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Ellos nunca han perdido la esperanza de volver a abrazar a sus padres

TESTIMONIO

Una vida de ausencia

A sus papás los secuestraron cuando la mayoría de ellos eran bebés. Son los hijos de los 23 militares y policías que siguen en poder de las Farc. Uno de ellos, incluso, fue abuelo en cautiverio. Estos son los testimonios de quienes no han conocido otra vida que esperar a su padre.

22 de agosto de 2009

Mientras en las selvas colombianas 23 militares y policías cumplen casi 12 años cautivos y encadenados por las Farc, en diferentes ciudades de Colombia 29 niños y niñas viven con la esperanza de escuchar la noticia del regreso con vida de sus padres o la entrega de los restos mortales de los que ya fallecieron durante el secuestro.

Ellos son los hijos de quienes no se sabe cuándo recobrarán la libertad. Su esperanza depende de un acuerdo entre el gobierno y la guerrilla, o de otra hazaña militar como la Operación 'Jaque'. "Todos los niños sueñan con eso", dice la sicóloga Gloria Villareal, quien desde hace 10 años trabaja con los hijos de los policías secuestrados en la toma de Puerto Rico (Meta). Pero tanto un acuerdo como un rescate son bastante improbables actualmente. El canje está cada vez más lejos, y después de 'Jaque', las Farc han endurecido las condiciones de seguridad de los secuestrados.

Algunos de estos niños ni siquiera han conocido a sus padres, pues estaban en el vientre de sus madres o eran muy pequeños cuando ocurrió el secuestro. Otros se han convertido en adultos durante esta década, como Jennifer Duarte, hija del intendente de la Policía Carlos José Duarte, secuestrado hace 11 años, que hace 10 meses lo convirtió en abuelo.

Pero estar lejos de sus padres no ha sido obstáculo para que estos jóvenes mantengan contacto con ellos. Crecieron enviándoles mensajes en los programas Las voces del secuestro y La Carrilera, leyendo las pocas pruebas de supervivencia que han recibido y formándose una imagen de ellos por los recuerdos de sus familiares. Son pequeños adultos que maduraron a la fuerza. Crecieron combinando los deberes escolares con las marchas; los juegos infantiles, con los homenajes, como el concierto de Juanes que se hizo el año pasado, con apoyo de Fondelibertad.

El intercambio humanitario que tanto sueñan se aleja cada vez más, en medio de las estrategias políticas tanto del gobierno como de las Farc. La única pequeña alegría que han vivido las familias de los secuestrados en los últimos meses fue cuando la semana pasada la guerrilla envió pruebas de supervivencia del cabo primero del Ejército Salín Antonio San Miguel, y del mayor de la Policía Guillermo Javier Solórzano. Los dos llevan más de un año en manos de las Farc. Poco tiempo respecto al que llevan sus compañeros de cautiverio, pero eterno para sus familias.

Aunque las pruebas les dan esperanza, los niños quieren a sus padres en carne y hueso. Que cese el sufrimiento y puedan abrazarse de nuevo. Un anhelo que mantiene con vida a muchos de los secuestrados. Prueba de ese sentimiento es la carta que el teniente Coronel Édgar Yesid Duarte le envió a su hija Viviana en la que le dice: "Por amor a Vivi soportaré, aguantaré, sangraré, rezaré, suplicaré, me humillaré y esperaré, aunque cuando regrese sólo sea un desecho carcomido por el sufrimiento".

“Quiero presentarle a su nieta”
Jennifer Duarte tiene una sorpresa para el día que liberen a su padre, el intendente Carlos José Duarte, secuestrado hace más de 10 años en la toma de Puerto Rico, Meta. Se trata de su nieta Ana María, una bebé que deslumbra con sus ojos azules. Cuando la guerrilla secuestró a Duarte, Jennifer era una niña de 8 años que no entendía por qué “gente con el mismo disfraz del Ejército pero mala” se había llevado a su papá. Tanto ella como Carlos, su hermano menor, crecieron con el corazón ensombrecido por la ausencia de su padre. Para ella fue especialmente duro el día que nació su bebé. Jennifer además está estudiando Ingeniería de Petróleos y sueña con trabajar en Arabia Saudita. Pero su sueño más acariciado es volver a ver a su papá y que se borren los dolores del pasado.

“Vivo con un huequito en el alma”
“Mido 1,63, estoy muy alta para mis 13 años, soy delgada, con el mismo cuerpo de mi mamá. Soy bonita (jejeje), tengo mucho parecido a ti”. A Viviana Duarte le preocupa que su papá no sepa cómo es ella y por eso quiso ponerlo al tanto en un reciente mensaje que le envió. Tenía poco más de un año cuando su papá, el ahora teniente coronel de la Policía Édgar Yesid Duarte fue secuestrado por las Farc, el 14 de octubre de 1998. Desde entonces es como si el tiempo se hubiera detenido. En las cartas que ha enviado la dibuja con sus rizos infantiles, tal vez porque sólo puede imaginarla con la ayuda de dos fotos que vio cuando todavía estaba pequeña: la primera en la revista SEMANA, y otra que su familia pudo mandarle. Ella también ha tenido que reinventarlo a punta de las seis pruebas de supervivencia que le han llegado. “Lo veo triste, más viejito y más calvito. Pero se ve lindo así”. En uno de los videos, su papá le pidió que no dejara de cantarle por radio la canción del pato Donald que aprendió en el jardín infantil, y en otro la hizo reír con la anécdota de un mico que le mordió la oreja. “Me estaba descachando en el colegio, pero ya me recuperé. Soy alegre, espontánea y a veces un poco grosera con mi mamá, pero son altibajos que supero poco a poco”. Le confiesa que está en su etapa de adolescente rebelde con la mayor naturalidad, porque en los mensajes que le envía por radio cada 15 días le gusta “hablar con él como si fuera una conversación normal. Sólo que no me responde”.

