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columna del lector

El retorno del guerrero

"Bajo las estaciones de Londres el presagio del porvenir nos revela que los nuevos tiempos llevarán el sello distintivo de la incertidumbre", opina el académico Fernando Estrada Gallego.

Fernando Estrada Gallego
10 de julio de 2005

Es difícil no pensar que lo sucedido en Londres es una reacción odiosa a los festejos que siguieron a la acreditación de los Juegos Olímpicos del 2012. Una conjetura probablemente precipitada. Digamos que, en el espectro siniestro del terrorista, las circunstancias suelen acaecer como un juego de naipes cuando un ganador tiene cartas escondidas.

Los atentados contra seis estaciones de metro han sumido a la capital londinense en el caos y el pánico. La principal estación afectada y donde tuvo lugar la primera explosión fue Aldgate, cerca del centro financiero de Londres, y en la que conectan las líneas Metropolitan y Circle. Además de esa estación, se produjeron explosiones en las de Liverpool Street, Edware Road, King's Cross, Old Street y Russell Square.

Las huellas del odio nos hace ver un principio axiomático de la violencia categórica: todo es vulnerable. Y no es novedad la violencia, algo con lo que hemos aprendido a convivir los seres humanos. Los actos violentos del terrorista dejarán definitivamente y en forma descomunal, el temor y la desconfianza. Después del 11 de Septiembre, el protagonista de El agente secreto de Conrad, ocupa un lugar central en cualquier estación del mundo.

El significado que tiene el atentado en Londres es simple. Se trata en adelante de verificar en un tablero imaginario quienes son los imperfectos, aquellos que viven alejados de la gracia y de los preceptos de la acción correcta, y sacrificarlos como "el mal".

Como lo expresó Bush en su alocución después del 11 de septiembre. Pero igual, en la guerra del golfo Pérsico lo había expresado Reagan, y en otros conflictos bélicos otros presidentes.

El movimiento del odio mutuo responde a esta alquimia: al considerar que la destrucción es divina, se obra en la dirección correcta al aniquilar al otro. El poder se torna omnicomprensivo y excluyente. El cuadro es apocalíptico. No se trata sólo de la tecnología, logrando colocar en un primer plano aquello que sucede en cualquier parte del mundo, a fin de saciar el hambre de espectáculo del televidente. Más bien es la marcha de los jinetes del fin del mundo, cuyo símbolo trascendental es el fuego. En Irak, como en otros países que padecen el odio imperial, el fuego se ha convertido en un símbolo mitológico de la destrucción humana.

La tragedia de Londres enseña, además, que la invocación a la violencia por parte de minorías radicales o grupos terroristas, induce una forma de control. Que sembrar el miedo o el pánico es ante todo, dejar en cada uno la sensación de convertirse en la próxima víctima. Interiorizado el símbolo del fuego, este logra una mayor destrucción por cuanto crea la posibilidad de que cada uno muera. Esta es la lógica del guerrero. Entrenado para morir, asume una actitud absolutamente temeraria, el acto y la causa por la que lucha son vigorizantes. A la euforia colectiva de ayer se le antepone un sombrío manto. Estamos en un reino no calculado por la razón demostrativa.

Estas respuestas también pueden darse combinadas. El terrorista se somete al dios al que le ofrece la sangre, pero los ejecutores del sacrificio son también agentes de la violencia: la sangre se necesita para el sacrificio sagrado. En la mentalidad del suicida, según la obra de Conrad, no hay nada que sacie más que una masacre. Matar en colectivo es la gloria. En el caso de Londres, se yuxtaponen ideológicamente el valor de los símbolos sagrados con la intención extrema de causar un mayor dolor. La huella debe quedar grabada simbólica y tácticamente. Los puntos de encuentro entre violencia y creencia saltan a la vista. La violencia expone la redención del guerrero cuando ataca a la víctima para mantener la defensa de su comunidad contra las amenazas del enemigo.

En adelante no hay un orden mundial libre, como lo presume Thimoty Garton Ash. La rigidez hegemónica de los Estados imperiales y la sensación de paz interna de sus ciudadanos se ha hecho pedazos. La conducción económica, la estabilidad de las bolsas y los pactos temporales, quedan fracturados.

Viviremos una condición de fragmentación internacional y la guerra clásica será quimera del pasado. Los mega-atentados contra los ingleses y americanos ha cruzado el umbral de difícil retorno. No existe poder invulnerable. Los sistemas que mantienen la vida cotidiana -desde el transporte aéreo hasta las redes telefónicas e informáticas-, son susceptibles de ataques y sabotaje.

Durante décadas los ciudadanos de estos países y sus gobiernos, han difundido una teología en la que los chivos expiatorios son creados de acuerdo con sus creencias, su orden ideal o su forma de vida. Y acusan siempre el mal por fuera de ellos. Bastaría recordar el conjunto de metáforas en los discursos de la guerra fría o en la informática de la guerra en el golfo Pérsico. Bush cree y hace creer en el otro un poder maléfico, un desorden moral que le ayuda a justificar el derecho a corregirlo. El mal se proyecta hacia el exterior, hacia algunos agentes de "contaminación". Con lo que ha sucedido en Nueva York y Londres, el envolvente tejido protector se ha deshecho. El extraño está por dentro.

Esto último augura para las tradiciones de la democracia en Occidente, separadas por la leyenda del progreso y la racionalidad, un retorno al absurdo. Tampoco la modernidad, la tecnología y la aparatosa seguridad militar son signos de tranquilidad. Quede claro que los suicidas hacen uso de los propios medios del bienestar hasta convertirlos en bombas infernales.

Conrad nos enseña que la modernidad racional no canceló el mal, por el contrario, lo exacerbó. La secuencia de imágenes en El agente secreto van abriendo un velo de ignorancia, la extravagante fusión entre los valores del guerrero con la exuberante metrópoli vuelve a su punto.

Una cultura pretenciosamente representada en la gran época de prosperidad y bienestar económico de ingleses y estadounidenses se ha ido al suelo. Hay que notar esa terrible alquimia. Una minoría puede amenazar la identidad por su propia existencia. Quienes llevaron a cabo el mega-atentado, estaban defendiendo para su propia confesión la conservación de su derecho a no ser pisoteados. Venganza, diente por diente. Pagando con la propia moneda del enemigo.

Una pregunta trascendental después del 11 de septiembre era ¿cómo reducir o eliminar el impacto que tendrá la cadena de violencias categóricas? La tradición inglesa tiene filósofos como John Locke o David Hume, que responden a este interrogante, argumentando que una sociedad bien ordenada y democrática alcanzaría esta meta porque, por naturaleza, es menos violenta y más tolerante. No declara la guerra y supuestamente, no sufre guerras civiles.

¿Cierto definitivamente hasta ayer?. No, la verdad, sabemos que el espíritu violento aparece con traje angelical. Mas allá del pacto mutuo entre Bush y Tony Blair después del 11 de septiembre, adviene una inflexible y despiadada lucha contra el mal.

Bajo las estaciones de Londres el presagio del porvenir nos revela que los nuevos tiempos llevarán el sello distintivo de la incertidumbre.