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Viaje al centro de Colombia

Todas las turbulencias y entusiasmos del país corren por el río Magdalena. Durante 29 días Alvaro Sierra lo recorrió para SEMANA desde el nacimiento hasta la desembocadura. Esta es su historia.

9 de julio de 2001

I. EL ALTO RIO

En el Alto Magdalena no hay navegación, sus poblaciones viven de espaldas al agua y se siente, en el monte y las carreteras, la presencia difusa de las FARC. Campesino y atrasado, como ellas, hermoso, deforestado y desaprovechado, el "río de las Tumbas", como lo llamaron los indígenas, aún aguarda su oportunidad.

"Aquí nace el río Magdalena" -Parménides Papamija abarcaba el Páramo de las Papas, una esponja de liquen rodeada de cerros y de nubes que escurren toda el agua de la creación hacia una laguna de siete hectáreas de la cual sale un arroyo negro y profundo que recorre unos metros, se entierra bajo el helado pajonal y aflora convertido en un torrente que se despeña 2.000 metros en los siguientes 40 kilómetros por las cordilleras hasta Quinchana. La laguna, a 3.150 metros de altura, tiene, como el arroyo, nombre de plañidera bíblica: Magdalena.

Para llegar hasta allá se pasa por el municipio de San Sebastián, Cauca, que es el primero del río, aunque la población más cercana al páramo, Valencia, está a dos horas a caballo por las montañas soberbias y deforestadas del Macizo Colombiano, en una zona de indios sin tierra y ricos terratenientes, donde se cultiva amapola y la influencia del ELN en ciertas áreas llega a que su bandera ondee sobre la cabecera municipal, San Sebastián. Aquí, 4.000 indígenas yanacona intentan, desarmados, que el ELN respete su territorio y sus leyes.

En Valencia, donde no hay policía, el cabildo discutió con los ‘zaratanos’, como llaman a los guerrilleros por su uniforme pintado, que se fueran, hasta que los convenció. Y, entretanto, doblados sobre chacras comunales en las que cuidan ajos y cebollas que someten enseguida a un mercado misterioso como Dios, cuentan de ancestros que firmaron títulos de propiedad a payanejos blancos de buenas maneras, y cómo la ‘florecita’, la amapola, compensa su magra economía.



LOS PRIMEROS 100 KILOMETROS

Papamija, guardabosques del lado del Huila, imparte, con la vigilante vecindad de la guerrilla, educación ambiental a las comunidades, las cuales, a falta de otra autoridad en kilómetros a la redonda, le consultan desde líos familiares hasta proyectos de electrificación, y hace de guía en las dos jornadas a caballo hasta el caserío de Quinchana por una trocha primigenia labrada antes de la Conquista, que recorrió Sebastián de Belalcázar para fundar a Neiva y hoy los campesinos reparan por orden del mismo frente de las FARC que asesinó a los caminantes del Parque Puracé.

‘Hace ocho años venían a tumbar monte para sembrar la flor en grandes grupos armados’, hablaba Papamija de la bonanza amapolera que ahora se ha desplazado más abajo, a tierras menos abruptas del Huila, mientras nuestros caballos pasaban el cerro Chantadural, el puente de Santa Marta, el primero sobre el Magdalena, y llegaban a la finca El Cedro, donde los Palechoque, la primera familia del río, ofrece menudas truchas fritas y una cama caliente.

Las estatuas de piedra de Quinchana, el primer pueblo sobre el Magdalena, explican el antigüo nombre del río, Guacahayo (río de las tumbas). Hay una oficina de Telecom, un curita que viene cada quince días a dar misa y de vez en cuando recibe la remesa y, como las inspecciones de policía vecinas, no tiene policía. A San Agustín lleva una carretera destapada por la cual después de las seis de la tarde las FARC prohiben andar. Allí, fortificada, está la primera estación de policía, después de más de 200 kilómetros donde los únicos uniformes oficiales son los de los dos guardabosques que cuidan para el Estado medio Macizo Colombiano (el otro, Carlos Salazar, nos había servido, con unos rones, en su cabaña cerca al nacimiento, del lado del Cauca, el relato escandalizado de los 300 estudiantes de un cabildo indígena que subieron como una horda hasta el páramo, pisoteando cuanto encontraron a su paso: ‘el daño que se le hace al humedal con estas visitas dura 100 años’).



El Alto Magdalena

La capital del Alto Magdalena vive de espaldas al río, con la primera olla de indigentes y bazuko del viaje, y el primer gran colector de aguas negras, pestilente reverencia con que los 24 municipios ribereños del Huila y el centenar más hasta la desembocadura, 44% de ellos sin alcantarillado, saludan el paso del Magdalena. Al puerto de Las Damas llegaron por 300 años los champanes, pesadas embarcaciones empujadas a palanca por indios y negros, y por otro siglo, los vapores. Hoy, pescadores que suben sus canoas en carro hasta la represa de Betania y se bajan pescando río abajo y alguna balsa llegada de Campoalegre para revender la guadua, son lo que queda de la navegación.

