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Bolívar en su laberinto El último viaje del Libertador. capítulo del libro.

Joaquín Posada Gutiérrez*
6 de octubre de 2003

Exiguos eran los recursos que llevaba para su viaje el hombre que por tantos años había gobernado la potente Colombia y el opulento Perú, habiendo consumido la mayor parte de lo que heredó de sus mayores, en la guerra de la Independencia. Afectado con la idea de verse en la indigencia en un país extranjero, escribió de Guaduas a su apoderado en Caracas una carta manifestándole su absoluta penuria y previniéndole que vendiese cuanto le quedase de sus posesiones para no verse en la mendicidad en tierra extraña; carta que la historia ha conservado por ser ella un testimonio más de la probidad y honradez del grande hombre perseguido, comprobando su pobreza.

Al llegar el Libertador a Honda fui a recibirle al puerto con el concejo municipal, los empleados públicos y los principales ciudadanos. De los pueblos inmediatos habían ido a la ciudad cuantas personas pudieron, algunas con sus familias; y como en todos los del tránsito fue recibido con iguales demostraciones de afecto y gratitud, su corazón se ensanchó y se complacía en manifestarlo.

Al caer la noche, el capitán de la compañía de granaderos se puso a colocar centinelas en el balcón, en los patios, en las esquinas de las calles, y algunos de los oficiales acompañantes aparentaban una vigilancia ostentativa mirándome de reojo. Esto me disgustó y manifesté al Libertador que en la ciudad de Honda y en mi casa gozaba de completa seguridad, y que por tanto le rogaba que mandase cesar esas precauciones, y así lo hizo.

Para preparar de un todo los champanes eran necesarios todavía tres o cuatro días. Aprovechando este intervalo, el director de las minas de plata de Santa Ana, que estaba en Honda, le invitó a pasar un día en aquel establecimiento, distante unas seis leguas de la ciudad, y lo hizo con tanta instancia que aceptó Bolívar la invitación, más por condescendencia que por curiosidad. En Honda no ha sido ni es fácil conseguir buenos caballos de pronto para más de dos o tres personas, causa por la cual no pudimos salir sino muy tarde en la mañana siguiente.

Diálogo de meditabundos

El sol en el cenit derramaba torrentes de fuego quemando la tierra cuando llegamos a la quebrada de Padilla, bello oasis de los llanos de Mariquita. El Libertador, en extremo fatigado y débil como estaba, quiso descansar allí y, echando pie a tierra, hubimos todos de hacer lo mismo con mucho gusto, acostándonos sobre nuestros pellones a la orilla del cristalino arroyuelo. La frescura del ameno sitio que la sombra de los árboles seculares producía; el murmullo apenas perceptible de las límpidas aguas que se deslizaban reflejando oscilantes sobre las hojas los rayos del sol que podían penetrar por el espeso follaje; el roce de las ramas que un suave vientecillo blandamente balanceaba; el bramido sordo y lejano del río Gualí, que estrellándose de una en otra roca sobre su lecho pedregoso se precipita al Magdalena en rápida y espumosa corriente; el reposo de la naturaleza en aquella hora en que todo lo que vive, menos el esclavo, descansa en los campos de los climas ardientes; todo, todo producía en nosotros un dulce sopor que excitaba a unos a la meditación, a otros al sueño.

Después de más de media hora en que descansábamos en una especie de somnolencia, levantó Bolívar la cabeza, se sentó impaciente, y dirigiéndose a mí, que estaba a su lado, me preguntó:

-¿Por qué piensa usted, mi querido coronel, que estoy yo aquí?

Tan extraña pregunta me sorprendió. Si yo hubiera respondido lo que instantáneamente se me ocurrió, le habría contestado que por el gravísimo error político que cometió al regresar del Perú no sosteniendo el principio de legalidad, sofocando la revolución de Venezuela de una manera diferente de como lo hizo; pero tímidamente, por no ofenderle, le contesté:

-La fatalidad, mi general.

-¡Qué fatalidad! ¡No! -me replicó con vehemencia-: Yo estoy aquí porque no quise entregar la República al colegio de San Bartolomé.

Y calló inclinando meditabundo la cabeza sobre el pecho.

El general Santander había sido colegial de San Bartolomé, el mayor número de los miembros de la sociedad filológica y de los conjurados del 25 de septiembre eran o habían sido del mismo colegio, y ellos figuraban como corifeos del Partido Liberal: a esto hacía alusión aquella palabra de Bolívar, que manifestaba la preocupación incesante de aquel hombre desgraciado, que no podía olvidar a Santander y el atentado del 25 de septiembre.

