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El presidente de l Consejo de Estado, Ramiro Saavedra, el presidente de la Corte Suprema, Yesid Ramírez, y el presidente del Consejo Superior de la Judicatura, José Alfredo Escobar, consideran que la última palabra en materia judicial le corresponde a la Corte Suprema y no a la Constitucional

Política

Todos contra todos

El pulso entre las Cortes se volvió un feroz cuadrilátero al que acaba de entrar el presidente Uribe. Todos pelean para ver quién manda a quién. El Congreso tiene la palabra.

30 de septiembre de 2006

Hablar de un 'choque de trenes' entre la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia se volvió un lugar común y repetido. Sin embargo, el tire y afloje pasó a mayores y la semana pasada se convirtió en una batalla campal a la que se sumaron nuevos peleadores. Comenzando por el presidente de la República, Álvaro Uribe, quien llamó al presidente de la Corte Suprema, Yesid Ramírez, para increparlo. Un hecho insólito y audaz, si se tiene en cuenta que la justicia es una rama independiente. Uribe no es el jefe de Ramírez para poderlo regañar.

El propio presidente de la Corte Suprema había lanzado la primera piedra. En una reveladora entrevista con María Isabel Rueda en SEMANA, Ramírez explotó y aceptó que se le había "llenado la copa" contra la Corte Constitucional y el gobierno. "La Corte Suprema ha venido guardando un silencio parecido a la estupidez", dijo sin recatos para abrirle la puerta a lo que él mismo llama, con sabor a presagio de nuevas confrontaciones, una "batalla por la dignidad".

Uribe y las Cortes no son los únicos enfrentados. El Consejo de Estado, la semana pasada, le pidió a la comisión de acusaciones de la Cámara investigar a los magistrados de la Corte Constitucional porque esta última, en defensa de su atribución de revisar las sentencias, cambió una decisión del Consejo. Los consejeros consideran que la Constitucional no tenía atribuciones para pronunciarse y que sus magistrados, en consecuencia, cometieron el delito de prevaricato (desconocer la ley).

El Consejo de Estado y el Congreso quedaron también, en consecuencia, trepados al ring. El panorama no podía ser más complejo: todos contra todos, en perjuicio de la imagen de la justicia. En realidad, detrás de este aterrador galimatías lo que hay es un problema técnico (quién tiene la última palabra en la administración de justicia), un conflicto de filosofías (hasta dónde debe llegar la tutela) y un pulso político (entre la Corte Constitucional y la Corte Suprema).

La determinación de la última instancia -la de mayor jerarquía- ha sido el famoso choque de trenes. Se inició hace 15 años, en la propia Asamblea Constituyente, cuando se produjo un complejo debate sobre las funciones de la nueva entidad -la Constitucional- que reemplazó a una sala de la Suprema. Lo que propicia la confrontación es la posibilidad de que los ciudadanos entablen tutelas para reclamar sus derechos al debido proceso, después de que ha habido un fallo supuestamente definitivo. ¿Tutelas contra sentencias? El debate ha sido largo y complejo. En síntesis, los que defienden que a la Corte Constitucional sí le corresponde esa atribución se basan en que se deben garantizar los derechos de los acusados y en que incluso la entidad suprema debe ser tutelada. Los que se oponen consideran que con este mecanismo nunca se terminan los procesos, no hay seguridad jurídica y se generaliza un caos cuando un juez o entidad de rango menor puede revisar una decisión de la institución de mayor jerarquía. En torno a estas dos posiciones, desde 1993 ha habido una larga cadena de proyectos de ley, decretos y discusiones. Pero la solución sigue pendiente.