La carretera desde San Agustín, con un guaquero pasado a chofer turístico medio desempleado, pasa por la región de Pitalito, con su ganado Blanco Orejinegro y el único grupo paramilitar conocido de la zona; por el precipicio de Pericongo, donde la Gaitana, después de su prefiguración ejemplar del corte de corbata con el español Añasco, a quien paseó, sin ojos y con lazo atravesado en la mandíbula, hasta la muerte, prefirió el suicidio a la captura; por el sitio donde un comando de las FARC voló un microbús interurbano, y termina en la iglesia de Hobo, donde una década atrás Carlos Pizarro depuso las armas del M-19, junto a Betania. Seca por el verano, protegida por una guarnición militar montada con todas las reglas de una zona en guerra y con clubes náuticos como primer signo del país de clase media, la represa es odiada por los pescadores, obligados por ella a cambiar las atarrayas por palas para sacar cascajo del río, pues desde que la construyeron el pescado no volvió a subir.

Cormagdalena, la empresa encargada por la constitución de convertir este río olvidado en algo útil, tiene en Neiva una oficina que atiende una cuenca deforestada en un 70%, donde la navegación y la pesca casi no existen, y unas aguas contaminadas por plaguicidas y aguas negras, con un presupuesto que le ha dado para invertir 10 mil millones de pesos en los últimos dos años, según su director. El cual a veces se destina a obras cuya prioridad desafía la imaginación, como un parque ambiental en Pitalito que habría costado 1.200 millones de pesos (sólo parte es inversión de la corporación).



De Neiva a Honda

Los 215 kilómetros de Neiva a Girardot tomaron tres días por un río tan seco que había que bajarse a empujar el bote deportivo del dueño de un motel en Neiva, lleno de historias de mafiosos y corredor de los rallies por el Bajo Magdalena hasta que éstos se acabaron hace siete años por el secuestro de un participante, y con un baquiano silencioso y sabio sin el cual nunca habríamos llegado. En los 154 kilómetros restantes hasta Honda, por un río más grande y también sin navegación, la lancha del sucesor del pionero del turimo en Girardot y, desde Beltrán (Cundinamarca), la voladora del piloto del ferry Omaira (por la niña de Armero) fueron el transporte. De la viabilidad económica actual del río, dan una idea los costos: 1.800.000 pesos. Todo el mundo viaja en bus.

Se ve pesca, al menos: tripulantes en milagroso equilibrio en la proa de sus canoas, bajan por el río capturando con sus atarrayas capaces en las orillas profundas, cuchas en las cuchillas (el filo de los remansos), patalobos en las caidas (el comienzo de los rápidos) y uno que otro bocachico, que se amarran en anzuelos por fuera de la borda para que el calor, que aquí ya empieza a ser parte de la vida, no los pudra en la jornada.

Villavieja (Huila), cerca al desierto de La Tatacoa, tiene su estación de policía fortificada con sacos de arena en el centro del pueblo. Natagaima (Tolima), a donde se llega por un caño seco, a una orilla sin muelle con las casas más pobres, lleva la vida de todos los pueblos del río en el Tolima, para los cuales lo importante es la carretera. Se pasa ante la hacienda de un narco exilado que tiene un hotel en Girardot y ante una isla que los pescadores dijeron perteneciente a un senador.

La gente es tan pobre que uno se la encuentra cruzando el río con sus haberes y su humanidad pegados a un salvavidas de plátano. En La Chamba, el pueblito tolimense famoso por sus vajillas de cerámica, una señora me dijo que le pagan 17 pesos por cada uno de los platos que hornea todo el día, exportados a Japón: "a nosotras nos quedan las quemaduras y la artritis". Doña Lucrecia, que se atrevió a darnos posada a tres desconocidos en Puerto Olvido (Tolima), cuando no trabaja como jornalera de arroz o algodón, se gana 6 mil pesos diarios por la tarea de diez horas puliendo piezas de barro.

A Girardot (Cundinamarca), que expone al río sus barrios más lúmpenes y un inmenso basurero a cielo abierto que invade con su olor río abajo, lo anuncian los miasmas del río Bogotá, cuyas aguas manchan de negro por varios kilómetros el Magdalena, las obras de un muelle y un malecón turísticos y el caserón que edifica un actor local. En Guataquí (Cundinamarca), don Bautista Molina, padre de una dinastía de 16 hijos, dio posada a Capax, durante su expedición, y dice que no pasó nadando la moya (remolino) de Bizcochuelo. Su hijo, Robinson Molina, campeón en tejido de atarrayas, por 500 pesos por pasajero, es pasero -pasa gente al otro lado del río. En la desembocadura del río Opias me hablaron de las únicas ostras de agua dulce. Y en Ambalema (Tolima), donde sólo quedan algodón y decadencia, un funcionario nostálgico de la alcaldía me contó de los días de gloria del tabaco, del añil y del ferrocarril, cuando los muebles y la ropa de cama se traían de París.

Tratando de entender los misterios político-militares del río (a Ambalema jamás se la ha tomado la guerrilla, y a Beltrán, en la orilla del frente, le han volado dos veces la alcaldía, quizá porque las FARC, que toman pueblos, están en la orilla derecha, y los elenos, que no lo hacen, en la izquierda), y sin ver un guerrillero de uniforme en el camino, un atardecer, por fin, desembarqué en Arrancaplumas, el soleado puerto de Honda, donde un equipo arqueológico excavaba evidencias de 3 mil años. La última ciudad del Tolima, con su desleída pátina colonial, pone fin al Alto Magdalena y exhibe los primeros anuncios de que el resto del río pertenece a los paramilitares.