Home

Nación

Artículo

TESTIMONIO

Tres años sin Ingrid

SEMANA publica un capítulo del libro 'Buscando a Ingrid',

Juan Carlos Lecompte.
30 de enero de 2005

EN OCTUBRE DE 2002, REcién llegado a Colombia de mi primera gira por Europa, me concedieron una cita, que solicité con anticipación al recién posesionado presidente Álvaro Uribe. Llegué puntual a las 10 de la mañana, y, cosa rara en mí, llevaba puesto vestido entero y corbata. Tenía claros y bien repasados los únicos dos puntos que necesitaba tratar con él, los dos que habían quedado, por esenciales, después de descartar muchos otros. -Presidente -le dije-, bajo ningún punto de vista vamos a autorizar un rescate por la vía militar. Esa es la postura oficial de la familia.

Este aspecto era particularmente importante ya que dos meses atrás, cuando el presidente Uribe llevaba apenas unos días de posesionado, su ministro del Interior, Fernando Londoño, se había comunicado con Astrid. -Llamo para informarle que Ingrid y Clara Rojas han sido localizadas, y queremos pedirle permiso a la familia para un rescate militar -le dijo-. Creemos que las posibilidades de éxito son altas. En esa ocasión, Astrid le respondió con un no rotundo. -Tal vez usted no sepa -le dijo entonces el ministro-, pero la familia de Clara Rojas fue consultada antes, y ya dio la autorización.

Se había creado así una situación delicada y contradictoria: la familia de una de las secuestradas aceptaba mientras que la de la otra no. Nunca supimos qué sucedió, si no era cierto que el gobierno las tuviera ubicadas, si no actuó por atenerse a nuestras indicaciones, o si la guerrilla cambió de lugar a las secuestradas y el gobierno les perdió la pista. Una sola cosa quedó clara de todo esto: si le dejábamos las manos libres al gobierno, actuaría apenas se le presentara la oportunidad, con un altísimo riesgo para la vida de Ingrid. De ahí que esta negativa fuera el primer punto que yo quería aclarar con el Presidente. La cosa tenía un agravante, que enseguida le planteé a Uribe: la decisión de un rescate militar sería tomada por la ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, a quien 10 años atrás Ingrid había acusado por corrupción, aduciendo tener pruebas de que siendo viceministra de Comercio Exterior, la señora Ramírez le había adjudicado a dedo a su marido el contrato de remodelación de las nuevas oficinas de ese ministerio. -Desde entonces, la ministra Ramírez no le profesa simpatía a Ingrid -le dije al Presidente-. De hecho, cuando Ingrid fue secuestrada, la señora Ramírez dijo públicamente como embajadora de Colombia en Francia, que se trataba de un autosecuestro para llamar la atención sobre su campaña.

El Presidente me dijo no estar en antecedentes, y quiso tranquilizarme asegurándome que ese tipo de decisiones las tomaba él personalmente.

-La decisión ya está tomada por la familia, Presidente -le reiteré-, y es que no autorizamos un rescate militar.

El segundo punto que traté con él fue la urgencia del acuerdo humanitario. -La única manera de que esto se arregle rápido y bien es que usted haga de cuenta que Ingrid es su hermana menor -le dije entregándole un botón que siempre llevaba en la solapa, con la cara de ella y la leyenda "Ingrid libre". Él lo puso sobre su escritorio, donde, según dijo, lo tendría presente todos los días. -El acuerdo humanitario, como su nombre lo indica, no significa una derrota militar. Es un acto de compasión, de comprensión, de afecto, y está en sus manos ponerlo en práctica.

Nos levantamos de las sillas y ya nos despedíamos, pero a mí me picaba en la punta de la lengua una última frase: -Presidente, si usted no cambia la postura de su corazón, nunca podrá cambiar a Colombia -le dije.

