quién es Consuelo Devis Saavedra? Ella era hija de uno de los juristas más importantes que ha tenido este país, el profesor Hernando Devis Echandía, de Chaparral, Tolima. El autor del Código de Procedimiento Civil que está vigente. Y no solo el de acá; el de Panamá y el del Uruguay también. Era el jurista iberoamericano más importante en derecho procesal. El exdesignado Darío Echandía era su tío, fue su mentor y fue quien lo crio. Y su mamá era Nahir Saavedra, una reconocida parlamentaria boyacense que fue ponente del proyecto de ley que unificó los derechos del hombre y la mujer en el gobierno de Alfonso López Michelsen. Consuelo nació en ese hogar, en Bogotá. Estudió en la Universidad del Rosario, se graduó con honores en los ochenta, fue colegial mayor, la mejor estudiante de la Universidad y no es porque fuera mi esposa, pero era brillante. Donde estaba descollaba. Hoy sería fiscal, procuradora o magistrada de la Corte Constitucional.

Conocí a Consuelo cuando una alumna me la presentó en la cafetería de la Universidad Pontificia Bolivariana, donde siempre he dictado clases. Me flechó desde el primer momento.
Era hermosa. Una preciosa rubia de ojos verdes. Por esos días ella estaba en Medellín porque llevaba un pleito muy famoso de Bancolombia. Y a los dos años nos casamos. Ella tenía 26 y yo, 31.

Primero nació Jaime Esteban, después Cristina. Y cuando el niño tenía siete años ocurrió el accidente. Yo en ese entonces era profesor y me invitaron a dar una conferencia en la Cámara de Comercio de Santa Marta. Le dije a Consuelo: “Vámonos y pasamos el fin de semana rico”. Eso fue en marzo de 1997. Nos íbamos el jueves, la conferencia era el viernes y nos veníamos el domingo. Compré los tiquetes para todos, pero a último momento ella decidió quedarse con la niña, que tenía en ese momento 2 años, porque se sentía indispuesta. Yo me fui con Esteban.

Pasó una cosa muy extraña. Dicté mi conferencia y Consuelo nos llamó si digo que 20 veces me quedo corto. “Me están haciendo mucha falta”. “Quiero verlos”. “Tranquila que mañana vamos”, le decía yo. Adelanté el viaje y logré conseguir pasajes para el domingo en la mañana. En esos días ella se había ido con Cristina a nuestra finca en La Pintada. El domingo, antes de tomar el vuelo de regreso, hablé con ella y le advertí que no fuera a recogernos. Pero no hizo caso. Me cuentan los vecinos de la finca que ella salió muy temprano y les dijo: “Le voy a dar una sorpresa a Jaime. Me voy al aeropuerto”.

El accidente fue a las 11 de la mañana en la vía entre Caldas y Medellín. Cuando Esteban y yo llegamos a la casa sonó el teléfono y me dice una voz: “Téngase fino que le voy a dar una mala noticia”. Su esposa se estrelló. Su hija está en un centro clínico en Sabaneta y a su mujer no la recibimos porque su lesión era más grave. Salí a toda a recoger a mi niña. Y luego al policlínico de Medellín donde estaban atendiendo a Consuelo. El médico me dijo que tenía un trauma craneal severo y necesitaba una intervención quirúrgica inmediata. Como era domingo, buscamos una clínica donde hubiera un neurocirujano de turno y encontramos uno en Las Américas.

Estuvo casi tres semanas debatiéndose entre la vida y la muerte. Cuando salió de cuidados intensivos empezó a mover la mitad del cuerpo. Ya podía seguirme con la mirada y acariciar a los niños. Teníamos pronósticos optimistas.

