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Una roca con la fecha trágica del 31 de marzo de 2017, permanece en el lugar de la tragedia. | Foto: Carlos Julio Martínez

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San Antonio, donde empezó la tragedia

Cinco días después de la tragedia, los enviados de Semana.com volvieron a recorrer la zona de desastre y llegaron hasta la primera vereda que se encontró la avalancha, a donde las ayudas del gobierno ni siquiera han llegado.

Rodrigo Urrego*
6 de abril de 2017

Desde la noche del viernes 31 de marzo, Mocoa no solo quedó en tinieblas, y con 17 de sus barrios sepultados, convertidos en una playa de lodo y piedra. La capital del Putumayo también quedó en silencio profundo. Las noches se hacen largas para sus habitantes, muchos de ellos sobrevivientes a la mayor catástrofe natural que ha vivido el departamento con más ríos en Colombia. Hay miedo para cerrar los ojos, la última vez que lo hicieron despertaron en la calle vestidos de barro de la punta de los pies hasta la cabeza.

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Mocoa tardará en reponerse, pero en el quinto día después de la catástrofe, ha empezado a romper su silencio. A la zona de desastre, los sobrevivientes que se guarecen en los albergues regresan al lugar donde hasta hace poco tenían sus casas, para recuperar lo poco que quedó, y para custodiarla de los otros buitres que han aparecido, esos saqueadores que aprovechan la tragedia para llevarse las pertenencias ajenas. Hasta el miércoles, nueve ladrones han sido detenidos, según se oyó en un radio teléfono de una patrulla de la Policía.

En el barrio San Miguel, el más golpeado por la avalancha, se siguen sucediendo secuencias del éxodo masivo. Decenas de personas continúan atravesando el barro y escalando rocas con pesadas pertenencias sobre sus lomos. Unos las conducen para guardarlas temporalmente donde amigos y familiares, otros las llevan con la intención de no regresar jamás.

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Los días de intenso verano que sucedieron a la tragedia, parece que hubieran sido una inyección de ánimo. Muchos vecinos se han reencontrado, y ahora pululan los relatos sobre el milagro al que atribuyen estar con vida, y tener la oportunidad para comenzarla nuevamente. La que no tuvieron 301 personas, según los informes oficiales a la noche del miércoles.

Albeiro reparte su tiempo entre cuidar la casa de su madre, la única de la familia que despareció en las aguas que rompieron el cauce del Río Mocoa, y treparse a los postes para reconectar la electricidad. Es funcionario de la Empresa de Energía del Putumayo, y sobreviviente a la tragedia. Tras el duelo tiene la función de acabar con las noches en tiniebla de Mocoa.

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La casa que custodia en las mañanas, la de su madre, es de las pocas que lograron quedar en pie. En la segunda planta fue donde toda su familia, y sus vecinos encontraron la salvación. Subieron una escalera de madera cuando el agua no dejaba ver, y anticipaba la avalancha que vendría minutos después.

Mientras escuchaban como la tierra temblaba, la madre de Albeiro ayudó a subir a los vecinos, pero no alcanzó a llegar al último escalón. En la casa la avalancha se partió y pasó por los lados, y los que alcanzaron a llegar a la terraza aguantaron los once minutos que duró el paso de la muerte en forma de lodo. “Un milagro”, dice Albeiro, que consiguió salvar a su esposa y su bebé de meses.

Luis Eduardo, de 66 años, también ha roto su silencio. Pero los ojos se le encharcan frente a la casa de su hermana, a quien el agua la sacó por una ventana. La casa también quedó en pie, y la puerta cerrada con llave.

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Este hombre, que no ha podido encontrar a su hermana desaparecida, llegó para cuidar las pertenencias que siguen dentro de la casa, y que se ven por una ventana. “Ella levantaba la manita pidiendo ayuda, pero quién la iba a poder ayudar”, dice con la voz entrecortada. Recuerda que hace 47 años, también de noche, pasó lo mismo. Pero Mocoa no tenía ni la mitad de la población de hoy, y la zona de desastre de hoy no había sido poblada.

Luis Eduardo busca a su hermana desaparecida.

San Miguel ha sido el nombre más mencionado por estos días. Fue el primer barrio con el que se encontró la avalancha, y donde no hubo margen de maniobra. Pero sus habitantes no fueron los primeros damnificados.

Varios kilómetros arriba, y a poco más de una hora de camino a pie, se encuentra la vereda San Antonio, en la mitad de un elevado cerro. Allí fueron los primeros en oír el bramido de las rocas que empezaban a desplomarse las montañas.

