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TOROS: SIN REMEDIO

En Colombia no hay toros, ni público, ni críticos. Balance de temporada por Antonio Caballero

30 de marzo de 1992

EN ESTA TEMPORADA DEL 92 el grito que más se oyó en las plazas de toros de Colombia no fue "¡ole!" sino "¡ganadero pícaro!". Es evidente que algo anda mal. Y el grito tiene razón en el sentido de que lo que anda mal son los toros, sin fuerzas, sin trapío, sin pitones, sin edad, sin casta.
Después de haber visto enteras las ferias de Cali y Manizales, casi completa (salvo las dos últimas tardes) la de Bogotá, y unas corridas sueltas en Medellín y Cartagena, lo que queda en la memoria del aficionado es una sucesión de novilladas. Con excepciones, claro está. En Cali, el cuajo impresionante de los toros de Fuentelapeña y de Clara Sierra, y la gran casta del de Ernesto Gutiérrez que se le fue vivo a César Rincón, y la bravura de los de Achury Viejo que le permitieron a Joselito sus dos faenas memorables. En Manizales, el parejo y bien armado encierro de La Carolina que le dio su gran triunfo a Enrique Ponce, y los toros de Ernesto González de la mejor tarde de Rincón. En Bogotá, el gran toro de Rocha que Rincón desperdició en su corrida en solitario de diciembre, y luego la excelente corrida de Garzón que supo cuajar Ponce. Pero muy poco más. Fue, globalmente hablando, una temporada de toros sin toros.
Es verdad que muchas veces la falta de toro "se presta al lucimiento", como dicen los taurinos. Así pudimos ver en Manizales una inolvidable faena de Juan Mora a un torete de Ernesto Gutiérrez, bondadosísimo y noblote, sí, pero que no era un toro de verdad ni tenía en consecuencia, la sombra de un peligro. Fue una faena prodigiosa,"de espejo": cuando el torero torea para el puro arte, pero no porque se haya "olvidado de que tiene cuerpo", como recomedaba Juan Belmonte, sino porque está, de verdad, sólo en el ruedo: sin toro. Vimos la hondura de Joselito en Cali, la gracia sin esfuerzo de Ponce en Manizales y en Bogotá. Vimos a Emilio Muñoz, también, en Bogotá, en una extraordinaria tanda de naturales de frente a un toro avacado de Ernesto González, y al propio Rincón dos o tres veces: especialmente en Cali, con su toro vivo, y en Manizales con otro de González en una tarde de inspiración y de dominio. Pero al mencionar a Rincón saltá, precisamente, lo que nos quedó faltando. Su toreo de poderío. Porque ver esa fuerza desperdiciándose ante novillotes adelantados como lo de Guachicono en Cali o El Encenillo en Cartagena, ante toritos con pitoncitos como pinzas de cangrejo, como los de Ernesto Gutiérrez en Manizales, o ante los descastados mansos de Chicalá en Medellín, o ante los seis animales sin transmisión escogidos por él mismo en seis ganaderías para su corrida en solitario de Bogotá, ver ese trueno de Rincón así desperdiciado, digo, era como verlo entrenarse ante vaquillas era las en una placita de tientas. Un tentadero es delicioso, sí: pero una corrida de toros es algo más: tiene toros.
Entonces ¿ganaderos pícaros? La cosa es más compleja. Podría pensarse en una cadena de picaresca: una,cadena que empieza en el torero pícaro que exige toros facilitos, sin pitones ni bravura pasa por el ganadero pícaro que se los fabrica así, el empresario pícaro que los compra en el campo de ese modo, el presidente pícaro que los deja pasar tal cual en la plaza, y termina en el crítico taurino pícaro que no denuncia todas esas picardías ante el público, que paga y traga. Serían ya muchos pícaros. Y aunque sin duda los hay, el asunto no es tan fácil.
Para empezar, al torero no le conviene ser pícaro por principio: a la larga, nadie volvería a molestarse en ir a verlo torear. Al ganadero tampoco le conviene criar animales de farsa. No se es ganadero por el dinero, que de antemano se presume (desde el siglo pasado decía Sánchez de Neira en su Gran Diccionario Tauromáquico que "siempre se ha tenido como axioma evidente que no debe ser dueño de torada el que no sea rico"), sino por la afición a los toros, o, en el peor de los casos, por el prestigio que da el criarlos bravos. Y en Colombia hay ganaderos de sobra: aunque sus camadas suelen ser bastante cortas, este año hubo toros suficientes para exportar dos docenas de corridas a Venezuela, Ecuador y Perú. No es necesario, pues, como proponen algunos, recurrir a los toros de los mafiosos, en la curiosa creencia de que estos van a resultar menos "pícaros" que los ganaderos tradicionales de las dos viejas asociaciones de Asolidia y Astolco. De manera que las razones de que los toros salgan malos en Colombia hay que buscarlas aguas abajo: en las empresas, en el público, y en la crítica.
