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El profesor Gerardo Cepeda nunca les ha faltado a sus alumnos. Le basta saber que ellos le están regresando al pueblo la música que los paramilitares le arrebataron en aquel febrero. | Foto: Alejandra Quintero

CRÓNICA

Un héroe en El Salado

Esta es la historia de un montón de niños y de un héroe. Los niños son la docena de músicos que revientan una cumbia en la inauguración de la casa del adulto mayor, en el pueblo de El Salado, por los Montes de María. Y el héroe es su profesor, Gerardo Cepeda: el hombre que les cambió la vida.

5 de octubre de 2013

La alegría de los tambores no coincide con el pasado del pueblo, célebre por haber soportado una de las peores masacres de la historia de Colombia: en febrero de 2000, más de 400 paramilitares, bajo el mando de Juancho Dique, obligaron a salir a los habitantes a la cancha de microfútbol y los sometieron a una carnicería de niveles medievales, que incluyó cercenar cabezas, empalar mujeres y descoyuntar ancianos. 

Mataron a 66 personas. A algunas les cortaron las orejas a cuchillo. A otros, los desmembraron a martillazos. Llamaron lista y fueron matando uno a uno a los campesinos que, según ellos, colaboraban con la guerrilla. Asignaron números entre la población y rifaron muertes al azar. 

A una mamá la rajaron delante de sus hijos y los obligaron a ver cómo se desangraba. Y, como lo certificó el cronista Alberto Salcedo, tras cada asesinato había un estrépito de tambores y de gaitas tocado por los propios paramilitares, que arrasaron también con la Casa de la Cultura del pueblo y usurparon sus instrumentos: celebrar cada muerte con música era otra manera de matar a los habitantes; de seguirlos matando, esta vez por dentro, desde el fondo de su historia. 

Porque en El Salado, la música no es tanto una manifestación cultural como una forma de ser: un patrimonio ancestral que se respira en el aire y que se nota en los campesinos que pasean ganado mientras cantan décimas. 

De ahí que, al día siguiente de la masacre, cuando los sobrevivientes se asomaron a la cancha de microfútbol a recoger sus muertos, se encontraron con una porqueriza llena de sangre seca, un reguero de muertos y de vísceras que se disputaban los cerdos en medio de un arrume de instrumentos rotos, dispersos por el suelo: ese fue el último paisaje que vieron los habitantes de El Salado, que huyeron con lo que les cupo en las manos después de haber dejado a sus muertos a medio enterrar.

Pero esta no es una historia de paramilitares. Tampoco es una historia de guerra. Esta es la historia de un héroe: de un profesor de música perdido en los Montes de María que tiene a todos los niños del pueblo cantando. Un profesor de música cuya gesta, expuesta en tono menor, jamás saldrá en los noticieros ni ocupará los titulares de ningún periódico, pero cuya persistencia invisible es la que permite que este país no colapse del todo. Y para contar su historia es necesario regresar varios años en el tiempo.

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En menos de un fin de semana, todas las personas que en el pueblo tenían nombre y apellido, oficio y condición, se dispersaron por Cartagena y sobrevivieron a la deriva, de semáforo en semáforo, mientras algunos panelistas se referían a ellos en los foros como “migrantes internos”. Algunos no soportaron la humillación del destierro y, dos años después de la masacre, regresaron, machete en mano, a pelar la maleza que ya para entonces se había tragado el pueblo.

A esas familias pertenecen algunos niños que, bajo las instrucciones del profesor Gerardo, inician los acordes de Zoila, la célebre canción de Toño Fernández. Dentro de ellos están Gabriel y Mateo; Javier y Carlitos Cohen: muchachos cuyo talento musical ahora es famoso en el pueblo entero, pero que hace algunos años vivían en el vacío, sin educación, sin comida: sin futuro. 

Gabriel me dice que no recuerda nada de la masacre, pero sabe que a un tío suyo, que huía por el monte, los paramilitares lo mataron. También me cuenta que por los años en que sus papás trataban de corregirlo a punta de  limpias con varas de totumo, porque era muy travieso, descubrió que el tarrito que utilizaba para bañarse le servía de guacharaca; y que con su amigo Mateo montó un dueto de vallenatos: él tocaba la guacharaca y Mateo un balde roto, que, según él, sonaba como caja. Así volvió a sonar de nuevo la música en El Salado.

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Desde septiembre de 2009, la Fundación Semana –que recoge la política de responsabilidad social de esta casa editorial– tomó al pueblo como piloto de reconstrucción. Su función ha consistido en articular los esfuerzos de más de 60 entidades, públicas y privadas, que se han unido, no para asistir a la población, sino para ayudarles a que se valgan por sí mismos. 

