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columna del lector

Lo que certifica la certificación

La certificación de Estados Unidos a Colombia demuestra que los derechos humanos no importan para la política colombiana y norteamericana, opina Carlos Otálora, experto en Derechos Humanos

Carlos Otálora Castañeda*
25 de septiembre de 2005

La Secretaria de Estado de Estados Unidos, Condoleezza Rice, dijo recientemente que "hay suficiente progreso para certificar al Congreso [de Estados Unidos] que el Gobierno y las Fuerzas Armadas de Colombia cumplen los requisitos legales relacionados con los derechos humanos y la ruptura de vínculos con grupos paramilitares" (su declaración está en la página web de su departamento). Por su parte, el Vicepresidente Francisco Santos le dijo a los medios de comunicación que Colombia "es un gobierno y es un Estado y es una democracia que es respetuosa de los derechos humanos".

Sin embargo, la certificación de Estados Unidos a Colombia en materia de derechos humanos, lejos de ser un indicador válido en materia de avances significativos del Gobierno en el mejoramiento de la difícil situación, impone una cortina de humo que evita tomar medidas urgentes en la materia. Además, responde más a criterios geoestratégicos de economía y política exterior, que a sensibilidades reales por la grave situación de derechos humanos que vive Colombia. Finalmente, evidencia que solo el Gobierno colombiano y el Departamento de Estado de Estados Unidos ven avances en los sectores donde hay crisis.

En primer lugar, porque la política de Seguridad Democrática es un factor importante del agravamiento de la situación de derechos humanos en Colombia. La estrategia de las detenciones masivas y arbitrarias ha causado la vulneración sistemática y permanente de los derechos a la libertad e integridad personales. Entre el 7 de agosto de 2002 y el 6 de agosto de 2004, por lo menos 6.332 personas fueron víctima de detención arbitraria.

Así mismo, en el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez han aumentado las denuncias por ejecuciones extrajudiciales y las acusaciones de funcionarios públicos contra personas que ejercen labores legales y legítimas -periodistas, sindicalistas y defensores de derechos humanos- en las que las relacionan con grupos terroristas. El Estado no investiga ni sanciona dichas conductas ilegales y tendenciosas.

Además, la implementación del Plan Patriota ha escalado el conflicto en el sur del país, dejando cientos de víctimas civiles y sacrificando combatientes en una lucha fratricida.

Por la gravedad de estos hechos y muchos más no mencionados, Estados Unidos no tiene argumentos para sostener que el Gobierno cumple "los requisitos legales relacionados con los derechos humanos".

El Departamento de Estado de ese país no puede sustentar tampoco la afirmación de que se están rompiendo los vínculos entre agentes del Estado y grupos paramilitares, precisamente por la desmovilización de combatientes y la aplicación de la ley de "justicia y paz". Estas dinámicas han promovido la institucionalización de las estructuras políticas, económicas y de control social de los paramilitares en muchas regiones del país. La desmovilización padece de fallas estructurales para garantizar el desmonte total de las estructuras ilegales y la reinserción de combatientes a la vida civil.

Por su parte, la ley de justicia y paz esconde deliberadamente la verdad sobre los vínculos entre agentes del Estado y miembros de esos grupos, sus financiadores y gestores políticos, muchos de ellos prestantes personajes de la vida pública nacional, sobre los cuales probablemente pese la responsabilidad por la comisión de graves violaciones de los derechos humanos. La ley de justicia y paz, si algo garantiza, es la verdad sobre la responsabilidad del estado en la conformación, promoción, acción y consolidación de los grupos paramilitares.

Si la certificación se da en un escenario escalofriante en términos de la situación de derechos humanos, es porque no importa profundamente lo que pueda suceder para su mejoramiento. Es evidente, contrario a lo que dice el documento que la sustenta, que la promoción del respeto por los derechos humanos no es un elemento central de la política norteamericana en Colombia. Pero sí queda claro que es necesario descongelar recursos para proseguir con las luchas fundamentales de los gobiernos norteamericano y colombiano: terrorismo y narcotráfico, aún cuando esas luchas sean oprobiosas a las garantías democráticas y los derechos humanos. Por eso insisto que es una decisión geoestratégica de economía y política exterior. Con la decisión quedan disponibles 62 millones de dólares para saturar de glifosato, fusiles y víctimas los campos colombianos.

En una no democracia se puede ser juez y parte: juez, al abrogarse Estados Unidos la potestad de bendecir o condenar a un Estado por sus crisis intestinas y sus resoluciones o irresoluciones; y parte, por ser quien atiza el agravamiento de dichas crisis, mediante el financiamiento de políticas de guerra. En un escenario antidemocrático, siempre ganan: se legitima su perfil difuso de gendarmes de la democracia y engordan las arcas de los beneficios de la expansión de su industria militar.

Un referente importante, fundamental y consensuado, para medir avances concretos en materia de derechos humanos y que expresaría la voluntad del Gobierno hacia ese horizonte, sería una certificación que potencie el contenido político y alcance práctico de las recomendaciones formuladas por Naciones Unidas y respaldadas por el G-24, el que está constituido, entre otros países, por Estados Unidos. Pero la realidad es que no solamente no se han cumplido las recomendaciones sino que el Gobierno ha realizado acciones en contra, entre ellas la implementación de la política de "seguridad democrática", la aprobación de la ley de "justicia y paz" y la ejecución del plan Patriota.

* Coordinador del Observatorio de derechos humanos y derecho humanitario

Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos (CCEEU).