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Uribe: 5 años

Los colombianos están felices con el autoritarismo moderado del Presidente.

4 de agosto de 2007

El presidente Álvaro Uribe conserva niveles altos de aceptación popular al terminar su quinto año de gobierno. Ha perdido terreno y hay indicios de que el famoso teflón puede llegar a ser vulnerable. Pero supera los índices de todos sus antecesores, que se desgastaron en mucho menos tiempo, e incluso figura entre los primeros en las listas de imagen positiva de los mandatarios de América Latina. En la última encuesta, realizada por Yanhaas para RCN radio, alcanza un 75,9 por ciento de opinión favorable.

Uribe ha mantenido su apoyo popular a pesar de haber superado el año más difícil de su Presidencia. Después de su segunda posesión, hace 12 meses, los problemas y las dificultades han surgido por todas partes. Principalmente en tres aspectos: la política de seguridad democrática, el escándalo de la para-política y las relaciones exteriores.

Los mayores inconvenientes han surgido en el campo de la seguridad democrática. Los colombianos ya no se sorprenden con la posibilidad de poder viajar por las carreteras ni con la falta de protagonismo en que han caído las Farc gracias a la mano dura de Uribe. Y en cambio se han conmocionado con la cadena de errores y escándalos que han golpeado a las Fuerzas Armadas: los falsos positivos, las chuzadas telefónicas de la Policía y la infiltración de la mafia y la guerrilla en la cúpula de la institución armada. Se suma la presión por un acuerdo humanitario, sobre todo después del asesinato de los diputados del Valle y de la marcha hacia Bogotá de Gustavo Moncayo.

La segunda fuente de desgaste ha sido la para-política. La mayoría de los congresistas detenidos proviene de las fuerzas gobiernistas. El ex director del DAS Jorge Noguera, también en la cárcel, manejó la campaña uribista en Magdalena en 2002, fue nombrado en el alto cargo por Uribe y ha sido públicamente defendido por el Presidente. La canciller María Consuelo Araújo tuvo que dejar su cartera a raíz de la vinculación de su padre y de su hermano en el proceso. Uno de los más cercanos consejeros del primer mandatario, el senador Mario Uribe, su primo, acaba de ser llamado a rendir versión libre por la Corte Suprema de Justicia. El escándalo se ha acercado al palacio presidencial.

El tercer frente de dificultades ha sido el de la política exterior. El cambio en las mayorías del Congreso de Estados Unidos dejó a Colombia en un sánduche entre el gobierno republicano y el legislativo demócrata, justo cuando están pendientes decisiones cruciales sobre el TLC y la reanudación del Plan Colombia. En ese escenario han tenido eco las denuncias de las organizaciones de derechos humanos sobre la violencia contra los sindicalistas, las concesiones a los paramilitares y los alcances de la para-política.

El trato hacia el presidente Uribe, en un año en el que intensificó la frecuencia de sus viajes a Washington, se deterioró. No en el gobierno Bush, que lo sigue considerando su aliado y amigo. Pero sí en el Congreso y en los medios de comunicación. La política exterior concentrada en una estrecha alianza con George W. Bush -cuya imagen ha caído a un 28 por ciento- ha obligado a Uribe a buscar nuevos lazos con países europeos y latinoamericanos, pero el esfuerzo ha sido tardío: ya está muy consolidada la percepción de Uribe como el mejor amigo de Bush en la región.

Un año como el que acaba de pasar habría tenido efectos devastadores contra cualquier presidente. Habría vencido el famoso teflón. ¿Por qué se mantiene la popularidad de Uribe? ¿Qué ha impedido un mayor desgaste? La mayoría de los análisis coincide en que los buenos resultados de los primeros cuatro años lo mantienen arriba. La imagen del Presidente trabajador y frentero, dispuesto a romper esquemas y a cambiar la historia, y los logros en la seguridad democrática. También ayuda la situación económica: un crecimiento de 8 por ciento, así no llegue a todo el mundo ni haya servido para vencer el desempleo, deja muchos bolsillos satisfechos.

Ninguna de las hipótesis anteriores, sin embargo, parece suficiente. Otros gobiernos también han producido buenos resultados que no han estado acompañados de alta popularidad presidencial. Los de Virgilio Barco y César Gaviria, por ejemplo. También ha habido períodos con alto crecimiento y mala imagen del gobernante.

Uribe tiene dos rasgos muy particulares que alimentan el apoyo popular: el populismo de derecha y el autoritarismo moderado. El primero es un fenómeno nuevo en Colombia, aunque tiene antecedentes en otros países latinoamericanos. Aquí ha habido demagogia izquierdista, con banderas muy características como el discurso antiimperialista y las promesas irrealizables de gasto gubernamental. Pero un discurso populachero, sintonizado con las masas y construido con el propósito de generar aplausos, en boca de un mandatario conservador, es toda una novedad.

Uribe hace cualquier cosa por acercarse a la gente: esperó una hora al profesor Gustavo Moncayo, se planta 14 horas cada sábado en los consejos comunitarios hablando de los asuntos más cercanos al pueblo, y enfila baterías contra símbolos tan representativos del establecimiento político como los ex presidentes, los partidos tradicionales y la gran prensa. No duda en vestirse en las regiones con los atuendos típicos. Usa expresiones populares y lanza peleas que chocan con la majestad presidencial pero que son iguales a las que todos los días casa cualquier hijo de vecino. Y no duda en reaccionar a los problemas con medidas que van a la galería más que a la solución: gobernar desde Cali cuando hay crisis de orden público, destituir 11 generales como respuesta al destape de las chuzadas telefónicas, repetir viajes a Washington ante la evidencia de que el TLC está embolatado.

El estilo popular con dosis de demagogia está acompañado de una concepción de derecha. Lo cual, en un país hastiado de la guerrilla y en el que Hugo Chávez es muy impopular, es un activo. Gusta.

Pero la carta más valiosa para mantener el apoyo de las mayorías es su talante autoritario moderado. Lo ha convertido en un argumento para demostrar que su gobierno está desbloqueando un pasado de parálisis institucional. Como una prueba de que con decisión y trabajo está resolviendo los enormes líos que le heredaron sus antecesores. Lo hace con medidas desafiantes: cambió la Constitución para hacer viable su propia reelección, se enfrenta a las Cortes y las deslegitima, erosiona sistemáticamente la credibilidad de sus críticos y no le tiembla el pulso para llevar a la Fiscalía a su viceministro de Justicia y a la Corte Constitucional a su secretario jurídico. Estas actitudes generan repulsión entre las elites, pero son más tropicales que ilegales. Y son toleradas por la comunidad internacional, así sea a regañadientes, porque están muy lejos de los abusos realmente antidemocráticos del vecino Hugo Chávez: reelección indefinida, cierre de canales, falta de garantías para la oposición, y control sobre todos los estamentos del Estado.

Uribe es el presidente más político que ha habido en muchos años y, a la vez, el que la gente cree más alejado de los partidos y de los centros tradicionales del poder. Comprende a la opinión pública y por eso logra conquistarla. Lo cual no significa que sus medios para hacerlo sean sinónimos de buen gobierno. El populismo, de derecha o de izquierda, tiene los mismos efectos negativos en materia de desinstitucionalización. Y el autoritarismo moderado, en el mediano plazo, se puede desbordar. Un gobierno popular no es lo mismo que un buen gobierno. A Uribe le quedan tres años largos para demostrar lo contrario.