Levantándose apresurado, pidió a un criado una sábana de la maletera y dijo que iba a bañarse: yo le hice algunas observaciones sobre el riesgo que había, de hacerlo en aquella hora, después de una agitada marcha y acabando de llegar de un clima tan frío, respecto de Honda, como lo era el de Bogotá, y le dije:

-Recuerde vuestra excelencia que Alejandro Magno murió en la flor de su edad por haberse bañado estando acalorado.

Mirándome con indefinible dulzura, me contestó:

-Cuando Alejandro se bañó acalenturado, estaba en el apogeo de su gloria; yo no corro ya ese peligro; además, la muerte de Alejandro la atribuyen unos a que Antípater lo hizo envenenar. y otros a que su enfermedad se agravó por el exceso del vino en una orgía, y yo jamás me he embriagado.

Paisaje indescriptible

Efectivamente, no hubo ejemplar de que Bolívar se embriagase ni en los espléndidos banquetes que se le dieron muchas veces. Después del baño, seguimos, y en todo el camino iba hablando sobre su tema constante de cuál sería la suerte que correrían estas Repúblicas, por la anarquía de las ideas, por la facilidad que las instituciones daban a los ambiciosos para alzarse con el poder público, desmoralizando el pueblo y arruinando el país.

Al subir el cerro que separa la pequeña colina de Santa Ana, de los llanos de Mariquita, se detuvo a admirar el magnífico panorama que desde allí se presenta a la vista en aquella hora: la cordillera Oriental bañada por el sol poniente, reflejando los colores del iris en una prolongada línea de páramos sobre sus elevadas cimas; las extensas llanuras cubiertas de ganados y sembradas aquí y allá de aldeas, de caseríos, de alquerías y de las chozas del pobre jornalero; el Magdalena en un tortuoso curso recogiendo los ríos menores y arroyuelos que de uno y otro lado bajan de ambas cordilleras y serpenteando por las praderas se deslizan más o menos turbulentos, a perderse en él; las bandadas de guacamayos de variado plumaje, de loros, de pelícanos y de mil otros pájaros que al declinar el sol atraviesan el espacio con gritería atronadora, en busca de las ramas donde pasan la noche o donde dejaron sus polluelos; los palmares lozanos y pintorescos que abundan en grupos aislados proporcionando sombra al ganado en las horas de calor sofocante, y alimento con sus corozos a otros animales; del lado opuesto, el nevado del Ruiz, en la cordillera Central, reverberando como plata bruñida sobre las nubes doradas, matizadas de púrpura y azul, que formaban su dosel, los torrentes de luz con que el sol lo hiere al descender a su ocaso; el esplendente indescriptible arrebol que más o menos purpúreo iluminaba la bóveda celeste; todo esto formaba un estupendo y sublime cuadro, que obligaría al espíritu más fuerte a humillarse ante el Creador omnipotente de tantas maravillas, y que detuvo a Bolívar largo rato en religiosa contemplación, de la que participábamos, en silencio respetuoso, los que le acompañábamos.

-¡Qué grandeza, qué magnificencia! ¡Dios se ve, se siente, se palpa! ¿Cómo puede haber hombres que lo nieguen? -fueron sus primeras palabras al salir de su éxtasis.

-Mi general -le dije yo-, los hombres que lo niegan también lo ven, lo sienten, lo palpan, no sólo en sus obras grandiosas, no sólo en los millares de soles que pueblan el espacio infinito, sino en el más pequeño insecto de efímera existencia que se arrastra en el lodo y huella nuestros pies sin percibirlo: pero lo niegan por orgullo, por vanidad, queriendo aparecer superiores al resto del género humano, que suponen ignorante, o para aturdirse, para ahogar los gritos de una conciencia sobresaltada con el delito: yo no creo que haya ateístas por convicción.

Viva el Libertador

A pocos pasos se nos presentó el caserío pajizo del establecimiento, que es hoy una aldea, mucho mayor de lo que era entonces. El director, los mineros ingleses, como unos doscientos jornaleros del país, con sus herramientas en la mano, armas inofensivas del pacífico trabajador, formados haciendo calle en dos filas, y sus esposas y sus hijas teniendo ramos de flores en la mano, todos decentemente vestidos, nos esperaban.

Al vernos, una exclamación entusiasta de «¡Viva el Libertador!» retumbó repercutida por el eco en todas las sinuosidades de la montaña y coloreó las pálidas mejillas de Bolívar, que sensible a aquel homenaje al hombre caído, y no al poder imponente, se esmeraba en manifestar a aquellas buenas gentes su gratitud.