El presidente Uribe parecía contar con el respaldo entusiasta de su colega norteamericano George Bush y de otros mandatarios partidarios de la mano dura, como el español José María Aznar. Sin embargo la mayoría de las democracias europeas lo veían con malos ojos por sus tendencias ultraderechistas y su incondicionalidad con los paramilitares. Por eso sus asesores preparaban con particular esmero la primera gira que como mandatario haría por Europa, planeada para febrero de 2004. Habían conseguido que le dieran la palabra en el Parlamento Europeo. Dos días antes de su partida a Europa recibí una llamada de una periodista chilena amiga mía, quien me contó que el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) había detenido a los guerrilleros que retuvieron a Ingrid el día de su secuestro, y que estaban convocando a una rueda de prensa para exhibirlos ante los medios internacionales. No era necesario especular para comprender que esta noticia, soltada justo el día anterior al viaje del Presidente, le ayudaría en un continente que se mostraba reacio frente a él, y que en cambio siempre había demostrado gran preocupación por la suerte de Ingrid.

Apenas colgué con la chilena, llamé al DAS y me comuniqué con su jefe de prensa. -¿Es cierto que capturaron a los secuestradores de Ingrid? -le pregunté. -En efecto -me respondió-. Se los vamos a presentar a la opinión pública hoy a las 12 del día. -¿No sería bueno que la persona que iba manejando la camioneta el día del secuestro, Adaír Lamprea, vaya a reconocerlos antes de que ustedes suelten la noticia? -le sugerí, y le recordé que Adaír los había visto bien porque a él mismo lo habían tenido secuestrado durante todo el día, antes de soltarlo junto con los demás integrantes de la comitiva.

-No -me dijo ella-. Eso es de afán y no podemos esperar.

-Pero Adaír trabaja todavía con nosotros y lo tengo al lado -le insistí-. En media hora está allá.

-Está bien -me dijo ella por fin-. Mándemelo.

-Esos no son -declaró tajantemente Adaír cuando en el DAS le mostraron a los cinco detenidos. No lo dudó un segundo. No por nada había estado con ellos durante todo un día, el más angustioso de su vida.

-Fíjese mejor -lo instaron en el DAS-. A lo mejor no los reconoce porque el día en que ejecutaron el secuestro debían llevar la cara cubierta.

-Iban a cara destapada -les dijo Adaír-. Los vi perfectamente bien, estuve con ellos dentro de una camioneta durante cinco horas.

-Gracias, señor, puede retirarse -le dijeron en el DAS-, pero esto de todas maneras va. Media hora después Adaír regresaba indignado a la oficina. Me reuní enseguida con él en presencia de la periodista Constanza Vieira.

-Esos no eran, hermano -repetía una y otra vez Adaír-. Ninguno de ellos era. Yo me acuerdo perfectamente bien de ellos. Es una indecencia que el DAS saque la noticia de todas maneras, pasando por alto mi declaración. ¡Pero si yo estuve con esos guerrilleros y los reconocería donde quiera que los viera!

Efectivamente la noticia salió publicada, con una foto de los sindicados y bajo un titular que rezaba: 'Detenidos los secuestradores de Ingrid Betancourt'. Ni una palabra se decía de que Adaír hubiera desmentido esa información en sus declaraciones. -Desde ayer me andan amenazando, Juan Carlos -me contó Adaír dos días después-. Me tienen asustado. Son voces anónimas. Me dicen: "Te vamos a quebrar por sapo", "te vamos a matar por soplón".

No había pasado una semana cuando en una esquina de los diarios locales salió pequeñito el reportaje de Constanza Vieira sobre cómo Adaír había desmentido al DAS. Inmediatamente las amenazas contra él recrudecieron.

-Ahora sí tengo mucho miedo, Juan Carlos. Me dejan mensajes de muerte en casa de mi hermana, donde mi ex mujer, en mi teléfono celular, en mi negocio. Ayúdame a salir del país por un tiempo, mientras baja la marea.

