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| Foto: Archivo Particular

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Viaje a la selva de El Tandil, allí donde masacraron a los campesinos

SEMANA recogió testimonios inéditos en el lugar donde según la Defensoría del Pueblo policías habrían cometido el homicidio múltiple. Tumaco ajusta 135 muertes violentas en lo que va del año. En la disputa por la coca, los campesinos identifican varios grupos ilegales nuevos. Todos los amenazan con sus armas.

Jaime Flórez
12 de octubre de 2017

De la masacre quedaron seis tumbas, una de ellas cubierta por una bandera de Atlético Nacional, con el nombre de Janier Cortés escrito con el dedo, cuando el cemento aún no había secado, y una pancarta encima que se pregunta, ¿hasta cuándo? También quedó una relación rota entre la gente y la policía y la vieja pregunta de qué hacer con la coca: la mata ilícita pero el sustento de tantos. Quedó una investigación abierta por la Fiscalía y las sospechas de que fueron los policías antinarcóticos quienes dispararon, y quedó el terror que siente Mario Jiménez, como sus vecinos, al pasar por los matorrales por los que se arrastró para sobrevivir, donde asesinaron a sus compañeros.

Hace una semana, El Tandil fue el escenario de una masacre de civiles inédita en los tiempos del posacuerdo, que rememora las épocas más duras de la guerra. En ese lugar donde seis campesinos fueron asesinados el pasado jueves, ese aire de la paz no se siente ni siquiera como una brisa leve. Por el contrario, el territorio está ahora plagado de más actores armados que antes y los campesinos están atrapados en el medio.

Para llegar a esa vereda, desde Tumaco, hay que transitar durante una hora en carro la vía hacia Pasto. A cada metro hay militares. Luego hay que tomar un desvío por una trocha que, antes de llegar al río Mira, pasa por un espacio de reincorporación de excombatientes de las Farc, el que dirije Romaña. La guerrilla entró a Tumaco a comienzos de siglo y el municipio terminó convertido en el mayor productor de coca de Colombia.

Al lado del campamento de los excombatientes hay un cementerio donde fueron enterrados varios guerrilleros muertos durante la guerra y donde también, entre los de muchos campesinos, descansa el cuerpo de Janier Cortés, el último de los seis masacrados en ser enterrado. El domingo, en una procesión de 15 embarcaciones, llegó su ataúd al playón que queda a 15 minutos de la zona de transición y desde donde se puede tomar una lancha rápida hacia El Tandil. En el camino por las aguas del bravo Mira se empieza a develar el imperio de la coca que allí se constituyó.

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En medio de los árboles de hasta 30 metros que bordean el río, casi camuflados, aparecen los laboratorios de cocaína. En algunas salidas de tierra se ven pimpinas de gasolina que luego son metidas hasta el laboratorio para la producción de la base. Y en esas, al menos el domingo pasado, apareció también un hombre vestido de civil, parado junto a una pequeña embarcación estacionada y con un fusil terciado sobre el lomo.

Tras una hora de viaje contra la corriente del Mira aparece el pequeño puerto para entrar a El Tandil. De ahí, para llegar al lugar de la masacre, se recorre alrededor de media hora por una camino destapado, flanqueado por cultivos interminables de coca que dan cuenta de la magnitud del problema. Queda claro que allí esa mata es el sustento principal de los campesinos que se quejan, entre tantas cosas, de ni siquiera tener vías decentes para apostarle a sacar otros productos.

El escenario de la masacre es la falda de una montaña donde, dicen los testigos, los campesinos intentaban mediar con la Policía cuando se desató el fuego. Uno de los sobrevivientes asegura que se escondió en un palo y pudo ver los asesinatos. Y aún se le aflojan las lágrimas cuando relata que un indígena, uno de los manisfestantes, cayó herido y le pidió ayuda a un policía que, asegura, en vez de darle la mano, lo remató.

Uno de los soldados que estaban a escasos metros de la escena y atendieron a los heridos, le dijo a SEMANA que fue la Policía la que atacó. La Defensoría del Pueblo también aseguró que la Policía podría ser la responable de la masacre. Esa institución, por su parte, ha dado la versión de que fue un ataque de las disidencias de las Farc, que incluso explotaron tatucos, y que esos grupos habían obligado a la gente a manifestarse. En la región hay campesinos que, sin atereverse a hacer públicos sus nombres, aseguran que sí hubo presión de gente armada que opera en la zona.

La tensión entre los pobladores y autoridades había escalado antes en la región. El 12 de abril, por ejemplo, los campesinos retuvieron por 26 horas a 11 policías que estaban erradicando y les quitaron sus armas que, seis meses después, no han aparecido.