Nelson Gómez, nariñense, pero habitante de la vereda desde hace más de 10 años, se ofrece a guiar el recorrido por el lugar preciso donde empezó la tragedia que tiene de luto a todo el país. Coincide en que la catástrofe estaba anunciada, pues dice que desde hace días la quebrada Taruca se represó, y como el aguacero fue como el diluvio universal, esta se desbordó. Ahí empezó a tomar forma el monstruo que sepultaría medio Mocoa.

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Agarró fuerza y velocidad cientos de metros abajo, en la quebrada La Taruquita, y provocó su desbordamiento. De ese lugar subsisten muchos habitantes de San Antonio, gracias a la extracción de arena. Hasta 300 viajes del material se llegan a sacar. Para ello, y durante años, dinamitan el terreno, circunstancia que provoca que la tierra se abra, y que probablemente haya sido una de tantas causas de tragedia.

Vidal fue el primer sobreviviente, dice Nelson frente a la casa de su vecino, la más elevada de la vereda. El agua aún sin lodo lo alertó. Se montó en su carro y bajó por la carretera destapada. Conducía a una velocidad de 80 kilómetros cuando la avalancha ya estaba a centímetros del vehículo. Encontró otra carreta a su izquierda y giró el timón. La avalancha siguió de largo. Fue el primer milagro. Tenía un establo con dos caballos, un toro y tres terneros. Solo un equino se salvó.

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José Luis Rosero, de 31 años, estaba en la puerta de su casa mirando el atardecer del miércoles. Relata que el agua rompió los vidrios de las ventanas, y en ese momento las ocho personas que integran su familia se subieron a la montaña. Durante unos diez minutos, dice, vieron pasar la avalancha a centímetros. Segundo milagro. La siguientes dos casas fueron arrasadas por el mar de lodo, cuatro personas murieron.

En la mañana del miércoles, en la cancha de baloncesto de la vereda, una especie de concha techada con una gradería de siete peldaños, se instaló un improvisado albergue, donde se reunieron 93 personas.

Sara, estudiante de Medicina en la Universidad del Tolima, aprovechó que su papá es rector de un colegio en Ibagué para usar sus instalaciones como un centro de acopio. Llegaron ayudas, pero no las suficientes. Igual viajó por tierra a Mocoa, el domingo a las 4:00 de la mañana, recorrió todos los barrios por donde pasó la avalancha hasta que llegó a San Antonio.

“La sorpresa y la decepción fue oír al Presidente de la República decir que a los damnificados no les faltaba nada, pero en esta vereda la gente se estaba muriendo de hambre”, dice Sara al relatar lo primero con lo que se encontró. “La gente está sola, duerme en el piso. Estoy segura que los muertos de esta vereda no los están contando. Pregúnteles a ellos, aquí no ha venido nadie del gobierno”.



A ese mismo lugar llegó en su camioneta, desde Bogotá, Diego Espinel. Un ingeniero civil que tan pronto conoció de la avalancha creó un grupo de WathsApp entre sus contactos proponiendo una colecta para ayudar a los damnificados. Todos dijeron que sí, pero a la hora de la verdad quedó solo. Igual, nada lo detuvo. “Falta más solidaridad. Muchos critican a los cristianos pero ellos son los que más han ayudado”.

También llegó Jorge Amado, comerciante, desde Bucaramanga. Es cristiano y dice que en este momento debía seguir el ejemplo de Jesucristo, servir al que lo necesita.

Alejandra Delgado es de Mocoa, y psicóloga de profesión. Trabaja en el hospital José María Hernández, el que recibió a los heridos por la avalancha. “Fui a buscar todos los albergues, hasta llegar a San Antonio, que estaba abandonado. No se cuenta con el apoyo suficiente, y es más lo que ha hecho la comunidad. En Mocoa el número de damnificados es muy grande, y la cantidad de muertos y desaparecidos no es real”.


Alejandra Delgado, Sara, Diego Espinel y Jorge Amado, en el albergue de San Antonio.

Estos cuatro ángeles, como se llaman unos a otros, apenas se conocieron este miércoles, cuando llevaron ropa, varios galones de agua, comida, y una mano solidaria a San Antonio. El lugar donde todo empezó, donde se produjo los primeros milagros, donde también se apagaron las primeras vidas. Cinco días después de la noche del 31 de marzo de 2017, a los sobrevivientes de esta vereda nadie los ha censado.

*Enviado especial de Semana.com

*Fotografías de Carlos Julio Martínez / SEMANA