La plaza de Usaquén está ubicada en la carrera 6a con calle 119. | Foto: Kevin Molano

CRÓNICA

Esta es la historia de la plaza de Usaquén

Los restaurantes, sus árboles, Cinema Paraíso y la biblioteca en latín son solo algunos de los motivos por los que el escritor Gonzalo Mallarino ama este lugar.

Gonzalo Mallarino*
17 de noviembre de 2017

En mi novela Canción de dos mujeres (2016) todo sucede en esta plaza. Por el amor a esa plaza, porque es Bogotá y lo bogotano intensamente, porque vienen al corazón tantos recuerdos, tantas mejillas y tantas palabras queridas, tanto sol sobre las hojas moradas y grises de los eucaliptos. Por eso mi novela sucede ahí.

En un apartamento en el costado norte, en una habitación, en una cama blanca y bordeada de pesares, se está muriendo una mujer que amó tanto a otra mujer. A veces, si tiene ánimo y fuerzas, se levanta y va descalza hasta el balcón a mirar los mirtos, las azaleas, los copetones que han bajado de las ramas. Y en la plaza los árboles altos que el viento toca y hace sonar llevándoles lágrimas a los ojos. Y en el horizonte lejano ya, los cerros lastimados por la herida de las canteras.

La plaza de Usaquén es una mujer. Para mí. Es las mujeres. Las que quise con dolor cuando joven, cuando las esperaba, cuando la esperaba a ella a la salida del colegio, del San Patricio. Aún veo volar unas trenzas y una jardinera verde en el medio de la plaza. En la universidad las esperé también, la esperé porque nos habíamos citado allí y yo tenía que aguardarla sentado en una banca del jardín. Cuántas lágrimas, cuántos besos, cuántas manos entretejidas con fuerza y deseo. La plaza es femenina. Siempre lo fue para mí, siempre lo ha sido.

Los árboles que nombro han sido eucaliptos, urapanes y magnolios. Principalmente. Creo que hubo algunas acacias moradas, pero ya las he olvidado. Creo que hubo senderos por entre los jardines, y agapantos y hortensias. Estoy casi seguro. La plaza ha cambiado mucho, con cada nuevo alcalde. Tal vez era más bonita antes, cuando tenía más pedruscos y arena y ladrillos humedecidos por el tiempo. Y menos cemento. Pero está bien. En Navidad, siempre, ha sido la plaza más íntima –como pedía García Lorca–, y más graciosa de todo Bogotá. Yo lo creo, es un decir.

La iglesia de Santa Bárbara es muy antigua. Está desde que era solamente un templo doctrinero, a finales del siglo XVII. Después, mucho después, hicieron el salón parroquial, y el cementerio, y también el Consejo Episcopal que da a la carrera de arriba, y el seminario de los eudistas que es precioso y tiene una de las bibliotecas en latín más grandes del país. Y de pronto más, de toda América Latina.

Me gusta ir a la plaza. Me gustaba ver los partidos de microfútbol y las bandas musicales. Y a los viejos que esperan al sol. Ellos de vestido y corbata y ellas, ancianas y dulces, de pañolón. Como en cualquier pueblito de la sabana. Como si no hubiera pasado tanto tiempo, y no hubiera carretera Central del Norte ni nada de eso. Y Usaquén siguiera solo, con sus callecitas y su plaza y la espadaña de la iglesia detenida en el viento frío del tiempo. Me gusta pasar un momento, caminar por la plaza aunque sea un momento si he ido al Cinema Paraíso. Y me gusta ir los domingos al mercado de las pulgas de los toldillos de San Pelayo. Eso es de lo más bonito que ocurre en Usaquén hoy día. Si es que no es lo más bonito, junto con las bombillitas de la Navidad. Es solo un decir.

También voy a los restaurantes, que son muchos y deliciosos. No son baratos pero son bonitos todos. Los grandes y los pequeños como bistrós franceses. Eso cambió la plaza, los restaurantes. Un poco como sucedió con Cartagena. Yo creo que eso se hizo con cierto cuidado y me da ilusión ver a la gente caminando y riéndose como si Colombia de veras estuviera en paz, como si fuera un día de feria, con sol y olor a flores y a vino. Todo en derredor de la plaza. A los que vienen de fuera, los que visitan el país, les encanta también.

Los restauranteros. Me pregunto qué va a pasar con el lote del antiguo colegio General Santander. Ojalá no lo cojan los restauranteros. No pueden coger todo. No estaría bien. Ojalá lo coja el municipio y haga allí un centro cultural, con teatrino y talleres y aulas. La gente tiene derecho a lo público y lo gratuito. Y a sus festivales, sus poetas, sus teatreros y sus nefelibatas. Quedaría perfecto ahí un centro cultural, en la pura plaza de Usaquén.

En fin. Todo esto me ha traído nostalgia. Voy a ir hasta allá. Quiero ver otra vez los jardines y la tierra oscura y la sombra de los árboles. Y mirar hacia el balcón de la heroína de mi novela. Y decirle que no llore, que aún puede ser que ella, su amor, vuelva, y caminen un rato alrededor de la plaza, muertas de amor la una por la otra.

*Escritor.