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columna del lector

Del fanatismo a la paz

Miércoles 13. El Capitán (r) César Augusto Castaño, lector de SEMANA.COM, llama la atención sobre el bajísimo valor que le dan a la vida los fanáticos religiosos.

Capitán (r) César Augusto Castaño Rubiano
10 de julio de 2005

Los habitantes del mundo entero observan a diario imágenes de terror y violencia que provienen de ciudades y países que probablemente jamás conocerán: New York, Madrid, Londres, Irak, Afganistán, Israel y Colombia, por recoger algunos de los tantos casos que produce el orbe. Lo cotidiano de estas acciones ha llevado a que las mismas agoten nuestra capacidad de asombro.

Más allá de esta cruda adaptación, es necesario desarrollar una reflexión frente a esa masificación de la muerte a la que está sometida hoy la humanidad. La muerte como el amor debe ser un asunto personal, ni una ni otro se eligen. Menos aún el amor. Por ello el umbral hacia la muerte definitivamente no debe atravesarse de la mano de nadie.

Como ejemplo de desprecio frente al valor de la vida, observamos el último atentado donde murieron personas inocentes en nombre de una creencia, algo tan absurdo como a la vez incomprensible. Cualquier religión supone tranquilidad del espíritu, pues ella sin importar su origen, rige la conducta sin enfrentar unas libertades a otras, y busca exaltar los valores humanos del hombre.

El fanatismo religioso o político tan en boga hoy en día, es responsable de la angustia, de la sombría sensación de culpabilidad que destroza tanto ser humano. El fanatismo es la ceguera de los que se toman rotundamente en serio a sí mismos y a sus opiniones, pues se consideran en posesión de la verdad y tornan sus creencias propias en doctrinas fijas e inamovibles. Por este motivo es necesario alejarse de posiciones extremas, que tan solo añaden más dolores al que los hombres han conseguido por su torpeza y egoísmo, sembrar a nuestro alrededor.

Es necesario entender que lo que gobierna la vida es el amor, el deseo de la felicidad. Y la gobierna con más acierto que los dogmas o las posiciones irreconciliables, en cuyo nombre se ha matado tanto y se matará aún más. De ahí la necesidad de trabajar en la construcción de la paz, una paz que sea un estado de ánimo colectivo que se edifique sobre la justicia. Es decir, sobre la comprensión, la solidaridad y la generosidad. Cualquier guerra es la consecuencia visible de un desastre interior, ya en los individuos, ya en los pueblos. Por eso se decía cuando todo tenia más sentido, que sólo los pacíficos - no quienes quieren la paz, sino los que la hacen - son hijos del Altísimo, cualquiera sea su nombre.

La humanidad, esa de la cual todos hacemos parte, debe continuar insistiendo en el más antiguo de los sueños del hombre: la paz, pero sin que ella sea entendida como un sueño del que se despierta cada mañana, para encontrar sangre a su alrededor.

* Filósofo