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| Foto: Centro de Memoria Histórica

CRÓNICA

Tras la huella de los años del miedo

Más de cien investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica recorren el país con el propósito de reconstruir la historia de las víctimas del conflicto y de las comunidades que vivieron durante años bajo el dominio de los actores armados.

José Navia
18 de diciembre de 2013

*Publicada originalmente en COLPRENSA

A medida que el bus se acerca al área urbana de San Carlos, Lina María Díaz comienza a ver por la ventanilla los rastros de las casas abandonadas por los campesinos. Algunas de las viviendas están en ruinas, devoradas por la maleza. Paredes destruidas. Techos a punto de caerse. En su huida, algunos alcanzaron a amarrar las puertas con alambre o con cadenas y candados. 

El bus había salido de Medellín a las cinco de la mañana. Entre los pasajeros, además de Lina María Díaz, viajaba el resto del equipo de investigadores del Grupo de Memoria Histórica, creado en el 2005 como parte de la política oficial de reparación a las víctimas del conflicto. En 2011, pasó a llamarse Centro Nacional de Memoria Histórica. 

Ese organismo, adscrito al departamento para la Prosperidad Social, tiene unos 22 grupos de investigadores sociales que trabajan en diferentes regiones del país. Son un ejército de antropólogos, sociólogos, sicólogos y otros profesionales a quienes les preocupa que el país se olvide del daño que causó la guerra, especialmente en las comunidades campesinas. 

Precisamente, el viaje al municipio de San Carlos tenía como propósito reconstruir, mediante documentos y testimonios, la historia de las víctimas del conflicto armado en esa región. Esta idea está consignada en la legislación colombiana como parte de la reparación integral y el derecho a la verdad que les otorga la Ley a las víctimas de guerrilleros, paramilitares y del Estado. 

En los días previos al viaje, Lina María Díaz, recién egresada de la facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional, leyó todo lo que encontró sobre la violencia que había afectado, especialmente en los últimos treinta años, a San Carlos y al resto del oriente de Antioquia. 

El viaje demoró unas cinco horas, debido a la falta de pavimento en buena parte de la carretera. En el paradero del bus los esperaba Pastora Mira, una líder que ha sufrido los rigores del conflicto: le mataron al papá durante La Violencia de los años 50. Medio siglo después los paramilitares asesinaron a dos de sus hijos. 

Pastora Mira y otros líderes de las víctimas les mostraron a los funcionarios del Grupo de Memoria el edificio que les sirvió de cuartel a los paramilitares durante unos cinco años. Allí torturaban y asesinaban a quienes consideraban cercanos a la guerrilla. A los recién llegados les llamó la atención que el lugar estuviera ubicado a dos cuadras de la estación de Policía. 

También les contaron que, entre 1998 y 2005, paramilitares y guerrilleros mataron a 219 personas en 32 masacres. Además, en ese mismo lapso, los dos bandos asesinaron a 126 personas en forma selectiva. Los muertos aparecían en cualquier parte. El miedo se instaló en el área urbana y en las veredas. Unas 20 mil personas, el 80 por ciento de los habitantes, se desplazaron de ese municipio. 

Cuando terminaron el recorrido por los sitios macabros, los representantes de las víctimas llevaron a los investigadores sociales a pasear a los charcos de aguas diáfanas que son el orgullo turístico del pueblo. Nadie se atrevía a visitarlos durante los años del terror. Ahora la comunidad había comenzado a recuperarlos para que regresaran los turistas. 

Durante los siguientes dos años, Lina María Díaz y los demás miembros del equipo de investigadores establecieron fuertes lazos de confianza con los habitantes de San Carlos. Así  pudieron reconstruir la historia de horror que vivieron en esta población las víctimas de los grupos armados ilegales. 

Al final, publicaron un libro de 448 páginas en el aparecen relatos sobrecogedores de las víctimas y un panorama con cifras y datos que dan cuenta del accionar de guerrilleros y paramilitares en este municipio, ubicado a 120 kilómetros de Medellín.  

