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Premio Nacional de Paz

"A los ladrones los juzgamos nosotros y nadie más"

La semana pasada, la Guardia Indígena de Jambaló se ganó el Premio Nacional de Paz. Lea una crónica del libro 'No somos machos pero somos muchos' sobre este maravilloso experimento de resistencia civil.

Juanita León
19 de diciembre de 2004

El 25 de diciembre de 2001, Críspulo Fernández salió en su motocicleta a las seis de la mañana desde su casa en la vereda de Barondillo hacia la cabecera municipal de Jambaló. Había citado a Leonidas Troches a las siete de la mañana en la sede del Cabildo para que respondiera por las denuncias hechas en su contra.

La noche anterior las familias habían celebrado hasta el amanecer la fiesta de Navidad y el camino estaba desolado. Fernández iba distraído, pensando en eso, cuando a los 20 minutos de viaje se topó con un retén de la guerrilla. Esta vez, como todas las anteriores en las que las Farc lo habían parado, Fernández se negó a presentarle su cédula al guerrillero que se lo exigía. Simplemente le dijo con propiedad: "Soy del Comité jurídico del Cabildo" que hasta ese momento había sido suficiente identificación para que lo dejaran pasar. Pero no esta vez.

El guerrillero que lo detuvo se sintió agredido con la respuesta de Fernández. "¿Acaso no sabe quién es la autoridad en la zona?", le preguntó, ofendido. Críspulo Fernández calló unos segundos antes de contestar. "Si sé quién es la autoridad en la zona y por eso no tengo por qué seguir sus órdenes, le respondió. El Cabildo es la autoridad ancestral en Jambaló ". Fernández es un indígena bajito y reflexivo que por su estilo pausado aparenta más de los treinta y tres años que tiene. Fue inspector de Policía durante cinco años hasta que la causa indígena lo absorbió y se convirtió en el jefe jurídico del Cabildo. El Cabildo es la máxima autoridad de este resguardo, ubicado en las montañas de la cordillera central de los Andes, a cuatro horas de Popayán y la última palabra en los conflictos que surgen entre los 10 mil paeces que integran esta comunidad.

El guerrillero, que sólo conocía el poder que otorgan las armas, lo detuvo durante tres horas, hasta que un comandante le ordenó por radioteléfono que lo dejara seguir. Fernández apresuró el paso porque llevaba más de dos horas de retraso. Cuando llegó al Cabildo descubrió que Leonidas Troches tampoco había asistido al encuentro: la guerrilla de las Farc lo había retenido a las afueras del pueblo.

Troches era un paez de 22 años, que también vivía en la vereda de Barondillo. Por eso Fernández conocía bien su historia: Troches era un ladrón de motos. Con un cómplice, les cambiaban las placas y el color a las motocicletas que hurtaban en las veredas y luego las vendían en la cabecera de Jambaló o en los municipios vecinos. Un día, sin embargo, Troches se cogió confianza y robó una moto en el mercado central del resguardo a plena luz del día. La guardia indígena lo atrapó.

En otro lugar, Troches hubiera ido a parar a la cárcel. Pero como Jambaló es un resguardo que se rige por la justicia indígena, reconocida en la Constitución de 1991, fue juzgado por el Cabildo y colgado del cepo, fueteado y obligado a varios meses de trabajo comunitario, según la ley tradicional. Aunque Troches se comprometió con las autoridades indígenas a cumplir su castigo y trabajar con la comunidad, tan pronto pudo, se escapó y se fue a vivir a Santander de Quilichao, un pueblo más grande, a dos horas de Jambaló. Allí se dedicó nuevamente a robar. Al poco tiempo la Policía lo capturó y terminó en la cárcel.

Un año después, purgada su condena, apareció de nuevo en Barondillo y montó una tienda de granos en su vereda. Su éxito fue arrollador. En un par de meses, su negocio había superado en clientela a las tiendas de sus paisanos: vendía a mitad de precio. Su compañero de celda en la prisión era un narcotraficante que le prestó dinero para montar el local y para sembrar dos hectáreas de amapola que le permitían subsidiar sus abarrotes.

Los vecinos, indignados y al punto de la quiebra, reaccionaron de dos formas. Unos, siguiendo el procedimiento tradicional, lo demandaron ante el Cabildo Indígena. Los otros, en cambio, buscaron una vía más rápida para eliminar al rival: le dijeron a la guerrilla que Troches era paramilitar. Esperaban que las Farc, como es su costumbre en los territorios donde no hay Estado, ejerciera justicia y castigara al competidor desleal.

Críspulo Fernández era consciente de que algunos vecinos habían acusado a Troches de paramilitar y por eso apenas se enteró de que las Farc lo habían retenido se apresuró a actuar.

