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columna del lector

Cartagena amarga

La desigualdad e injusticia han convertido a Cartagena en una bomba de tiempo, advierte Luis Ospino, lector de SEMANA.COM.

Luis F. Ospino
6 de febrero de 2005

"¡Qué pálidas, qué indiferentes, que muertas resultan las ciudades más deseadas!", escribió Marcel Proust en 'En busca del tiempo perdido'.

Cartagena resulta ser una de esas ciudades deseadas que muestran en las tarjetas postales lo bello y hermoso de un corralito de piedra en una fotografía tomada en el declive de un ocaso costeño. Pero en el fondo de una cruda realidad Cartagena es una masa comprimida de miserias, donde el 70 por ciento de sus habitantes vive en los estratos 1,2 y 3 entre los cuales el 43 por ciento sobrevive en la indigencia.

El pasado mes de noviembre Cartagena sufrió la peor tragedia de todos sus tiempos en materia de ola invernal, 150 viviendas destruidas, 200 semidestruidas, un desastre que se ensañó contra más de

1.500 casas de los arrabales cartageneros. Un desastre donde su gente no se recupera aún de las pérdidas materiales -de lo poco que se puede tener dentro de un ambiente pobre y cohibido-.

Pero más es la pérdida emocional que lleva a esta gente a sentirse humillada dentro de su propia ciudad, una que no les pertenece, como escribiría Fabio Fandillo en Unimedios, "Todo es una expresión natural de una apacible coexistencia social alrededor de reinas, coronas y cetros".

La tragedia dejó ver la desigualdad, la gran brecha que se ha abierto por el poder devastador de los hoteleros por arrinconar más y más a unos seres que como moscas.

Los cartageneros pobres tienen que vivir en las guindaderos a la espera de que en cualquier momento los espante el invierno para que Colombia y en especial la otra Cartagena, los voltee a ver aunque sea con un dejo de vergüenza.

Y fue lo que ocurrió después de 70 años del Concurso Nacional de Belleza donde por primera vez se tuvo que cancelar los actos públicos, pero más por las fuertes lluvias que por solidaridad hacia el amargo panorama de los cartageneros que habitan en las invasiones, donde la única piscina son los charcos por donde juegan cada vez que llueve. Los niños que crecen viendo y sintiendo la angustia de ser más que pobres dentro de una ciudad que los ignora y los esconde cada vez que hay una cumbre internacional en el moderno Centro de Convenciones, o por la visita de presidentes a la Casa de Huéspedes Ilustres.

La pasada ola invernal de noviembre que dejó alrededor de 600 damnificados recrudeció todavía más el drama de las 60.000 personas que carecen de vivienda de una población que cuenta con 902.720 habitantes. En la ciudad, según los estudios del Dane entre 1998 y 2002, la indigencia pasó de 29 por ciento al 42 por ciento, hoy la cifra redondea el 70 por ciento.

Esa es una realidad que se mantiene arrinconada por las populosas calles del Centro Histórico. Y muestra a una Cartagena dividida en dos. Al noroeste, la de los barrios estrato cinco y seis que es una especie de ciudad pujante favorecida por la hotelería ibérica, donde se toma cócteles, café frape, y chef. Al suroriente los ensanches construidos de cartón, tabla, zinc e inclinadas por entre las faldas de los cerros la Popa de la cual hoy los acusan de ser los culpables de su erosión, de un nulo sistema de alcantarillado, de niños descalzos y descamisados con prominente abdomen.

La diversidad étnica, social, política, cultural de Cartagena es enorme, es una bomba de tiempo que en cualquier momento puede estallar. Las razones: la exclusión de los nativos, que esconden con la frivolidad del reinado de la belleza y con sus atracciones coloniales. Además de la corrupción dentro del Concejo, el derroche de whisky y el olvido en el que están postrados los fundamentos del desarrollo social y la equidad.

Además, la especulación inmobiliaria cada día arrincona a los menos favorecidos y muchos empresarios de la construcción se jactan de que muy pronto Cartagena tendrá la torre más alta del país. Mientras en Boca Grande la saturación de construcciones es enorme y hay otros sin techo.

Cartagena es una contradicción social que se ignora en el país de las maravillas, donde la culpa parece tenerla los pobres.