Home

Nación

Artículo

H O M E N A J E

Un año sin Jaime Garzón

Al cumplirse un aniversario de su muerte, el país aún no se acostumbra a la ausencia del humorista que enseñó a los colombianos a reírse de sí mismos y que encontró caminos concretos en la búsqueda de la paz.

4 de septiembre de 2000

¿Con que cara le explicaría Néstor Elí a la señorita de la televisora que los diseñadores del Plan Colombia no pueden atenderla porque no saben exactamente qué fue lo que firmaron? ¿Cuántos integrantes del nuevo gabinete bajarían —¡zuaz!— por el ascensor del edificio Colombia? ¿El niño Andrés viviría en un edificio Colombia en obra negra como el de Samper o en uno aún más destrozado? ¿Qué chismes de la viajadera de su nuevo patrón nos contaría Dioselina Tibaná? ¿Cómo habría analizado el compañero John Lenin el desarrollo del paro del 3 de agosto? ¿En qué términos le informaría el ‘Que Mando Central’ a los colombianos “de que” una cuadrilla de bandoleros y subversivos se tomó por asalto el municipio de Arboledas? ¿Cómo habría anunciado Emerson de Francisco la pugna entre María Emma Mejía y Antanas Mockus por la Alcaldía de Bogotá en el noticiero de Zoociedad? ¿Cómo habría sido la primera noche de amor entre don Armando y Betty, la fea en la versión de Inti de la Hoz? ¿Qué términos de la jurisprudencia habría utilizado Godofredo Cínico Caspa para condenar enfáticamente el nombramiento del ministro de Trabajo Angelino Garzón? ¿Qué cara le habría puesto Heriberto de la Calle al ministro Juan Mayr cuando éste le hubiera asegurado que los gringos no van a fumigar con un hongo?

Nadie lo sabe ni lo sabrá jamás. La razón es muy simple. Hace casi un año, el 13 de agosto de 1999, las balas de un sicario silenciaron a Jaime Garzón, el más grande humorista de la historia de la televisión colombiana.

Este silencio que cumple un año la semana entrante es tan elocuente, que incluso se vio reflejado en el acta del jurado del Premio Simón Bolívar que declaró desiertos los premios de humor para radio, televisión y prensa escrita.

Jaime Garzón Forero, un estudiante universitario que deambuló por diversas facultades, que conoció de cerca los tejemanejes de la guerrilla y del Palacio Presidencial, que le habló de tú a tú a todos los estamentos del poder, sin darse cuenta se transformó en el símbolo de un país que aprendió con él a reírse de su tragedia.

Aunque Garzón se dio a conocer gracias a su enorme capacidad para imitar a diversos personajes de la vida política, fue a través de estos personajes a los que él y sus colaboradores les dieron forma, como logró retratar la realidad nacional de una manera sencilla pero profunda. Como dice Francisco Ortiz, director del programa Zoociedad que lo proyectó a la fama, con su muerte “el país perdió el lente más nítido a través del cual todos los colombianos podíamos observar claramente la realidad tal y como es”.

Garzón dejó para el recuerdo una serie casi que interminable de frases y apuntes que, además de hacer reír, lograron describir con gran eficacia y precisión momentos clave de la historia de Colombia. Mucho antes de que entrara a la televisión, Garzón trabajaba en la campaña a la alcaldía de Andrés Pastrana. El día que secuestraron al candidato, Garzón se aferró a los pies de uno de los secuestradores y comenzó a gritar: “Tienen que llevarme porque yo soy el jefe de giras”. Cuando el proceso 8.000 estaba en uno de sus puntos críticos y se barajaba la posibilidad de que el presidente Samper renunciara a su cargo, Garzón dijo: “Hay que rodear al Presidente… para que no se escape”. Cuando lo acusaron de haber montado un burdel en la zona de despeje, él respondió que las únicas meretrices con las que se había topado eran “las putas Farc”.

Garzón también era implacable para burlarse de sí mismo. Cuando le preguntaban acerca del éxito que tenía con las mujeres, él contestaba: “Yo levanto pero no acuesto”. Y cuando se transformaba en Heriberto de la Calle, recuerda Francisco Ortiz, “Garzón comentaba, muerto de la risa que, dadas las condiciones económicas por las que atravesaba, él era el único colombiano que tenía que quitarse los dientes para poder comer”. Tenía fama de conflictivo, pero lo era con quienes estaban a su nivel o por encima de él. Con sus colaboradores y subalternos, por el contrario, era generoso, amable y respetuoso.

Jaime Garzón, sin embargo, fue mucho más que la etiqueta (gastada, por cierto) del ‘humorista irreverente’. Detrás suyo traía un programa político de largo plazo que comenzó a construir, paso a paso, desde antes de que entrara a la televisión. Su meta, desde un principio, no era triunfar como estrella de la farándula, sino contribuir en la construcción de un país capaz de oírse a sí mismo, a dialogar, un país más tolerante. Más que un ejercicio de retórica Jaime, Garzón creó, en la práctica, un escenario en el que contrincantes irreconciliables en los difíciles días del proceso 8.000 pudieron conversar de manera cordial y civilizada y, en el peor de los casos, conocerse un poco más. En las comidas que celebraba en su casa Garzón convocaba a periodistas, militares, políticos y empresarios.

Por eso, su muerte fue mucho más grave y dolorosa. Porque con Garzón no sólo se fue un gran humorista y un ser humano lleno de matices sino también un modelo a seguir en un país que necesita ejemplos concretos de diálogo y tolerancia.