La guerrilla de 'Tirofijo' es parte del paisaje caucano desde hace más de veinte años. Pero desde 1991, cuando el Ejército bombardeó los campamentos del Secretariado de las Farc en la Uribe, Meta, la cúpula guerrillera se desplazó hacia el Macizo Colombiano y se dispersó por todo el departamento. Los primeros años se limitaron a atracar camiones en la carretera Panamericana y a hostigar pueblos, de donde la Policía fue sacando sus agentes. Pero en 1994, cuando llegaron cientos de empresarios atraídos por las exenciones tributarias que ofrecía el gobierno para recuperar la zona tras la tragedia ocasionada por la avalancha del Río Paez, las Farc se dedicaron a secuestrar a los dueños de las industrias recién instaladas allí. Algunos industriales abandonaron la zona. Otros optaron por financiar grupos de autodefensa para protegerse. De esta forma llegaron los paramilitares al Cauca en 1997. Para el 2000, a punta de masacres, ya controlaban parte de Santander de Quilichao y otros municipios al norte de Popayán. Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, había advertido que no dejaría un solo subversivo vivo en el Cauca y aunque a Jambaló aún no habían llegado, la guerrilla se sentía acorralada. En plena paranoia, había intensificado sus controles sobre la población, para evitar que apoyaran a los paramilitares que rondaban la zona.

Fernández sabía que cualquier sospechoso de ser auxiliador de las autodefensas, como en ese instante era Troches, tenía las horas contadas si caía en manos de las Farc. Tantos años de tratar con la guerrilla le habían enseñado que frente a estos abusos tocaba reaccionar antes de que fuera demasiado tarde. Por eso ordenó convocar a la guardia indígena para concertar un plan que permitiera salir a rescatarlo cuanto antes.

***

La guardia indígena nació en Jambaló en 1998 como una suerte de ejército durmiente para defender el territorio. La conforman hombres y mujeres elegidos por la comunidad para mantener el orden, la disciplina y el control en los resguardos indígenas. El guardia más viejo tiene sesenta y ocho años y el mas joven once. Todos se identifican por la pañoleta roja que se anudan en el cuello y por su bastón de mando, una varita negra parecida a la que usan los magos, adornada con borlas de colores según su rango en la organización. No portan armas, pero tienen una estructura jerárquica disciplinada, casi militar y una sólida convicción de que en su tierra mandan los indígenas y nadie más.

La guerrilla y los paramilitares conocen su fuerza y los respetan hasta el punto que ellos son quizás los únicos que han logrado presionar un verdadero cese de fuego paramilitar en su zona. En enero del 2001, las autodefensas empezaron a asesinar indígenas que bajaban de las veredas los domingos a vender sus cosechas en el mercado de Santander de Quilichao, el centro de comercio más importante de la región. Como en la parte alta de las montañas las Farc hacían presencia, los paramilitares culpaban a los indígenas de ser sus cómplices y de prestarse para abastecer de alimentos a los hombres de `Tirofijo', una sospecha que siempre recae sobre los habitantes de las zonas bajo control del bando enemigo.

Ya habían matado a veinte indígenas, cuando el 25 de junio asesinaron a Cristóbal Seguel, un profesor de escuela muy apreciado en Jambaló. El día en que le dispararon, Seguel estaba llevando a su hermano herido al hospital y la explicación que él dio sobre las heridas de su pariente no satisficieron al paramilitar. Para ellos, un herido que viene del campo no puede ser sino un guerrillero y por eso lo mataron. Seguel era uno de los líderes más queridos de la región y su muerte rebosó la copa de los indígenas. Convocaron a la comunidad a una asamblea en Santander de Quilichao para discutir cómo reaccionar frente a la violencia de las autodefensas y decidieron organizar una minga con la guardia indígena para rescatar los cuerpos inertes de los indígenas que habían sido arrojados en los últimos meses por los paramilitares al río Cauca. Unas ochocientas personas se dividieron en dos grupos y vadearon el río, buscando cadáveres debajo de los matorrales.

Nerviosos de ver a tantos guardias en lo que ya consideraban su `territorio liberado', los paramilitares salieron a su encuentro camuflados como vendedores de helados. Los indígenas conocían sus métodos de terror y sintieron temor, pero no se dejaron intimidar: los trataron como heladeros y no como los culpables de los cuerpos desmembrados que encontraron pudriéndose entre las piedras del río.

Más tarde, se reunieron con el jefe paramilitar de Santander de Quilichao y le exigieron que dejaran en paz a su comunidad y que además, les entregaran a sus muertos. Les advirtieron que de ahí en adelante no admitirían que los siguieran tirando al río. "No somos perros". les dijeron. Después de ese encuentro, las autodefensas suspendieron las masacres de paeces. Al parecer entendieron que con ellos era mejor no meterse.

