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Fin de año

El semestre de Navidad

Sobre el 'fenómeno navideño' que hace cambiar de actitud a todos escribió el antropólogo Andrés Arredondo, quien cree que esta época es un bálsamo a las dificultades y una excusa que aligera la carga.

Andrés Arredondo Restrepo
12 de febrero de 2006

A los colombianos nos pasa lo que a los náufragos: cualquier trozo de madera que nos ayude a sobrevivir (o a malvivir) es suficiente. Por fortuna, nuestra singular respuesta a las desgracias suele consistir en  programar toda clase de jolgorios y fiestas, tanto así que la geografía nacional es una colorida colección de celebraciones y festividades.

Este año se conmemoraron dos décadas de la ocurrencia casi simultánea de dos de las tragedias que han marcado más profundamente nuestra historia nacional (en una coincidencia propia de una novela de ficción se unieron la toma del Palacio de Justicia y la tragedia de Armero), se observa con mayor fuerza un fenómeno que tal vez no pase inadvertido para nadie.

Se trata de lo que sucede cuando llega la  última época del año. De los meses que terminan en "embre"; del mes de "nociembre", como lo vocifera una emisora de Medellín mientras muele música parrandera de día y de noche. Sí, la proximidad de la Navidad es un bálsamo a nuestras dificultades y una excusa que nos aligere la carga, aunque sea sólo por ponernos a pensar en otra cosa.

Sin embargo esa "proximidad" es cada vez más relativa. Hace sólo unas décadas, cuando la Navidad era sinónimo del pesebre con su novena al niño en castellano arcaico ("¡Oh, Sapiencia suma del Dios soberano."); arbolitos de Navidad hechos de chamizos y bolitas de icopor pegados con esmalte, junto a los poco ecológicos pesebres de musgos y pedazo de vidrio a modo de lago; se podía afirmar que la Navidad era contemporánea de diciembre. Ahora no.

Lo que en nuestros días llamamos Navidad es un tiempo indeterminado entre agosto y enero. De ello se ha hecho cargo en buena medida el comercio, pues ha logrado maximizar la atención de la gente sobre este tiempo bajo el prurito de qué nos deparará felicidad y bienestar, toda vez que accedamos a bienes y servicios sin los cuales el espíritu de la Navidad sería, a lo sumo, una melancólica alegría.

Paradójicamente, la Navidad, como toda tradición religiosa, tiene una temporalidad claramente definida; que en el caso colombiano suele comprender no sólo los días próximos a la natividad (nacimiento), sino que se extiende por unas tres semanas entre el día de aguinaldos y el de reyes. Sin embargo, entre la aparente secularización del legado religioso y el Festín comercial, media una razón que parece inscribirse en lo profundo de la sicología colectiva de los colombianos y es la necesidad de encontrarle vías de escape a tantos problemas, para exorcizarlos y conservar la razón.

Se dirá que ese es un predicamento de pesimistas, pero basta con echar una ojeada a nuestra realidad: guerras (que incluyen cerca de 50.000 irregulares en armas), maltrato infantil en todas sus modalidades, profunda asimetría en la repartición de la riqueza (22 millones de colombianos bajo la línea de pobreza), novedosas y crueles formas de delincuencia común (¿enviar animales descuartizados junto con la carta de extorsión?), invierno que anega la mitad del país, volcanes amenazando erupción. y ahora el problema de la bendita reelección. Todo indica que estamos próximos a pasar del semestre navideño, al anualizado.