Después de visitar, en la mañana del día siguiente, el establecimiento, bajando a las galerías subterráneas por una lumbrera de 300 pies de profundidad, con inminente riesgo de caer; después de observar con tristeza el ímprobo trabajo que cuesta sacar el codiciado metal de las entrañas de la tierra, las vidas que se pierden para lograrlo, la miseria de los que lo hacen, su aspecto enfermizo y la brevedad de su existencia, siendo muy raro el que de ellos alcanza a vivir 50 años, nos pusimos en marcha para Honda [.]

Rehusando Bolívar entrar a Mariquita, continuamos nuestra marcha con la mayor lentitud, paso a paso. Con los hondanos que nos acompañaban, hablaba de comercio, de agricultura, de minería con la mayor precisión; por ratos guardábamos todos silencio, y así pasamos unas ocho horas en un camino que se anda en cinco, hasta que llegamos a Honda a prima noche.

Los miembros del concejo municipal, los empleados públicos y los principales vecinos habían dispuesto un baile para esa noche, en el que Bolívar, a pesar de su cansancio y debilidad, se manifestó complaciente y agradecido a tantas atenciones, que en su posición no esperaba.

El secretario de la Guerra me había autorizado para contratar un pequeño empréstito voluntario, para preparar los champanes, víveres y lo demás que era necesario suponiendo como en efecto así era, que en la tesorería de Honda no habría fondos sobrantes, y los hondanos se apresuraron a suscribirse.

Adiós con el sombrero

Al gran champán para el Libertador y los oficiales que le acompañaban, le hice abrir ventanas en cada costado de la tolda, forrarlo interiormente de zaraza y entapizarlo lo mejor que se pudo; le puse mesa, asientos, piedra de destilar para clarificar la turbia agua del cenagoso Magdalena. En un champán embarqué una abundante provisión de víveres para todos, incluso la tropa; frutas, bebidas refrescantes, en fin, hice lo que debía hacer en aquel caso.

Todavía descansó Bolívar un día en Honda, mientras se concluían los preparativos para su viaje, y al siguiente a las siete de la mañana se embarcó. La concurrencia al puerto fue numerosa: a caballo, a pie, todo el que pudo ir lo hizo. Al tiempo de embarcarse, abrazándome me dio las gracias por las atenciones que había tenido con él, y poniéndome en la mano la medalla de oro de su busto, me dijo: «Use usted este recuerdo mío en mi nombre». Todos querían abrazarle, y a todos manifestaba su agradecimiento, visiblemente enternecido. Al arrancar los champanes de la playa, pasó a la popa y nos dio el último adiós, con el sombrero en la mano. Los que, apiñados a la orilla del agua, seguíamos con la vista el rápido descenso de los buques, le contestamos del mismo modo, y Bolívar oyó por última vez nuestro voto de ¡Viva el Libertador!

Así despedí yo a Bolívar de la playa del Magdalena, habiéndome tocado encaminarlo vivo al sepulcro que le esperaba abierto en las costas del Atlántico. En su lugar se verá que también me tocó sacarlo de él y entregarlo muerto en la de Santa Marta, a su patria que, si ingrata lo maldijo y lo proscribió, arrepentida volvió por su honor recogiendo los restos venerados de su hijo excelso, a quien debe principalmente el esplendor con que brilla en la historia colombiana.

* El general Joaquín Posada Gutiérrez nació en Cartagena en 1797 y participó en numerosos combates durante la guerra de Independencia. Después siguió actuando en varias de las guerras civiles del siglo xix. Fue también congresista y diplomático. Realizó una visita a Europa durante la cual conoció personalmente a Napoleón. En sus últimos años, ya retirado, se dedicó a escribir su vasta obra Memorias histórico-políticas, cuyo primer tomo se publicó en 1865; el segundo salió en 1881. Fue padre del famoso periodista satírico Joaquín Pablo Posada, fundador de El Alacrán. Murió en 1881 en Bogotá.

La crónica de Posada Gutiérrez sobre el último viaje de Simón Bolívar, cuando parte de Santafé de Bogotá hacia Santa Marta, donde murió el 17 de diciembre de 1830, ha atraído desde hace muchos años a historiadores y escritores. Fue tema de meditación de Álvaro Mutis (no traducido en texto) y Gabriel García Márquez la recreó libremente en El General en su laberinto (ver crónica de Enrique Caballero Escovar en esta misma Antología). Las páginas escogidas de Posada Gutiérrez se concentran en la pausa que realiza el Libertador en Honda durante aquel periplo final y proceden de sus Memorias histórico-políticas. Es una pieza de enorme belleza descriptiva, que al mismo tiempo recoge precisos detalles y transmite magistralmente el aire melancólico que impregnaba este viaje.