***

Cada muerto fortalece a la comunidad indígena. Así ha sido desde que el conquistador Pedro de Añasco torturó y descuartizó a Timanaco, el hijo de la Cacica Gaitana, la mujer que encabezó el ejército indígena contra los españoles hace más de quinientos años. Lejos de intimidar a los aborígenes con su cruel ejecución, Añasco provocó su levantamiento. Miles de paeces vengaron la muerte del joven Timanaco sacándole los ojos al conquistador. Así nació la resistencia indígena, cuyo espíritu es transmitido y enriquecido de generación en generación.

En la actualidad es una resistencia absolutamente civil, pero a principios del siglo xx, el paez Quintín Lame conformó una guerrilla que promovió la invasión de cientos de haciendas de terratenientes blancos que durante siglos usurparon su territorio ancestral en el suroccidente del país. Después de haber recuperado gran parte de sus tierras, pero también de haber perdido a cientos de miembros de su comunidad, los líderes indígenas entendieron que el secreto de su fuerza residía en su unidad y no en las armas y obligaron a los guerrilleros del Quintín Lame a reinsertarse a la vida civil en 199 1. Desde entonces su resistencia es desarmada. "Si yo me armo tengo que matar o hacerme matar", dice Alfredo Muelas, coordinador de la guardia en el Consejo Regional Indígena del Cauca. "En cambio ahora le puedo decir a un guerrillero: si me matas dejas de ser lo que eres. De ser un reivindicados de la lucha del pueblo te volviste un asesino de hombres desarmados"

Heredero de esta filosofía, Críspulo Fernández no dudó un segundo en ir a rescatar a Troches aquel 25 de diciembre. Junto con otros indígenas del Cabildo, quemaron un volador y alertaron a los miembros de la guardia indígena para que se reunieran en la escuela del pueblo, como habían acordado en sus asambleas.

En menos de media hora, cincuenta guardias estaban listos para iniciar la búsqueda de Troches. Con la información de quienes vieron cuando se lo llevaron amarrado por la montaña, se dividieron en dos grupos. El primero siguió el camino que suponían habían emprendido con Troches y el otro tomó un atajo por un camino más escarpado. Fernández subió con tres guardias en dirección al campamento de la guerrilla, donde él, como la mayoría de los indígenas de Jambaló, sabía que se encontraban los jefes de ese frente de las Farc.

Tras dos horas de recorrido, llegaron al campamento. Fernández silbó varias veces para no sorprenderlos. Nadie respondió. Entonces, entró directo a la cocina del cambuche de madera donde desayunaban unas guerrilleras. Cuando la primera mujer lo vio le dijo al guerrillero que estaba echado en una cama viendo televisión, "Comandante, llegó visita": El jefe guerrillero se levantó de la cama, se puso las botas y ajustó su arma en el cinto. Caminó hacia Fernández. "¿Quién le dio permiso para venir aquí?", le increpó. "No necesito permiso de nadie para andar por mi tierra"; le replicó Fernández, sosteniéndole la mirada. En tono desafiante el comandante le advirtió: "Si algo pasa en el campamento, usted es el culpable". Fernández, sin amilanarse y ejerciendo su autoridad, le replicó: "Es mejor que se calme, vienen dos mil personas detrás de nosotros".

Fernández no exageraba. Una vez que prendieron el cuetón que dio la alarma, la información pasó de boca en boca y los guardias de todos los resguardos se movilizaron. Los indígenas saben que deben abandonar cualquier oficio que los tenga ocupados e inmediatamente acudir al llamado para defender su territorio.

Lleno de coraje, Fernández confrontó al comandante guerrillero por el secuestro de Troches."El cabildo es una guarida de paramilitares", dijo el guerrillero. "Tenemos pruebas de que ese hombre es un paramilitar". "¿Y cuál es la prueba?", preguntó Fernández. "Estos panfletos de las autodefensas", contestó el guerrillero, agitando en la mano un volante. Fernández desocupó sus bolsillos atestados de la misma propaganda que distribuyen las autodefensas en las veredas para anunciar su llegada, reclutar jóvenes e incentivar la delación de guerrilleros. "Todo el mundo tiene estos papeles, se los dan a uno en cada esquina", le reprochó Fernández.

A un par de kilómetros de allí, el primer grupo de la guardia indígena encontró el cambuche donde unos treinta guerrilleros tenían al joven Troches amarrado a un palo. Al verlos, el de mayor rango que cuidaba al secuestrado soltó una ráfaga de tiros al aire dispersando a los guardias, que corrieron a esconderse. "Si ustedes se abren les entregamos a este comunero a las tres de la tarde"; les prometió el guerrillero, que evidentemente estaba intimidado por la cantidad de hombres y mujeres que esgrimían sus bastones de mando. Los indígenas creyeron en su palabra y se fueron a darle la noticia a Fernández.

