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columna del lector

Cuando el infierno cayó del cielo

El periodista Reinaldo Spitaletta lamenta que aun hoy, después de 60 años del holocausto atómico de Hiroshima, las cosas sigan siendo iguales o, incluso, peores.

Reinaldo Spitaletta
14 de agosto de 2005

El holocausto atómico de Hiroshima y Nagasaki, perpetrado por los Estados Unidos fue un crimen de lesa humanidad. Uno de los más oprobiosos genocidios de la historia y una nueva confirmación, como había pasado ya en los días del nazismo, de la muerte del hombre para transformarse en monstruo.

Esa muerte luminosa, radiante, con un desconocido fuego, derrumbó en definitiva la posible ética, de la cual la guerra carece. Y encumbró a los altares de la ignominia la maldad de un sistema que, después de aquella catástrofe nuclear, sigue devastando al mundo.

Las ruinas y los muertos de las dos ciudades japonesas quedaron como el más aterrador testimonio de la carencia de escrúpulos del imperialismo. Además de su arrogancia, de su naturaleza criminal y de la utilización de la ciencia al servicio de la destrucción.

Una crueldad inédita hasta entonces apareció en la historia. Ya el genocidio de laboratorio, experimentado por los nazis en los campos de exterminio, había llenado de horrores sin cuento al ser humano, cuando el 6 y el 9 de junio de 1945 desde los cielos cayó un nuevo y más espantoso modo de devastación.

"¿Dónde están los hombres?", se preguntaron los pájaros de Hiroshima. No están. O sí: convertidos en llamas, despellejados por el fuego, muertos por la radiación, carbonizados, envueltos en la apocalíptica explosión atómica, en ese hongo mortal que hoy, sesenta años después de la hecatombe, nos sigue conmoviendo y destrozando.

Ahí iban los pilotos del Enola Gay, un bombardero B-29, con su carga descomunal. Transportaban a "Little Boy", el "Nene" de cuatro toneladas de peso, tres metros de largo y 70 centímetros de ancho. A las 8:15 de la mañana lo soltaron sobre Hiroshima y que explotó a 600 metros de altura. Liberó una energía equivalente a la explosión de 13.000 toneladas de dinamita. Un bello espectáculo de luz y color, de vientos huracanados y fuego para los habitantes de una ciudad que no era objetivo militar.

Los 145 mil muertos de Hiroshima, cuando ya Japón estaba derrotado, cuando ya la aviación estadounidense había destruido Tokio, cuando ya la Unión Soviética preparaba una incursión, esos muertos de Hiroshima, la inmensa mayoría civiles, resultaron muy poca cosa para el presidente Truman.

Y los cien mil muertos o más de Nagasaki, sobre los que cayó "Fat man", o el Gordo, otra bomba A, ya hacían parte de la brutal condena que los Estados Unidos, mediante su presidente, habían promulgado contra el ya derruido imperio japonés: "Hemos creado la bomba más terrible que haya conocido la historia universal. Será como la destrucción por el fuego profetizada para la Era del Valle del Eufrates después de Noé y el Arca...".

No había piedad. Ni valoración de que esas ciudades, pertenecientes a un imperio desangrado, no tenían fábricas bélicas ni eran, en esencia, objetivo militar. Había, eso sí, que demostrar el nuevo poderío imperial estadounidense y, en particular, advertir a ese otro enemigo que irrumpía triunfante de la Segunda Guerra, la Unión Soviética, que ellos eran dueños de una nueva arma de destrucción masiva que los haría imbatibles.

De tal virtud, Hiroshima y Nagasaki fueron el primero y más bárbaro manifiesto de la aparición de la Guerra Fría. Eran las víctimas de una convalidación de poder de los Estados Unidos que, con ello, también lanzaban una advertencia mundial: o están conmigo o están contra mí. El acto genocida que cometieron, sin ningún recato moral, sin remordimientos ni contriciones, se erguía como una manera de darse un "gustito" con su maquinaria infernal de guerra.

¿Dónde están los autores de esa masacre universal? Sus sucesores continúan hoy extorsionando al mundo, bombardeando en nombre del "bien", convirtiendo la tierra en su coto de caza. Unas veces arrojan bombas sobre Bagdad, otras sobre Kabul, otras sobre Belgrado, o sobre Hanoi o sobre el Palacio de la Moneda. Y así sucesivamente. Su arsenal es múltiple y sus objetivos también. Igual podrían bombardear para destruir solo al hombre y no a las construcciones. Es que han refinado su poderío nuclear.

Hoy, opuestos también a los tratados para limitar la proliferación de armas nucleares, continúan con su carrera armamentista, violan las soberanías nacionales, agreden pueblos. Todo a nombre de la "libertad" y la "democracia".

Después de Hiroshima y Nagasaki la preservación de la especie humana está en duda, tal como lo advirtieron filósofos y científicos como Bertrand Russell y Albert Einstein. Convocaron a la resolución pacífica de los conflictos y a la limitación en la producción de armas de destrucción masiva.

Por supuesto, el capitalismo imperialista poco caso hizo a tales llamados. Sobre todo, después de implementar la muerte masiva nuclear en las ciudades japonesas. Desencadenado el infierno, de él se valdrán para imponer su poderío económico y su influencia. Qué importa matar mujeres, niños, trabajadores, estudiantes, como los que asesinaron con dos bombitas de nombre simpático en Hiroshima y Nagasaki.

Así que ellos, los dueños del mundo, pueden gritarles a los habitantes del frágil planeta las mismas palabras que están a la entrada del dantesco infierno: "Perded toda esperanza".