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columna del lector

De algunos males colombianos

"La educación se está vendiendo como otro producto comercial, sólo que aquella, es entregada a la gran mayoría de población, como un producto de dudosa calidad, por no decir que nula", dice Lucas Quevedo, columnista de Semana.com

Lucas Quevedo Barrero
12 de febrero de 2006

Recientemente se inauguró la campaña política al Congreso 2006-2010 de algunos émulos del senador Vargas Lleras.  La consigna de los dos jóvenes políticos, era "enseñar a los colombianos a ser empresarios". Qué frase más enigmática, fue lo primero que pensé. ¿Cómo se hace eso?, ¿a través de una ley impulsada por el ahora candidato?, ¿acaso la actividad legislativa da para tanto?  No obstante,lo oportunista de la frase (acaso algún político no lo es?), el asunto requiere un análisis mayor, es decir, una reflexión sin lugares comunes, sin ataques personales, y sin ánimo de hacer lo mismo que se está criticando.

Lo primero que debe hacerse, es olvidar la frase, pues como todas las expresiones de talante similar, carece de contenido, y por supuesto tiene vocación a ser incumplida por quienes las prometen.  Llama sobre todo la atención, lo que no se dice. Quienes han estudiado con seriedad el desarrollo económico (acá obviamente no clasifican Alejandro Gaviria, Rudolph Hommes, el actual Ministro de Hacienda y toda esa corte de psuedo-economistas académicos), saben que las empresas no nacen por generación espontánea y que mucho antes que las empresas, debe existir un capital humano que soporte la productividad de una sociedad, tal y como lo ha predicado Amartya Senn. 

El capital humano sólo se forma por una combinación de factores adecuada, siendo el más importante de ellos la educación.  Sin embargo, de educación no se habla en las propuestas políticas.  Se habla de regalar bonos escolares a los más pobres, de disminuir la deserción escolar y otros tantos asuntos, pero de educación nada.

La actual Ministra del ramo, funcionaria que tiene el mérito de haber hecho carrera en la materia, está llevando a cabo una política que resulta por lo menos discutible.  Se presentan resultados en cifras, pero al igual que los del DANE, no son creíbles, y además no dicen nada así fueran ciertos.  Que se redujo la deserción escolar en un 5%.  Que se aumentaron los cupos en tantos miles.  Que se otorgaron becas a otros tantos niños.  Y?

La apuesta por la educación, apuesta que parece perdida por ahora, implica varios y variados asuntos.  Que el estudiante de 10º no sabe cómo se llamaba el canciller del tercer Reich.  ¿Hasta dónde resulta importante saber ese dato por sí mismo?  Que el estudiante no sabe historia, pero es bueno con los números, digamos, sabe sumar y restar rápido. Entonces, ¿para qué las calculadoras? ¿Acaso saber matemáticas es igual a saber sumar?

La educación se está vendiendo como otro producto comercial, sólo que aquella, es entregada a la gran mayoría de población, como un producto de dudosa calidad, por no decir que nula.  La apuesta es clara: la administración total de nuestras vidas, a costos aceptables y manejados por usureros vestidos de administradores o vendedores (da lo mismo como se les llame), resulta más cómoda que pensar.

Ahora es posible tener en un mismo cd, menudas y encantadoras recopilaciones de "clásicos de la música", interpretadas en versiones que no resultan audibles para un oyente dilecto.  Lo mismo sucede con los 6 restantes artes.  Shakira aparece en los lugares menos deseables; Juanes parece una tortura onmipresente; los realites ya son parte de nuestro inconsciente colectivo; ver un noticiero por más de 10 minutos es ignominioso; leer ciertas revistas da pereza, por no hablar de la programación de las emisoras.  Y todo con el discreto encanto de la uniformidad y la tiranía de la mayoría.

No se equivocaba Aldous Huxley cuando escribía el Mundo Feliz y sus restantes visitas hasta 1966.  Tal vez haya cambiado demasiado el mundo, y en efecto quienes pensamos así, somos un rezago histórico con síntomas de anacronismo y paranoia.  Pero tal vez no, y entonces estamos asistiendo a sucesos que no tienen nombre, pero sí causas y consecuencias conocidas y nefastas.  La cultura del hombre de negocios, es decir, la cultura del mal gusto y la avaricia, ha hecho de esta sociedad, un refugio indeseable, pero apto para toda clase de pillos.  Las normas jurídicas son interpretadas a diario, cuando no cambiadas, para lograr los propósitos de ciertos grupos de poder.  La opinión pública, si es que existe algo así, es manoseada a placer (claro, no falta el insensato periodista que da exclamaciones y alaridos fariseos, pidiendo algo que nunca ha tenido, libertad de opinión).

Los recintos culturales de altura terminan atacados y arrinconados por los monopolios del entretenimiento.  Y esa es tal vez la palabra que mejor sintetiza el problema: hemos dejado de pensar para entretenernos únicamente, mientras unos cuantos personajes abyectos nos chupan la sangre humana que nos que queda, y nos convierten en esclavos de trámites burocráticos, y pacientes y divertidos observadores de la basura que comemos a diarios en los medios.  Mientras tanto, la educación se ha convertido en una gran maquila que produce idiotas útiles (nosotros), para que dependiendo de ciertas circunstancias, el producto sea etiquetado en tal o cual universidad y enviado a algún desmotivador ciclo rutinario, para seguir engendrando aún más mediocridad.  No por nada Bierce afirma que una situación por crítica que sea, siempre puede empeorar.