El jefe jurídico del Cabildo alcanzó a alegrarse. Incluso cuando a las tres y treinta de la tarde entró una llamada al celular del comandante guerrillero supuso que era para confirmar la liberación de Troches. Pero el hombre colgó el teléfono y no les dijo nada. Simplemente se puso a limpiar su arma. Unos minutos después sonaron a lo lejos tres tiros de fusil. Críspulo Fernández escrutó con su penetrante mirada negra los ojos del guerrillero y le dijo desde el corazón: "Ustedes son tan hijueputas que ya lo mataron". Ni Fernández ni los guardias esperaron la respuesta. Salieron corriendo hacia el cambuche donde habían dejado a Troches amarrado a un árbol. Ya no estaba. Lo encontraron, tirado en una cuneta, a hora y media

de camino, con tres impactos de bala en la cabeza.

Ante la confirmación de la ejecución de Troches, los indígenas que se encontraban en el campamento guerrillero tomaron una decisión relámpago: les dieron diez minutos a los guerrilleros para que desbarataran sus carpas y abandonaran la región. Al principio desestimaron la orden. El comandante trató inclusive de coger su arma para defenderse, pero inmediatamente los casi cincuenta guardias indígenas que lo rodeaban lo comenzaron a puyar con sus varitas. Los otros guardias se dividieron en grupos y formaron círculos alrededor de cada uno de los otros treinta guerrilleros. Como se vieron acorralados, finalmente hicieron sus morrales y se prepararon para partir. Los indígenas quemaron lo que quedó del campamento y escoltaron a los guerrilleros hasta que se internaron en la montaña. Luego volvieron por el cadáver de Troches.

***

Esta no era la primera vez que desterraban a un grupo armado. En el 2000 habían expulsado a unos narcotraficantes de Pereira, que instalaron tres laboratorios para procesar cocaína en dos veredas de Jambaló. Al comienzo muchos indígenas disfrutaron de la nueva fuente de ingresos, pero muy pronto el pueblo se transformó: los cultivos de café, yuca y papa fueron rápidamente sustituidos por coca. Los paeces, que no estaban acostumbrados a tener dinero en efectivo, ansiaron sus bolsillos llenos. Los adolescentes empezaron a desconocer la autoridad de los mayores. Y los hombres tomaron más trago que de costumbre, compraron armas, y más de uno cambió a su mujer por una -o dos- más jóvenes.

Preocupados con la influencia de los laboratorios, los gobernadores indígenas convocaron a una asamblea para discutir el asunto. Los indígenas que cultivaban y procesaban la coca protestaron porque las Farc les cobraba vacuna por cada gramo que sacaban. Aunque sabían que la guerrilla acostumbraba extorsionar a los raspachines, a los indígenas les parecía que hacerlo en el resguardo atentaba contra su autonomía territorial. A los más ancianos les preocupaba que los paramilitares vinieran detrás de los guerrilleros y de la coca.Y a las mujeres, la metamorfosis de sus hijos y es

posos.

Por todas estas razones emprendieron una minga para expulsar los laboratorios de Jambaló. Les dieron a los narcotraficantes quince días para salir voluntariamente de la zona. Pero los narcotraficantes, confiados en la protección que les prestaba la guerrilla, supusieron que los indígenas serían incapaces de ejecutar la orden. Dos semanas después, los laboratorios seguían allí.

Vencido el plazo, tres mil quinientos guardias indígenas, armados con sus bastones con borlas de colores, marcharon hacia la vereda de Zumbico. Allí ubicaron el primer gran laboratorio de coca. Sacaron a los trabajadores y luego lo arrasaron con sus machetes. Después tumbaron el laboratorio en La Mina, otra vereda de Jambaló. Y así, uno a uno, destruyeron los cinco laboratorios que había en el resguardo. Arrumaron la madera y los hornos en la carretera, fuera del perímetro de Jambaló, para que los narcotraficantes o los guerrilleros se los llevaran. Terminada la minga, volvieron a sus rutinas, como si nada.

Los narcos abandonaron definitivamente el resguardo; se trasladaron a otro municipio. Pero la guerrilla sí permaneció en Jambaló, que uso como refugio para descansar y planear sus operaciones, hasta el día en que secuestraron y mataron a Troches.

Después de expulsar a las Farc y cerciorarse de que ningún guerrillero se había quedado atrás, los indígenas velaron y enterraron el cadáver de Troches en la vereda de Barondillo el 26 de diciembre. Luego el Cabildo sancionó a los vecinos que lo habían acusado de paramilitar. Fue una dura lección. "Todos en ese momento entendimos", dice Críspulo Fernández, "que a nuestros ladrones los juzgamos nosotros y nadie más".