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El presidente-periodista ha tenido una dulce relación con la prensa

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Un año sorpresa

El ‘nuevo’ Santos ha gustado mucho. A pesar de lunares en seguridad y la maldición del invierno, los colombianos se sienten bien gobernados.

30 de julio de 2011

Juan Manuel Santos sorprendió a todo el mundo durante su primer año como presidente. No fue el Uribe III que anhelaban las mayorías que votaron por él ni el que veían con horror las minorías que votaron por Antanas Mockus. Logró una combinación de continuidad y cambio que hasta ahora le ha permitido conservar el apoyo de gran parte del uribismo y atraer la simpatía de casi todos los antiuribistas.

La continuidad, sin embargo, ha sido más simbólica que real. Gracias a las repetidas exaltaciones a la persona y a la obra de su antecesor, Santos ha cultivado a los uribistas y ha logrado dejar al propio expresidente peleando solo. En el campo político mantiene al partido de La U como columna vertebral de la Unidad Nacional y en el plan de gobierno le sigue rindiendo homenaje a los tres huevitos de su antecesor, aunque el de la seguridad se le está resquebrajando. Este manejo ha sido suficiente para que las bases continuistas se sientan cómodas.

También ha habido giros sustanciales que han atraído hacia el santismo a sectores que se opusieron a Uribe. La rectificación de la política internacional, que acercó a Colombia a América Latina, fue el primer paso de Santos en contravía del gobierno anterior. Y no fue el único. La nueva administración les tendió un ramo de olivo a las Cortes, especialmente a la Corte Suprema de Justicia, y creó un clima de paz política que reemplazó a una polarización profundizada por el segundo intento de reelección de Uribe. La Unidad Nacional no fue un simple eslogan, sino que se constituyó en un mecanismo para incorporar iniciativas de todos los partidos, inclusive del liberalismo que fue el último en llegar.

Y así el nuevo gobierno diversificó la agenda, que había estado concentrada en la guerra contra las Farc, y puso a hablar a los colombianos sobre compensación a las víctimas, restitución de tierras, locomotoras del desarrollo y prosperidad. El viraje ideológico y el discurso renovado atrajo a columnistas, fuerzas políticas, académicos y ONG que no esperaban que un gobierno elegido para continuar la seguridad democrática pudiera abrirles espacio a estos temas.

El resultado más visible ha sido el fortalecimiento de un centro político ampliado, en el que tienen cabida opiniones que van desde la derecha hasta la izquierda en sus formas moderadas. Y que envía a la oposición a los dos extremos del espectro. En la derecha-derecha se ubican columnistas y políticos que no acaban de tragarse el sapo de la relación tranquila con Hugo Chávez ni el acercamiento a contradictores de Uribe, ni la inclusión de temas de las víctimas y las tierras que, de paso, le han quitado peso a las Farc y al terrorismo en el discurso oficial. Y en la izquierda-izquierda hay inconformes que ven en Santos un lobo con piel de oveja, que enarbola los temas sociales como una fachada cuya verdadera intención es mantener el status quo.

El centro santista se refleja en la opinión pública, en la que ha alcanzado cifras de popularidad semejantes a las de Uribe en su primer año, y también en el Congreso, donde concentra el apoyo del 90 por ciento de las fuerzas representadas. El reciente ingreso de los verdes a la coalición –más simbólico que otra cosa– es un paso de la unidad nacional a la unanimidad nacional. Esta garantiza un alto grado de gobernabilidad pero despierta razonables inquietudes por la falta de una oposición adecuada para hacer control político. La ambiciosa agenda aprobada por el Congreso en la legislatura pasada demuestra la utilidad del esquema político de consenso.

Y si la popularidad en las encuestas y la aplanadora en el Congreso convierten a Juan Manuel Santos en un mandatario con un enorme poder, hay que agregar también que la gobernabilidad está reforzada por la luna de miel entre el gobierno y los medios de comunicación. El presidente-periodista, ha tenido una de las más dulces relaciones con la prensa. Y no solo porque viene de ese mundo –fue socio, columnista y subdirector de El Tiempo– sino porque en la prensa de opinión se localizaba la trinchera de la oposición más dura contra Álvaro Uribe. Casi todos los columnistas críticos del régimen anterior son simpatizantes o por lo menos neutrales frente el gobierno actual. Lo cierto es que con la excepción de un puñado de voceros cercanos al uribismo más radical, Santos ha recibido muy pocas críticas. Hasta ahora no hay un solo medio de comunicación nacional, o de gran impacto, que pueda catalogarse como de oposición. Falta ver si Santos repetirá la hazaña de su antecesor –mantener una favorabilidad durante todo el mandato– o volverá al modelo de antes, el del sol a la espalda al acercarse al final de su cuatrenio.