Las empresas. Pero salvo la de Manizales, que funciona bastante bien las plazas de toros en Colombia están casi todas en manos de corporaciones sin ánimo de lucro. La de Cali la manejan como un reloj aficionados de verdad, que año tras año mantienen contentos a la vez a los toreros, a los ganaderos y al público. Pero el fallo está en las de Bogotá y Medellín, que en realidad son una sola, y que con demasiada frecuencia se dejan guiar por criterios de politiquería, de demagogia y de oportunismo -por lo demás, contradictorios entre sí: si por un lado la corporación irrita al público obligándolo a comprar entradas amarradas de dos en dos corridas, como en esas tiendas de acaparadores que no le venden leche sino al que compra fósforos, por el otro intenta halagarlo cambiando los carteles o las ganaderías al viento de sus veleidosos caprichos. Un ejemplo: tras mostrarse demasiado complaciente con el trapío de los toros de Vistahermosa y de Gutiérrez, y recibir unánimes protestas, la empresa de Bogotá decidió ser muy dura con el de los de Rocha y reemplazarlos por la corrida de los hermanos Garzón; con el resultado de que tuvo que remendar la temporada in extremis con toros de El Socorro, que según cuentan (esos yo no los vi) eran impresentables.
Y esto del trapío de los toros, y de los vaivenes de la empresa ante el capricho del público, rebota el problema al público mismo: el cual no sabe lo que quiere. Porque el trapío, que tantas polémicas despertó durante toda la temporada en el país, no es peso ni es tamaño, sino seriedad. Así, un toro de 430 kilos puede tener mejor trapío, ser más toro, que un buey de 600: un animal regordío que se cae o se ahoga cuando trata de embestir, si es que tadavía le quedan ganas para eso, como se derrumbaría él solito el Happy Lora si decidiera engordar para poder pelear por la corona de los pesos pesados.
Tampoco en las ganaderías hay en Colombia pesos pesados. El toro colombiano -el americano en general- tiene menos caja que el español, y en consecuencia le caben menos kilos: y a un toro los kilos que no le caben le sobran: los lleva a cuestas, como un fardo. Por eso pueden salir a las plazas colombianas toros muy gordos, pero no toros como los que presentan en Madrid o en el norte de España. Los ganaderos los engordan porque así los pide la empresa para halagar al público, el cual cree estar viendo así toros de verdad, cuando en realidad lo que tiene delante son morsas de circo. No ve el trapío porque lo ciegan los kilos, de la misma manera que prefiere la temeridad circense de una larga cambiada de rodillas al valor verdadero de un pase natural cargando la suerte, y por las mismas razones que lo hacen confundir el arte con los adornos. En resumen: es un público que no sabe. Y es natural: si saben poco los públicos de Sevilla o de Madrid, donde se dan 50 corridas anuales, sin contar las de los pueblos circundantes, menos pueden saber los de Bogotá o Manizales que no van a los toros sino cinco o seis veces cada año.
Con lo cual llegamos al extremo final de la cadena: la crítica taurina, que debiera ser la encargada de educar al público: es decir, de decirle lo que es.
En Colombia, con la milagrosa excepción de César Rincón, no hay buenos toreros porque no hay buenos toros; y no hay buenos toros porque no hay buenas empresas; y no hay buenas empresas porque no hay buen público. Pero lo más grave de todo es que no hay buen público porque no le enseñan bien: no hay buena crítica. ¿Críticos pícaros, entonces? En esta temporada eso se dijo mucho: lo afirmó el torero Emilio Muñoz en Cali, lo reiteró el veterano crítico Ro-Zeta en su columna de El Tiempo. Yo no sabría decir si la crítica es mala -es decir, induce al público en, error- por venal y corrupta, como tantas otras cosas en Colombia. Pero sí me consta que es mala porque muchísimas veces lo que los críticos dicen, de los toreros o de los toros o de las empresas, o inclusive del público, no concuerda con lo que de verdad piensan. Y me consta porque, cuando se habla con ellos en privado, siempre resulta que todos saben mucho más de lo que escriben.
Otros sabemos mucho menos, ya lo sé. Pero sólo pretendemos hacer literatura. -