Home

Nación

Artículo

El día que ocurrió la tragedia, en el barrio se celebraban primeras comuniones. | Foto: Foto: EFE.

LLUVIAS

Tragedia en Bello: no fue solo culpa del invierno

Al parecer el desastre se originó en las filtraciones de agua de un lavadero de carros en la parte alta de la montaña, en la margen izquierda de la autopista Medellín Bogotá, donde además funcionaba un estacionamiento de vehículos de carga.

José Alejandro Castaño
13 de diciembre de 2010

El pantano que escurre la montaña en el sector de Calle Vieja, en Bello, al norte del Valle de Aburrá, hiede a muerte. Los gallinazos sobrevuelan el cielo en círculos, espantados por el tropel de las nueve retroexcavadoras que horadan la montaña tratando de encontrar el resto de las casi cien víctimas del alud del pasado 5 de diciembre. Las autoridades ya establecieron un plazo: hasta el próximo miércoles en la noche insistirán en recuperar los cuerpos que aún faltan, después de esa fecha puede ocurrir que todo el lugar sea declarado camposanto y los sobrevivientes que ahora esperan noticias de sus parientes deberán resignarse a dejarlos allí, sin un velorio, sin otro lugar a dónde llevarlos.

Aunque todo parece indicar que se trata de la tragedia más dolorosa de este invierno atroz, un informe preliminar de las autoridades concluye que el alud que sepultó entre 38 y 40 casas no fue culpa de las peores lluvias que han azotado a Medellín y su área metropolitana en veinte años, no del todo. Al parecer el desastre se originó en las filtraciones de agua de un lavadero de carros en la parte alta de la montaña, en la margen izquierda de la autopista Medellín Bogotá, donde además funcionaba un estacionamiento de vehículos de carga. “El suelo era falso. Estaba hecho sobre escombros que se acumularon después de que la ladera fue explotada como cantera”, advierte un geólogo.

Esa circunstancia, sumada a las intensas lluvias de las últimas semanas, fue una carga explosiva cuyo cronómetro llegó a ceros en un día soleado, justo el primer domingo de diciembre en que todos estaban de fiesta por la Primera Comunión de muchos de sus niños. Eso agigantó la tragedia. A las 2:13 p.m., un minuto antes de que el alud se desgajara de la parte alta, el barrio era una algarabía de voces y equipos de sonido con canciones a todo volumen. Si alguien, incluso con el tiempo suficiente para una evacuación repentina, hubiera llegado con un megáfono a advertirles del peligro inminente, la gente de Calle Vieja lo habría tomado por loco. ¿Cuál avalancha en un día tan bonito, sin lluvia, el sol resplandeciente, el cielo tan azul?

Luis Fernando Calderón, de 34 años, albañil de profesión, estaba jugando fútbol cuando todo ocurrió. No es verdad, dice él, que alguien, ni siquiera una sola vez, les hubiera dicho que estaban en peligro. No es verdad, repite, y aprieta la cara como un puño. La cuadra donde él pateaba un balón desinflado con su amigo Andrés Ciro fue justo el límite por donde el resto del barrio corrió calle abajo. “Primero fue la explosión, después el polvo. Después nada”, cuenta el hombre. Algo recuerda con precisión, un detalle: todo quedó mudo unos segundos: la música, la gente, los perros, él mismo. Después fue el aullido de los vivos, tropel de pasos, maldiciones, vecinos llamándose a los gritos, desespero.

Luis Fernando corrió hasta su casa pero el mundo era ya un borrón de pantano y nada estaba en su lugar, ni calles ni muros ni techos ni balcones ni escalas ni árboles ni ventanas ni aceras ni postes de la luz. Nada. Un hombre y su perro quedaron arriba de la cresta de lodo, los cuerpos descoyuntados. Él todavía busca a su mujer, Marinela Jaramillo, de 30 años, y a su hija Ana María, de 11. A falta de otra cosa, de una herramienta, un trozo de algo, lo que fuera, los sobrevivientes comenzaron a cavar el suelo con las manos. Se imaginaban que ahí, donde se suponía que estaban sus casas, todavía encontrarían a los suyos. Solo nueve personas, de las casi cien que habrían sido embestidas por el alud, fueron rescatadas con vida.