Los agentes de la Fiscalía estuvieron en la escena de la masacre en repetidas ocasiones esta semana y recogieron casquillos de bala y municiones. Además, el ente investigador tiene en su poder las armas de los uniformados, para cotejarlas con las heridas de los muertos. Y en la sede es esa institución en Tumaco se vio este miércoles el desfile de militares y policías dando sus versiones de los hechos. A la larga, sea cual sea el responsable, esta masacre, por los tiempos de su perpetración, no será juzgada en la JEP.

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Si se vuelve al Mira, y se retoma por media hora el camino contracorriente, aparece el resguardo Piedra Sellada, de los indígenas awá, la comunidad a la que pertenecían dos de los masacrados. Allí se siente latente la presión de los armados en un territorio donde, por la autonomía reconocida por la ley en los territorios indígenas, solo la guardia de esos pueblos puede imponer orden.

A un kilómetro de la entrada al resguardo hay un mercado por el que suelen pasar los disidentes de las Farc. Por allí, el pasado martes, se vieron transitar al menos a cuatro personas, una de ellas visiblemente armada, que al parecer serían miembros de los grupos que siguen controlando el mercado de la coca. También había tres camionetas sin placas que recorren esos caminos a menudo.

Uno de los lugareños, quien goza de autoridad en la región, asegura que desde el desarme de las Farc han visto por allí a personas armadas que se han identificado con varios nombres distintos, entre los que recuerda el GUP y el Eln Nueva Generación. Por información de la Policía, se sabe que en la zona también opera un grupo comandado por alias Guacho, el mismo que, según esa institución, atacó a los campesinos y causó la masacre en El Tandil.

Hacia adentro del resguardo aparecen, entre la yuca y el plátano, más cultivos de coca, y también el relato repetitivo que los indígenas de la región que aseguran que quieren dejar de cultivarla, pero que no encuentran de parte del Estado propuestas distintas a la erradicación forzosa que los dejaría sin recursos para el sustento.

Una hora adentro del territorio, según dicen los indígenas, hay un campamento del Ejército, entre los límites de su jurisdicción. El pasado 2 de octubre la guardia de los awá fue a verificar su presencia y terminó enfrentada contra el Esmad, que arrojó gases lacrimógenos. En la zona, cerca a la única escuela, también han encontrado minas antipersonales que antes no estaban ahí. La comunidad ya ha desactivado por su cuenta tres de esos artefactos.

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La presión de todos esos grupos armados tiene un detonante claro: la pelea por la coca. Según el Gobierno, los cultivos rondan las 150.000 hectáreas en todo el país. Y Tumaco, con 20.000, es el municipio que más de esa mata tiene sembrada en su tierra.

Los campesinos quieren dejarla, es lo que dice la mayoría, pero si se les presentan alternativas. Están cansados de la muerte que la acompaña. La promesa del presidente Juan Manuel Santos es que este año se erradicarían 100.000 hectáreas, la mitad de manera forzosa y la otra a través de acuerdos con los campesinos para sustituir los cultivos. Pero las cifras parciales en la región muestran un desbalance en esa proporción.

Hasta ahora se habla de 9.000 hectáreas erradicadas a la fuerza y solo 1.200 sustituidas por cultivos. En lo que va del año, en Tumaco, según cifras de la Policía, se han incautado 100 toneladas de clorhidrato de cocaína. Y por eso mismo, la desconfianza de los cultivadores se acrecenta a la hora de llegar a acuerdos con el Gobierno.

A eso se le suman las complejidades de la región. Por ejemplo, en el sitio de la masacre, no hay claridad sobre la propiedad del territorio en el que está sembrada la coca. Allí llegaron colonos desplazados por la violencia del Putumayo, Cauca y los Llanos, y ocuparon tierras que hacen parte del consejo comunitario del Alto Mira, y por ende, le pertencen a las comunidades afro. La titulación colectiva está anombre de ellos, pero individualmente, en algunos casos, está a nombre de los colonos. ¿Cómo erradicar y sustituir en tierras donde ni siquiera está clara la propiedad?

Esa combinación de factores, sumados a la pobreza, el desempleo y la delincuencia común hacen de Tumaco un hervidero. En lo que va del año, 135 personas han sido asesinadas en un municipio de poco más de 200.000 habitantes.

La masacre del 5 de octubre puso de manifiesto la urgencia de intervención en Tumaco. El vicepresidente Óscar Naranjo lleva una semana despachando desde el municipio. Las mismas autoridades locales, incluyendo a la gobernación de Nariño, han pedido que el gobierno nacional declare la crisis, una sugerencia apoyada por grupos sociales de la zona. Y entre las víctimas ya se empiezan a organizar para una demanda contra el Estado por la masacre. Pero por ahora lo único tangible es el miedo.

*Este viaje se realizó con el apoyo de la Asociación Minga y Somos Defensores.