Todavía se acuerda de la primera vez que mandó un mensaje: tenía casi 3 años y fue con su mamá al programa Las voces del secuestro. “Yo pensé que iba a hablarle por teléfono y cuando dije ‘aló, aló’, y nadie me respondió, me quejé llorando: ‘Mamá mi papi no me quiere hablar’”.

Aunque no conoce a su papá, se imagina que apenas él recupere la libertad van a hacerse amigos de inmediato porque “yo cojo confianza rápido y sé que él es abierto también”. Espera poder pasar horas jugando Nintendo con él y enseñarle a usar un iPod y los celulares de ahora, porque sabe que ambos comparten la pasión por la tecnología. Pese a su ausencia, Viviana tiene una vida como la de cualquier adolescente. Es muy fuerte, llora poco, pero reconoce que vive con un huequito eterno en el alma.

“Se puede extrañar a quien no se conoce”
Desde muy pequeño, Leonardo Murillo sabe qué responderles a sus compañeritos de colegio cuando le preguntan por qué su papá nunca aparece en las reuniones de padres de familia: “Él no está porque es un héroe de la patria”. Sólo tenía 8 meses cuando su padre, el recién ascendido teniente coronel Enrique Murillo, fue secuestrado en Mitú el primero de noviembre de 1998. Pero asegura, con una madurez poco común a los 11 años de edad, que “se puede extrañar a quien no se conoce”. Admite que le hace mucha falta cada vez que entrena natación, pues le gustaría que le diera consejos de cómo ser mejor. También tiene un arrume de dibujos hechos por él, que esperan su regreso. “Pero cuando más lo he necesitado es para las tareas de matemáticas, para que me ayudara porque en eso me va regular”, admite. Eso sí, reconoce que cuando vuelva, sólo un tema podrá separarlos: el fútbol. “Él es hincha de Millonarios y yo de Nacional”.

Cada semana le envía un mensaje por radio, un regalo para su papá, como aquella foto en la que Leonardo aparece disfrazado cuando tenía 3 años y que le hicieron llegar a la selva. Le ha dejado saber en las pruebas de supervivencia que es uno de sus amuletos. Y si las cartas y los mensajes no le llegan, espera que sus oraciones al irse a dormir lo acompañen : “Hola papito, buenas noches, que Dios bendiga tus pasos”.

“El mejor regalo es la liberación”
Johan Steven sólo conoce a su papá por fotos. Lo poco que sabe de él se lo ha contado Claudia, su mamá, con quien vive en Pasto al lado de sus abuelos, y una tía. El 21 de diciembre de 1997, cuando faltaban tres meses para que Johan naciera, su padre, Libio José Martínez, fue secuestrado por las Farc durante la toma guerrillera de Patascoy, en Nariño. Johan no ha sabido lo que es celebrar un cumpleaños, festejar una Navidad o recibir un Año Nuevo al lado de su padre. Desde cuando tenía 4 años y vio que la mayoría de sus compañeritos del jardín iban con sus padres, Johan se dio cuenta de que en su vida faltaba algo.
 
“Mi mamá me contó lo del secuestro y me dijo que tenía que ser muy fuerte para soportarlo”. Hoy Johan tiene 11 años, cursa grado sexto y sueña con ser piloto de la Fuerza Aérea. Esa fortaleza que le infundió su madre fue la que quizá lo llevó a organizar a principios de este año una caminata de 100 kilómetros durante tres días para que la guerrilla liberara a su padre o le mandara una prueba de supervivencia. La última noticia que tuvo de José Libio fue en 2008: “Lo vi un poquito gordito, fortalecido, con ganas de salir adelante”. Ya tiene varios planes preparados para cuando se produzca la liberación: “Quiero salir a pasear en bicicleta, jugar fútbol, irnos de vacaciones, abrazarlo, darle hartos piquitos y decirle cuánto lo quiero”.

“Ahora debo buscar su sonrisa en el cielo”
A­na María Guevara no pudo celebrar su cumpleaños 14. La víspera, el 14 de febrero de 2006, recibió una noticia dolorosa: su padre, el mayor Julián Ernesto Guevara, secuestrado en Mitú en 1998, había muerto en cautiverio de una extraña enfermedad. Desde entonces, Ana María carga un peso que se le nota cuando habla de su padre. Le ha tocado a la fuerza hacerse a la idea de que él falleció, pero no descansará hasta cuando le devuelvan sus restos. “Es como cuando le dicen a uno que un tipo no lo quiere. Hasta que uno no lo ve, no lo cree”. Sin embargo, trata de esconder ese dolor y a simple vista parece una adolescente cualquiera.

A sus 17 años, es extrovertida, se ríe con frecuencia, sale a “farrear” con su novio, se maquilla, muestra su piercing en la nariz y se emociona cuando explica que es una primípara universitaria. Dice que es feliz y que no hay odio en su corazón, a pesar de que por culpa del secuestro ha vivido sin su padre desde cuando tenía 6 años. Los recuerdos que tiene de él son cada vez más borrosos y a veces, incluso, piensa que se inventa lo que está en su memoria. Por eso pelea contra el olvido, pues es allí, en su mente, donde todavía vive Julián, donde aparece con su uniforme de Policía. “Alguien me dijo que ahora debo buscar su sonrisa en el cielo, sus pensamientos y deseos en mi corazón, su rostro en el mío”, escribió alguna vez. “Alguien también me dijo, creo que fue mi papi, que no importan el tiempo ni la distancia cuando se ama de verdad, porque se siente por siempre en el alma”.