El debate también tiene una connotación de principios. En particular, sobre los alcances de la tutela. Quienes defienden la posición de que la Constitucional no debe tutelar a la Suprema recogen en general preocupaciones sobre excesos en los que se habría podido incurrir con esta figura. Mencionan los casos de fallos de la Corte Constitucional anterior en materia económica, como el que tumbó el sistema Upac y el que determinó que los salarios en el sector público no se pueden aumentar por una cuantía inferior a la inflación. Esta corriente plantea una receta que incluye quitarle a la Corte Constitucional la facultad de pronunciarse sobre tutelas, y excluir de los alcances de esta figura a los asuntos económicos y sociales. En el otro lado de la cuerda, la visión anterior es considerada una gran conspiración contra la idea misma de la tutela. Un engaño para esconder una posición ideológica detrás de una aparente solución técnica.

Y finalmente hay una dimensión de soberbia institucional. Un pulso político entre las Cortes Constitucional y Suprema. Con la aparición de la primera perdió peso la segunda. La Corte Constitucional goza de simpatía entre la opinión pública porque defiende una Constitución que tiene una amplia carta de derechos. Su trabajo tiene más impacto en los medios y toca asuntos más cercanos a los ciudadanos. La Constitucional luce moderna al lado de la Honorable Corte Suprema de Justicia.

Este pulso se ha presentado en varios países donde se ha creado un tribunal dedicado a proteger la Constitución. Al fin y al cabo, el poder de este último es inmenso: determina el derecho, porque dice cuáles son los alcances de la Constitución y tumba a su criterio las normas que la contradicen. La Corte Suprema, por definición, actúa dentro de las leyes. En Colombia, eso significa que la Constitucional se mueve en terrenos fijados por la Asamblea Nacional Constituyente y la Suprema, por las decisiones del Congreso, que es el órgano encargado de legislar. Esta diferencia favorece la imagen de la primera como institución más moderna y progresista. Su margen de interpretación es mayor. Y además el impulso inicial -la Constitución de 1991, que es el marco de la Corte Constitucional- es más amplio y vanguardista que las leyes acumuladas durante años de trabajo legislativo, que demarcan los terrenos de acción de la Corte Suprema.

La disputa, sin embargo, no es entre buenos y malos sino entre los límites que dividen las atribuciones que las Cortes deben cumplir en forma complementaria. La semana pasada fueron radicados en el Congreso dos proyectos de acto legislativo con ese fin. Uno, por el gobierno. Y otro, por la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el Consejo de la Judicatura y la Fiscalía. Lo que en principio significa que el árbitro de la batalla campal será el Congreso.

Al contrario de lo que podría pensarse, no todo es pelea. Hay puntos de convergencia. Coinciden por ejemplo en la necesidad de ordenar las competencias: que las tutelas sólo puedan ser tramitadas por organismos de superior jerarquía. También, en que las tutelas sobre sentencias sólo puedan presentarse durante un período fijo, para fortalecer la seguridad jurídica. Y se identifican en que la figura sólo cabe cuando el ciudadano que alega violaciones al debido proceso ha manifestado su inconformidad durante este. Esto último, para evitar que la tutela se convierta siempre en una instancia adicional para los condenados.

A pesar del nada despreciable paquete de coincidencias, los dos proyectos se oponen en el nudo gordiano: el famoso choque de trenes. El proyecto de la Corte Suprema, Consejo de Estado, Consejo de la Judicatura y Fiscalía, establecería que las sentencias de las primeras dos no son tutelables sino la última palabra. Y agrega que la Corte Constitucional no puede recibir tutelas contra sentencias. En cambio, el gobierno propone, según anunció el presidente Uribe en su discurso de posesión, que la Constitucional tenga esa atribución.

El round definitivo se llevará a cabo en el poder Legislativo, en el cual el uribismo tiene mayorías. Esta posición gubernamental podría aspirar a contar con el apoyo de la oposición: el Partido Liberal y el Polo Democrático defendieron la tutela durante la última campaña electoral. Pero el debate será arduo y cualquier cosa puede pasar. Basta recordar que mientras el primer mandato de Uribe se inició con una guerra frontal entre el ministro Fernando Londoño y la Corte Constitucional, el segundo se bautizó con una discusión sin precedentes entre el Presidente de la República y la cabeza de la Corte Suprema.