Luego le hicieron procedimientos médicos que nos daban esperanza, pero Consuelo contrajo meningitis. Volvieron a hospitalizarla y el médico nos dijo que ya no había nada que hacer: que ella no era consciente y que no se recuperaría. Abría los ojos, pero no asociaba nada de lo que sucedía alrededor. En ese momento empezaron las decisiones difíciles.
Su padre y yo aceptamos el diagnóstico, pero su mamá siguió añorando un milagro. Por la habitación de mi esposa desfilaron desde especialistas traídos de Bogotá hasta charlatanes. ¡Qué no hicimos para encontrar una cura! Una vez estuvimos a punto de llevarla a Estados Unidos, pero nos dijeron que era una tontería después de que los neurólogos vieron los exámenes que les habíamos enviado.

Consuelo pasó ocho años en la casa hasta que me di cuenta de que era un error porque mis hijos estaban creciendo en un ambiente hospitalario. Entonces me la llevé a un centro especializado para que la cuidaran.

A veces me daba la impresión de que percibía lo que pasaba. Yo le decía: “Hola, Consuelo, ¿cómo estás?” y ella reaccionaba, en su rostro se asomaba una sonrisa. En mayo de 2010, cuando le conté que su mamá había muerto lloró durante dos días. Le rodaban lágrimas. Pero, insisto, quizás su sufrimiento eran elucubraciones mías. Uno no sabe hasta qué punto esto fue una reacción o un reflejo de un cerebro que quedó destruido.

Su salud se fue deteriorando. Primero colapsó su sistema de deglución. Llegué a pensar que dejar de comer era la única decisión que ella podía tomar, si es que tenía algún grado de conciencia.

Mi suegra siempre le hablaba y le ponía música. Le dedicó sus últimos años y es posible que su compañía haya sido una de las principales razones para que Consuelo resistiera tanto tiempo. Una vez el médico Santiago Rojas visitó a mi esposa y me dijo que ella no iba a descansar hasta que su mamá lo hiciera.

Lidiar con su dolor, con la incertidumbre de adivinar si todavía quedaba algo de ella y con sus crisis médicas fue muy difícil para la familia, especialmente cuando la teníamos en la casa. Los doctores no escatimaban en cualquier procedimiento extremo y heroico para aplazar su muerte y no afrontar esa responsabilidad. Cuando le daban infecciones la hospitalizaban en cuidados intensivos, pero eso, en mi opinión, es ensañamiento médico.

Para mis hijos no ha sido nada fácil. Cristina en ese entonces era pequeña y no entendía lo que había pasado. Hoy está en 11 y es la mejor estudiante de su curso. Esteban, que estudia Derecho en la Universidad Javeriana, es el que más ha reflexionado sobre el tema. En estos días dijo que desde hacía 14 años se acostaba todas las noches pensando que su mamá estaba sufriendo, y la primera vez que durmió tranquilo fue cuando supo que ya se había ido. Juan José, el hijo de Consuelo de un matrimonio anterior, tenía 12 años en el momento de la tragedia. Él logró hacer su duelo y me ayudó con el de sus hermanos.

Fue un proceso doloroso ver a Consuelo en ese estado de agonía constante. Cuando hay un enfermo en la familia ni el Día de la Madre, ni el cumpleaños, ni el grado son momentos felices. Quedarnos en la casa era injusto con mis hijos, pero irnos de vacaciones también era complicado porque sabíamos que ella se quedaba. Siempre nos preguntábamos cómo sería si hubiera estado ahí. Después de un accidente mortal se hace el duelo, pero en nuestro caso vivimos un duelo en conserva. Hay que buscar el lado bueno. No todo puede ser negativo, destructivo, ni nihilista. Lo positivo de todo esto es que somos una familia muy unida.

Todos los fines de semana íbamos a visitarla. El domingo, un día antes de su muerte, yo la sentí muy fría y la vi muy pálida. El lunes festivo 14 de noviembre también estuvimos con ella. Esteban tenía que volver a la universidad y Cristina tenía que ir a hacer tareas. Eran las seis de la tarde, así que ella y yo nos fuimos. Esteban se quedó porque tenía un presentimiento. En su último aliento, él y Juan José, estuvieron a su lado.

¿Qué me queda de todo esto? “Somos un soplo al viento, hoy estamos y mañana no”, como lo dijo Porfirio Barba Jacob.