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columna del lector

Es peor el remedio...

Francy Cifuentes, lectora de SEMANA.COM, resalta los problemas que tienen que enfrentar las mujeres que salen de sus países para huir de la pobreza o la violencia.

Francy Cifuentes Gutiérrez
23 de enero de 2005

La Organización Internacional de Migraciones ha estimado un número aproximado de 175 millones de migrantes en el mundo. De quienes han cruzado fronteras, casi la mitad son mujeres. Nuestro país se ha caracterizado en los últimos años como una nación de migrantes y actualmente cerca de cinco millones de compatriotas se han establecido en otros estados. Causas económicas, oportunidades de trabajo o estudio, persecución política o social, han animado a estos colombianos a incorporarse a una nueva colectividad, en un lugar distinto al nuestro. Sumado a este flujo humano que se agudizó hace algunos años, se dio el 11 de septiembre, fecha que etiquetó la condición de extranjero con un aire de sospecha y que desencadenó a su vez limitaciones que se hacen con el tiempo más obvias.

Las legislaciones, en aras de proteger la soberanía y seguridad nacional han establecido restricciones a los no nacionales. Asuntos como el acceso a la educación pública y privada, cargos profesionales, libertad sindical, préstamos para vivienda, licencias de conducir, entre otros supuestos - relevantes en la constitución de una calidad de vida óptima para el ciudadano común- incluyen practicas discriminatorias que son señaladas como abominables por los gobiernos, ante la comunidad internacional, pero resultan ser abiertamente patrocinadas por sus ordenamientos jurídicos. A la calidad de migrante se adiciona entonces un evidente grado de vulnerabilidad.

La mujer migrante, en particular, no sólo se expone al trato diferencial en razón de su género, sino que en latitudes distintas a las de su origen es objeto además de manifestaciones visibles o "simuladas" de xenofobia, hostigamiento sexual y laboral, y en el peor de los casos, se convierte en la cifra invisible de las estadísticas de féminas víctimas de violencia doméstica. De hecho, la impotencia para las mujeres migrantes indocumentadas es mayor, al no poder ejercer las acciones correspondientes para obtener justicia, y protegerse de sus agresores; porque en teoría, aún cuando el estatus migratorio no agrega o reduce la dignidad de un ser humano y la correspondiente garantía de sus derechos fundamentales, pareciere ser que en la practica éstas disposiciones se han convertido en letra muerta. El temor no sólo a las represalias que pueda desencadenar por parte del agresor la interposición de la denuncia sino el eventual chantaje incluso por parte de las autoridades- o miedo a ser deportadas, se constituye en un factor trascendente en el instante en el que la mujer agredida prefiere guardar silencio.

Es el inviolable derecho a la vida, el principio inquebrantable sobre el que deben descansar los efectos de aquellas medidas que limitan el ejercicio de los derechos de los extranjeros con el fin de proteger la integridad física y emocional de hombres y especialmente de las mujeres que son abusadas por sus compañeros.

Es innegable que los países deben proteger sus fronteras, es ciertamente veraz que los sistemas de seguridad social - en términos de salud y pensiones- empleo, educación, e incluso de espacio urbano difícilmente sobreviven ante una sobrepoblación. Pero temas como el menoscabo físico, psicológico, sexual y patrimonial de la mujer ejercido por parejas o padres no deben ser considerados como asuntos familiares, tratados a puerta cerrada y sobre los cuales las autoridades no deben tener competencia.

Es necesario un sentido de inmunidad o espacio en blanco en la norma que de no otorgar igualdad de derechos a los nacionales, o a aquellos extranjeros que se encuentran legalizados, con respecto a los irregulares debe permitirles el acceso a los tribunales en situaciones en las que peligre su vida, sin que el horror que las acecha también se extienda hacia los representantes estatales. La naturaleza humana debe despertar la solidaridad y sentido de justicia de las leyes, que es finalmente el propósito para el cual establecemos límites a nuestra libertad y cedemos nuestro albedrío en pro del bien común, sin importar el origen nacional o estatus migratorio de quienes al fin y al cabo, comparten un mismo territorio.