Una semana después, al menos treinta habitantes del barrio aún siguen atrapados, incluso pese a los brazos mecánicos de las retroexcavadoras que levantan jirones de casas en cada intento, de muebles, de ropa, de enseres que los sobrevivientes identifican a la distancia como suyos y agitan los brazos para que los obreros insistan allí, donde un hombre perdió a su esposa y a sus hijas, una anciana a sus nietos y a su yerno, un mujer a su hermana y sus sobrinos, una niña a sus padres. Y a veces pasa que las máquinas de pronto se detienen de súbito porque entre los restos aparece el gesto de un muerto, alguna mano en alto, señalando el lugar de su tragedia.

¿Pudo evitarse tanto dolor?

Durante su visita a Calle Vieja, después de oír el informe de los geólogos de Ingeominas, el presidente Juan Manuel Santos sentenció lo ocurrido con un lugar común, una frase de cajón que sonó como una reprimenda: que aquello era la crónica de una tragedia anunciada. Y lo fue.

Hace cinco años, hace tanto tiempo, la Corporación Autónoma Regional del Centro de Antioquia, Corantioquia, la máxima autoridad ambiental del departamento, lo dijo así de claro, refiriéndose a la zona donde ahora el pantano hiede a muerte: “en el sitio no se observa un manejo adecuado de las aguas de escorrentía para períodos críticos invernales, que por lo tanto es factible que se presente una filtración de aguas, saturación del terreno, generación de empujes hidrostáticos y movimiento en masa hacia el sector de Calle Vieja”. Lo único que no pudo prever un documento tan exacto fue la fecha y la hora de la tragedia, que ocurrió tal cual.

La sentencia del Presidente, quien conoció el documento de Corantioquia durante su visita a Bello, no cayó bien entre las autoridades de ese municipio, cuya administración actual ha buscado marcar una distancia de las que la antecedieron, algunas involucradas en escándalos por despilfarro de dineros públicos, entre ellos, precisamente, la compra irregular de terrenos para construcción de viviendas de interés social que debían beneficiar a familias en zonas de alto riesgo.

En septiembre de 2001, un fiscal de la Unidad Nacional Anticorrupción profirió resolución de acusación en contra de un ex alcalde del municipio, Rodrigo Alberto Arango Cadavid, como coautor del delito de peculado por apropiación. De acuerdo con las autoridades, en noviembre de 1998, Arango Cadavid adquirió varios lotes e inmuebles para el municipio por un valor superior a los 4 mil 500 millones de pesos con evidentes sobrecostos, en algunos casos del doble del valor comercial. “Lo que hemos visto aquí es una cadena de desaciertos acumulados en años de mala gestión pública”, afirmó un alto funcionario del gobierno durante la visita del Presidente Santos al sitio de la tragedia.

No todos los desaciertos parecen atribuibles a alcaldías pasadas. Hace solo unos días, un noticiero regional advertía del peligro de parqueadero de camiones en la parte alta del barrio y algunos de los entrevistados ahora aparecen en la lista de desaparecidos. ¿Por qué no se hizo nada entonces?

El Alcalde de Bello, Óscar Andrés Pérez, admite que el municipio no tiene suficientes recursos para reubicar a las más de cinco mil familias que están en zonas de riesgo en las faldas del municipio. “Somos conscientes del peligro, pero la solución no es sacar a la gente de sus casas a la fuerza”, le dijo el funcionario a los medios de comunicación que lo abordaron en medio del lodazal un día después, cuando los esfuerzos, la prisa, el ruido de las sirenas eran ya inútiles.

En eso consiste la miseria, cree Adelina Bohórquez, vecina del agente Joaquín Rojas, quien perdió en el alud a sus hijos Maicol, de 8 años, y Paulo Andrés, de 4, lo mismo que a sus sobrinos, Camilo, de 13, y Juan José, de 7. “Que cuando el pobre tiene qué correr, ya no le alcanza”, dice la mujer, quien perdió a su esposo, a su hijo mayor, y a dos de sus nietos. Ella se salvó porque estaba trabajando en el Casino Bolívar, en el centro de Medellín. Nadie envidia su suerte.