Trabajos como estos son realizados por más de cien investigadores adscritos al Centro Nacional de Memoria Histórica, cuya sede principal funciona en una casona cerca del parque Nacional, en el oriente de Bogotá. Algunos de estos profesionales, como Lina María Díaz, se han formado al lado experimentados investigadores sociales, como el director del centro, el abogado y filósofo tolimense, Gonzalo Sánchez, quien tiene un máster de la universidad de Essex, Inglaterra y un Ph.D en sociología política de la Escuela de Altos Estudios de París. 

El Centro también ha publicado libros con los resultados de las investigaciones en El Placer y El Tigre (Putumayo), Rincón del mar y La libertad (Montes de María), el conflicto por la tierra en el Cauca y la costa Caribe y el informe Basta ya, entre otros. 

Angélica Barrantes Reyes, directora del área de Construcción de la memoria histórica, explica que esta labor, además de ser una de las cinco medidas de reparación, busca dignificar a las víctimas, reconocerlas como tales y decirles que su experiencia, dolorosa y trágica, necesita ser contada a los colombianos. 

Por esa razón, el Centro de Memoria Histórica también aporta recomendaciones para que la comunidad, las entidades del Estado o las organizaciones no gubernamentales construyan alarmas o generen movimientos sociales que impidan que esos hechos vuelvan a repetirse. 

Hallazgos macabros

Cada investigación requiere, en promedio, uno o dos años. Durante ese tiempo, los investigadores se convierten en parte de la comunidad. Acompañan por temporadas a las víctimas en sus jornadas de trabajo, en reuniones sociales y familiares, charlan con ellos durante muchas horas y realizan talleres para que comiencen a organizar los recuerdos que los han atormentado por tantos años. 

En uno de los primeros trabajos, por ejemplo, los habitantes de El Tigre garrapatearon el mapa de su pueblo en un pliego de papel y sobre este reconstruyeron la masacre del 9 de enero de 1999. Pintaron los cuerpos de algunos de los muertos formando un círculo, tal como los dejaron los paramilitares en la salida de ese caserío hacia La Hormiga.

También dibujaron el tanque de gasolina que los paramilitares intentaron hacer explotar, las cuatro casas incendiadas y los puntos donde fueron asesinados algunos de los habitantes más conocidos. 

Era un sábado. Los billares y cantinas estaban llenos. Hacia las once de la noche, unos 150 hombres de la Autodefensas Unidas de Colombia irrumpieron en esa inspección del municipio del Valle del Guamuez, mataron a 28 personas y desaparecieron a otras 14. Los investigadores del Centro Nacional de Memoria recogieron testimonios, según los cuales, a  algunas de las víctimas les abrieron el pecho con hachas y cuchillos y los lanzaron al río Guamuez. A otros les “contaban de uno a tres, y el tres era muerto”, dice uno de los relatos. 

Con historias como estas se encuentran los investigadores en los lugares que visitan. El choque con el horror que vivieron comunidades enteras es tan fuerte que algunos de ellos tienen crisis emocionales. 

Lina María Díaz afirma que mientras están en las zonas de trabajo, la fortaleza que tienen las víctimas para superar su tragedia les ayuda, a ella y a sus compañeros, a mantenerse firmes. Sin embargo, ella siente que comienza a flaquear cuando llega a Bogotá y se enfrenta a los testimonios de las personas con las que compartieron durante varios días.

“Una vez estaba desgrabando un testimonio y comencé a llorar muchísimo”, confiesa Lina María Díaz. Se trataba del caso de Lilia Rosa Mesa, una mujer de San Carlos, a quien los paramilitares le secuestraron a su hija de 14 años, la violaron durante tres días, la mataron y luego desaparecieron el cadáver. Su padrastro la había acusado de colaborar con la guerrilla en venganza porque la niña no se dejó violar. 

“A mí me impactó constatar la magnitud del arrasamiento, de la devastación del conflicto. Conocer esa realidad es una interpelación ética a cada colombiano como ciudadano ¿cómo no vimos esto?, ¿cómo ocurrió tanto horror sin que nadie hiciera nada?”, dice el sociólogo Andrés Suárez, quien ha participado en los casos de Trujillo, El Salado, Remedios y Segovia. 