A diferencia de Uribe, Santos no era un dirigente carismático con el cual la gente del común se sintiera identificada. Era, más bien, un político distante, con un sentido estratégico de las comunicaciones y visión moderna del manejo del poder. Esa fórmula combinada con la majestad de la Presidencia de la República ha producido su propio carisma. Los colombianos no ven a Santos como una persona igual a ellos pero sí como un estadista y un gobernante del cual se sienten muy orgullosos.

No es un microgerente sino un jefe que delega en un equipo altamente calificado y que exige resultados. No es omnipresente ni intenso, sino un líder tranquilo. Se ve seguro. Confía en su proyecto y en su gente, más que en la necesidad de trabajar 18 horas diarias. Además de su agenda como gobernante, lleva también una vida normal. Tiene tiempo para su familia, no ha dejado de ver a sus amigos, comenta películas y libros y va a restaurantes.

Santos es un presidente moderno. Su respeto a las instituciones, el énfasis en la diplomacia y la agenda reformista están cerca de los conceptos que predominan en el mundo en materia de gobierno. No es una coincidencia que en la comunidad internacional haya sido recibido con buenos ojos el cambio de un gran ‘war president’ –un presidente para la guerra, como Uribe– por un mandatario realista y pragmático que está mejor sintonizado con los valores predominantes en la era post-Bush.

La otra sorpresa del primer año del cuatrienio santista es que esos elementos afines a las corrientes contemporáneas van de la mano de un regreso a algunas tradiciones colombianas. Santos ha retomado el hilo de su antigua casa, el liberalismo, de la cual formó parte su tío Eduardo, presidente de la llamada República Liberal. En especial, el actual mandatario volvió a creer en la necesidad de solucionar los grandes problemas a través de reformas de fondo.

Esa ideología liberal ha hecho pensar a algunos que el proyecto político a largo plazo es reunificar y consolidar el partido rojo. Al fin y al cabo el oficialismo de esa colectividad ya está sentado en la mesa de la Unidad y en el Consejo de Ministros. Pero aún así no es seguro que el sueño del presidente sea devolverle la gloria al Partido Liberal. Cuando un mandatario cuenta con el apoyo incondicional de cuatro o cinco partidos, matricularse en uno de ellos no tiene mucho sentido. Más bien quien tiene el sueño de las banderas rojas es el ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, quien aspira a ser candidato a la presidencia a nombre del partido de su abuelo.

Las prioridades de Santos parecen estar por el momento en el campo legislativo. Por lo pronto lo que necesita es llevar a la práctica las importantes reformas aprobadas en este primer año y hacer aprobar las que están pendientes para el segundo. Es un desafío enorme, sobre todo en el caso de las tierras y las víctimas dada la fragilidad institucional en las regiones o el reto en materia fiscal.

No deja de ser una paradoja que la principal falla que le ven los colombianos al actual gobierno esté en el campo de la seguridad. Algo que nadie habría esperado el 7 de agosto de 2010 cuando asumió el poder el exministro de Defensa del gobierno de la seguridad democrática, es que los temas de seguridad en el campo y las ciudades, vacunas, secuestros y robos estén otra vez sobre el tapete. Hay índices que demuestran una mayor capacidad de ajuste de las Farc a las efectivas estrategias que han desarrollado las Fuerzas Armadas en la última década.

Y si la seguridad ha sido el lunar, la emergencia invernal ha sido una maldición. En un momento en el que el gobierno apenas se consolidaba, y se estaba concentrando en diseñar su programa y en alinear el equipo, la tragedia obligó a rediseñar prioridades, a concentrar la atención en lo inmediato y a buscar recursos. El desafío fue doble: atender a los damnificados y reparar los daños, por un lado, y al mismo tiempo tratar de mantener en alguna forma las metas originales del gobierno. Las encuestas han registrado en forma positiva estas primeras reacciones oficiales frente a esa catástrofe, pero solo con el curso de los meses se sabrá si las respuestas han sido eficaces.

Santos ha conquistado al país con sus intenciones pero para mantener a sus compatriotas enamorados tendrá que demostrar que es capaz de aterrizar sus proyectos reformistas. No es exagerado afirmar que su cuatrienio está dividido en dos: un primer año para diseñar el plan de gobierno y construir los instrumentos políticos y legales necesarios para ponerlo en práctica, y otros tres en los que las leyes aprobadas, los anuncios y los discursos, tendrán que convertirse en realidad. El reformismo legal gusta en un país con espíritu santanderista, pero no significa, en forma automática, el cambio de la realidad. Y lo que los colombianos quieren son transformaciones de verdad. ¿Demostrará Santos habilidades de ejecutor semejantes a las que ha esgrimido para constituir una gobernabilidad que no tiene precedentes? Esa es la gran pregunta. Y Santos tiene, por ahora, tres años para responderla.