La fundación ayuda a que las piezas encajen, pero el mérito es de quienes aportan esas piezas y, muy especialmente, de la comunidad: los valerosos habitantes que atravesaron el horror y que hoy son dueños de su propia resurrección. 

Gracias a ellos, hoy el pueblo es otro: tiene una reluciente casa de la cultura; redes de alcantarillado; jardines infantiles; puesto de salud; escuela de fútbol; microempresas; casa para los ancianos; colegio con bachillerato agropecuario. Y, por encima de todo, un ímpetu invisible, pero palpable, de superación y fe en sí mismo que llena de dignidad a sus moradores.

Dentro de las actividades a las que pueden acudir los niños, están las clases de música que organiza la Fundación Batuta.  

Y acá entra en la historia el profesor Cepeda: un músico de 29 años que llegó a Montes de María pensando que, por ser la tierra de Lucho Bermúdez, encontraría múltiples orquestas a las cuales pudiera integrarse. Deambuló por Sincelejo y Bolívar con la obsesión de enriquecer la increíble herencia folclórica que recibió, y se enteró de que la Fundación Batuta buscaba profesores de música para El Salado. 

Se presentó  y le asignaron el trabajo. Al llegar al pueblo, se encontró con Gabriel y Mateo, músicos empíricos que trataban de sacarle ruido a sus improvisados instrumentos, carcomidas por el óxido. A ellos se fueron sumando otros niños de evidente talento musical, y ante eso, el profesor decidió montar un grupo de gaiteros por su propia cuenta, de modo que, después de cumplir sus compromisos con Batuta, reúne a sus voluntarios y ensaya por su cuenta y riesgo tres noches a la semana, durante varias horas, sin recibir un solo peso por ello.

Le basta saber que la música rescata a estos niños de sus problemas, de los regaños de sus papás, de los vicios que los puedan acechar; le basta saber que, para ellos, la música ya no es una manifestación, sino una terapia, y quizás un destino: porque nadie ni nada podrá sacarlos de lo que ya son: músicos. Le basta, en fin, saber que ellos, sus alumnos, le está regresando al pueblo la música que los paramilitares le arrancaron en aquel febrero.

Durante los días de la ola invernal, cuando la carretera de El Salado era un lodazal resbaloso imposible de penetrar, el profesor Gerardo caminaba durante cinco horas para no dejar de dictar una clase por la que no cobra. Nunca les ha fallado a sus alumnos. Les enseña canciones de Adolfo Pacheco, de Gustavo Gutiérrez, porros de Pacho Galán. Los sitúa en la torrentera musical a la que pertenecen. Y los impulsa a que la engrandezcan.

Hace un año padeció de sordera súbita: una enfermedad caprichosa cuyos efectos son fácilmente reversibles con un diagnóstico oportuno. Pero al profesor Gerardo Saludcoop lo tuvo yendo de un lado al otro durante meses, y el saldo de la enfermedad ya no se puede reversar.

Y allá va, de todos modos, sin falta y con lo que le queda de oído, entregado del todo a su gesta silenciosa pero crucial, a su épica anónima de sacar la mejor versión de cada alumno y arrebatarles estos niños al dolor, a la herencia de la guerra, al tedio. A la desesperanza.

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Aún hay labores por hacer. Viajar a los alejados bordes rurales de El Salado, a su veredas circundantes, es retroceder 100 años en el tiempo. La gente bebe agua de los mismos abrevaderos de los bueyes; las familias comen lo que consigan cazar en el monte; hay adultos que nunca han ido a un médico, niños que no saben su edad. 

La ONG española Ayuda en Acción, que goza de excelente reputación, acaba de lanzar su plan de apadrinamiento (conózcalo en http://www.ayudaenaccion.org) para recaudar fondos que financien programas en esas veredas. Y en la Fundación Semana (www.fundacionsemana.com) reciben ideas de todo el que quiera agregarse a este esfuerzo.

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La masacre de El Salado no envileció la guerra colombiana: nos envileció a todos como especie. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que el cambio es posible y solo basta sumarse de alguna manera. Lo importante son estos muchachos que hacen vibrar sus instrumentos bajo el sol de El Salado. 

Lo importante es que existe un profesor que se llama Gerardo Cepeda y que esta historia puede seguir su curso. Por acá pasó la guerra, es cierto, pero también dejó esta historia reluciente en medio del horror; la historia de estos niños músicos y de un profesor que los salva. Y que al salvarlos a ellos nos está salvando a todos; que al salvarlos a ellos nos rescata como especie.