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El 2 de mayo de 2002, los habitantes de Bojayá sirvieron como escudo humano para la guerrilla y los paramilitares. Ese día, a casi 500 personas que estaban refugiadas en la Iglesia les estalló un cilindro bomba que acabó con la vida de 199 personas. Ese día vivieron la barbarie

crónica

Un pueblo a la espera

Este miércoles se cumplen cinco años de la masacre de Bojayá que dejó 119 muertos. SEMANA estuvo con los sobrevivientes, que aún siguen esperando el pueblo nuevo que les prometieron.

28 de abril de 2007

Zahír González decidió no regresar más a Bojayá. Es un pueblo de desdicha, dice, inundado no sólo por las aguas del Atrato sino por los recuerdos duros del 2 de mayo de 2002. Ese jueves había más de 400 personas dentro de la iglesia. La única del pueblo. Llevaban hacinadas día y medio desde cuando comenzaron los enfrentamientos por los corredores de la cabecera municipal, entre la guerrilla y los paramilitares. A las 10 de la mañana, mientras afuera seguían sonando las metralletas, adentro una onda explosiva causada por un cilindro lanzado por las Farc acababa con la vida de 119 personas inocentes. "De ahí no supe más na'... cerré los ojos, hubo un silencio grande y comencé a tocar con mis manos a mi mamá y a mi hijo, que estaban a mi lado". Los dos agonizaban. El Cristo del altar le cayó encima a su mamá y la había partido en dos pedazos. Su hijo, de 2 años de edad, murió a las pocas horas por las heridas.

Ese día de 2002 todo dejaría de ser normal, de una vez y para siempre. No sólo para Zahír, sino para todos los habitantes de este municipio chocoano. Cuando ellos recuerdan la historia, las imágenes les llegan con lágrimas y desespero. Y cuando recuerdan los días posteriores, se llenan de dolor y de rabia.

Pocas horas después de la masacre, el presidente de entonces, Andrés Pastrana, visitó la zona y les ofreció construirles un nuevo pueblo. "En seis meses tienen su pueblo listo", dijo en ese entonces. La idea era compensar a una población sufrida y qué mejor que reubicarlos en una nueva zona libre de inundaciones y de matazones.

Se eligió una colina en el mismo municipio, a 900 metros de Bellavista (la antigua cabecera). Una colina lejos del río Atrato y, según los estudios técnicos, óptima para hacer un pueblo. Después de casi cinco años de comenzado el proyecto, siguen sin construirse varias casas, otras están inundadas, algunos sectores como la plazoleta municipal ya se derrumbaron y sólo una familia se ha trasladado. No es casual que al nuevo pueblo lo hayan bautizado 'Se-verá'.

Después de aplazar muchas veces la fecha del traslado, la gerencia del proyecto ha dicho que para el mes de junio el pueblo ya estará totalmente terminado. Pero muy pocos le creen. "Así nos tienen desde hace meses", dice Macaria Allín, cuya casa ni siquiera se había comenzado a construir hace dos semanas. "Nos habían dicho que para el 2 de mayo inaugurábamos pueblo, ahora que en junio, ¿Quién les va a creer si es que están jugando con nosotros?", se pregunta Macaria, quien perdió a sus cinco mejores amigas en la masacre.

Pero ella no es la única con reparos. Moisés Díaz Asprilla, un carpintero que vive en la orilla del Atrato, dice que desde cuando ocurrió la masacre, han asistido a muchas reuniones para concertar la nueva ubicación, que sería más protegida y que mejoraría la calidad de vida de todos. Sin embargo, él prefiere quedarse con el río como vecino. Han tenido tantas desilusiones con 'Se-verá', que no cree que su vida mejore una vez esté en la colina: "Puede que nos inundemos, pero al menos tenemos comida".

Moisés teme que el nuevo pueblo traiga más miseria. Él habla de los servicios públicos que, por primera vez en la historia de Bojayá, les tocará pagar; habla de los proyectos productivos que les prometieron y que hasta ahora no han visto y habla de la estación de Policía construida en pleno casco urbano y que pone en riesgo, una vez más, la seguridad de la gente.

Pero los encargados de la construcción piensan lo contrario. "Este proyecto no tiene otro objetivo que mejorarles la calidad de vida a las 267 familias de Bojayá", dice María Lapesquer, asesora del proyecto. Frente a los reclamos que tiene la población, ella dice que son normales, pues desde el comienzo de la obra siempre ha habido diferencias, y hace énfasis en los talleres en los que participó toda la comunidad para ponerse de acuerdo en cómo iba a quedar el nuevo pueblo.

Con respecto a la fecha de entrega, Alejandro Rojas, gerente del proyecto, admitió que se ha tenido que aplazar por múltiples factores. Climáticos, pues Chocó es una de las zonas más lluviosas del mundo, y topográficos, ya que los materiales tienen que viajar por el río desde Turbo a 300 kilómetros. También hubo problemas con un consorcio encargado de la construcción que se retiró el año pasado. La obra estuvo suspendida varios meses.

En este último punto, Rojas advierte que la decisión fue concertada con la gente: "Esto ha sido un proceso de la comunidad y nosotros simplemente hemos sido los secretarios".

Pero si eso fuera así, dice Rosa Mosquera, una tendera de Bojayá, hace rato habrían despedido a los secretarios. Ella se pregunta, preocupada, cómo harán todos para pagar los servicios públicos, si a duras penas consiguen para comer. El gerente del proyecto tiene la respuesta: "Si una familia no tiene el ingreso suficiente y no puede pagar, sabemos que puede vivir sin luz porque tradicionalmente no la ha tenido. Y con el agua, pues tendrán sus tanques para que los llenen con el agua lluvia".

Ahora Rosa lo tiene un poco más claro: se las arreglan como pueden. A veces piensa que quizá deba irse para Vigía del Fuerte o para Quibdó, donde está Zahír, la otra sobreviviente. En estos cinco años, unas 1.750 víctimas de la masacre han salido de Bojayá hacia Quibdó. Todas sufren trastornos sicológicos -sin contar las personas que permanecen en la zona-. Trastornos que nunca han sido tratados por sicólogos porque no tienen cómo acceder a ellos. Y 45 requieren tratamiento médico especializado, pero no tienen ni para tomar un bus hasta Medellín. La desesperanza está marcada en los rostros.
"Algunas veces me pregunto si debería volver a Bojayá, me hace falta mi pueblo", dice Zahír desde las barandas del malecón de Quibdó. El río Atrato, ya crecido por el invierno, le recuerda ese día de horror en el que le tocó correr con el agua hasta el cuello para ponerse a salvo en la iglesia junto con su familia. Piensa en los llantos de los heridos, en el olor intenso a pólvora, en el humo que cambió el color de las cosas, en su mamá y en su hijo muertos, y se convence de que Bojayá sólo son malos recuerdos.

A Zahír también le asignaron una casa en 'Se-verá', pero decidió no habitarla. Ni siquiera se ha enterado si ya la construyeron. No quiere saberlo. De sólo escuchar los testimonios de sus vecinos, se le eriza la piel de la rabia. Aunque no viva en su tierra, Zahir comparte el mismo pensamiento de muchas personas que decidieron permanecer allí: que Bojayá seguirá en ese lastre miserable que siempre la ha acompañado.