Enseguida me puse en contacto con los verdes de Francia, les expliqué la situación y les pedí refugio para Adaír. Una semana después él partía exiliado hacia París, donde aún se encuentra. Nunca he podido saber qué pasó con los falsos imputados; ojalá no estén pagando condena en alguna cárcel colombiana por un delito que no cometieron, mientras que los verdaderos secuestradores siguen libres. Al presidente Uribe no le fue bien en su gira por Europa. Su acto principal, la intervención ante la plenaria del Parlamento Europeo, se vio deslucido por el retiro de dos terceras partes de los parlamentarios, entre ellos los de izquierda, los verdes y todos los que tenían reticencias frente a su talante ultraderechista. Al otro día los diarios europeos daban testimonio de este revés político mostrando fotografías en las que Uribe se dirigía a un recinto semivacío, si bien en Colombia la opinión no pudo darse cuenta cabal de esto porque los medios locales minimizaron el fracaso y buscaron el mejor ángulo para las fotografías. Los descalabros siguieron. En Berlín, a Uribe lo esperaba un mitin frente al hotel donde se hospedaba. Lo habían convocado organizaciones de derechos humanos que consideran a Uribe uno de los gobernantes que menos respeta tales derechos, y los asistentes fueron cientos de personas que expresaron su rechazo al grito de "fascista". El Presidente debió sentir que sobre él caía el juicio de la historia cuando oyó que le gritaban "fascista" precisamente en una calle de Berlín. En Italia no fue recibido por el primer ministro Berlusconi y tampoco por el presidente Ciampi, así que tuvo que consolarse con una entrevista con el vicepresidente.

Cuando leí esa noticia en los periódicos me dije para mis adentros: "Increíble. Si yo, un colombiano del común, pude conversar en dos oportunidades con Ciampi, muy mal parado debe estar el presidente Uribe para que no lo recibiera ni una sola vez". Cuando Álvaro Uribe regresó de su viaje, varios columnistas y periodistas nos achacaron a los familiares de Ingrid la culpa del estrepitoso fracaso presidencial. El agua sucia cayó incluso sobre su hija adolescente, Melanie, simplemente porque declaró: "No se puede jugar a la ruleta rusa con los secuestrados". Nos acusaban también de antipatriotismo por "hablar mal del país en el extranjero". Una oleada de nacionalismo febril invadió los periódicos, que cerraron filas en torno a Uribe con la consigna de que "la ropa sucia se lava en casa". En las calles aparecieron vallas pagadas que decían: "Aquí se puede estar en contra del gobierno, pero no se puede difamarlo por fuera". Los uribistas a ultranza la emprendieron contra los familiares de los secuestrados, porque nos atrevíamos a cuestionar al Presidente y porque denunciábamos internacionalmente su desidia frente al drama de nuestros seres queridos. Una cosa quedaba clara, Ingrid se había convertido en una piedra en el zapato del presidente Uribe.

Fue por esa época cuando empecé a recibir amenazas de muerte. La primera me llegó al celular, en vísperas del segundo aniversario del secuestro, mientras preparaba el acto de conmemoración. Estaba chequeando cómo habían quedado los telones que irían detrás de la tarima cuando me sonó el teléfono entre el bolsillo.

-Oíste huevón, como sigás hablando mierda de Uribe fuera del país, te vamos a quebrar -me dijo una voz de hombre, anónima, de cerrado acento paisa y tono arrabalero.

-¿Con quién hablo? -pregunté ingenuamente, y en vez de respuesta me soltaron una advertencia y de paso un madrazo.

-Si no te callás te vamos a callar, hijueputa. En ese momento no le di mucha importancia a la cosa, más bien seguí ocupado con el asunto de mis telones, con la impresión de las invitaciones al acto, la consecución del equipo de sonido, los permisos de la Alcaldía, en fin, todo lo que se requiere para lograr romper por unas horas el ritmo ordinario de una ciudad tan indiferente como Bogotá, y para convocarla a la solidaridad. Pero luego en casa, muy tarde en la noche, cuando ya me estaba quedando dormido, sonó el teléfono fijo. Desde luego contesté enseguida, ya he dicho que desde el secuestro el teléfono se me ha vuelto una compulsión. Pero no estaba pensando en la llamada anónima de la mañana, así que me volvió a sorprender la misma voz de hombre con la nueva andanada de furia que echaba sobre mí.

-Si no te gusta Uribe, lárgate del país, huevón -me dijo mordiendo las palabras, y colgó enseguida. -Ni me gusta Uribe, ni me voy de aquí -le respondí, cuando ya para qué.

Sobra decir que esa noche no pude dormir. Quien haya recibido amenazas anónimas sabe cómo quedan resonando en la cabeza una y mil veces, y la ira inútil que producen, y el desconcierto y las ganas de saber quién es ese cobarde que no da la cara; y el miedo, desde luego, porque estás solo en tu casa en la mitad de la noche y empiezas a mirar el teléfono como si fuera un animal ponzoñoso que en cualquier momento vuelve a picar.