Suárez también se declara conmocionado por la violencia diaria que se instaló en los pueblos y que los paramilitares ejercieron durante años, hora tras hora, sin que el país reaccionara. Mientras los colombianos de las grandes ciudades llevaban una vida normal, los habitantes de cientos de municipios sufrían la violación de las mujeres, desapariciones, asesinatos selectivos y vivían bajo “normas”, cuyo incumplimiento podía acarrear la muerte, como permanecer en la calle después de las siete de la noche. 

“El simple hecho de que a alguien le tocaran la puerta de noche era motivo de terror porque podía ser que iban por esa persona”, dice Suárez, quien encontró en diferentes lugares la existencia de una camioneta que recorría de noche los pueblos. Las personas que se llevaban en ese carro no volvían a aparecer. 

En algunos sitios la gente bautizó la camioneta con nombres como la muerte, la parca o la última lágrima. 

La antropóloga Camila Medina también forma parte del grupo de investigadores del Centro Nacional de Memoria. Tiene una maestría en Ciencia Política y ha trabajado, especialmente, el tema de mujeres y guerra. 

Ella encontró casos estremecedores, como el que le contaron en El Placer, un caserío del sur del Putumayo. Allí los paramilitares instalaron su cuartel general y dos bases de entrenamiento luego de masacrar a once personas el 7 de noviembre de 1999. Controlaban absolutamente todo, el transporte, los cultivos de coca, y hasta la prostitución en los 13 ‘chongos’ del pueblo. En uno de estos sitios los ‘paras’ acusaron a seis mujeres de ser portadoras de Sida. Las llevaron a un puente sobre el río Guamuez, las mataron y las tiraron a la corriente. 

El frecuente avistamiento de cadáveres en el río hizo que los habitantes de los caseríos ribereños no volvieran a tomar agua del Guamuez. Los hombres suspendieron la pesca, lo que ocasionó un problema económico pues dependían de esa actividad.

Lincharon a Diomedes  

A pesar del terror que impusieron los grupos armados ilegales, los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica realizaron sorprendentes hallazgos de mecanismos de resistencia por parte de la comunidad o de personas que arriesgaron su vida frente al poder de los armados. 

Uno de esos casos ocurrió en El Tigre, donde algunas personas, sobre todo mujeres, rescataron cadáveres del río y les cosieron el pecho, abierto a cuchillo por los paramilitares, para entregárselos a sus familiares. Esto, a pesar de que los ‘paras’ les advirtieron que volverían en 24 horas para acabar con lo que quedaba del pueblo.

En San Carlos fue el sacerdote quien un día llamó a la gente por la emisora comunitaria para que saliera a impedir el asesinato de un joven al que le habían arrancado una oreja y lo arrastraban por la calle. El cura iba delante con la custodia en alto. Lo gente lo acompañó, pero no pudo impedir el crimen. Al menos “no lo lograron desaparecer”, dijo uno de los testigos. 

En otros casos, la indignación de la comunidad llegó al límite, como en La Libertad, un caserío de los Montes de María. En ese corregimiento, durante los estertores del dominio paramilitar, un mando medio recién ascendido, de nombre Diomedes, trató de matar a un muchacho. El joven lo había mirado mal durante una fiesta. De repente, la gente, enardecida, se armó con lo que pudo y mató al jefe paramilitar. 

Ejemplos similares se dieron en todo el país: las mujeres de Valle encantado fueron al monte a rescatar a sus hijos reclutados por don Berna; los habitantes de Trujillo denunciaron las matanzas hasta lograr ser escuchados; una profesora de San Carlos se comió una hoja de cuaderno con la lista de los que iban a matar; los jóvenes del Carmen de Bolívar proyectaban cine en las calles para ahuyentar el miedo a la noche, y cientos de familiares de desaparecidos persistieron hasta hallar, al menos, los sitios donde fueron sepultados sus seres queridos. Esas son las memorias que recoge el Centro Nacional de Memoria Histórica con la esperanza de las vivencias trágicas de esos años de terror no se repitan.