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Cali es Cali, lo demás es...?

Al investigador Óscar Duque no le extraña ni la recomendación del gobierno norteamericano a sus ciudadanos acerca de las condiciones de inseguridad de Cali ni la respuesta grandilocuente del alcalde Apolinar Salcedo.

Óscar Duque Sandoval*
22 de noviembre de 2005

Si se quisiese definir a Cali en una palabra, parafraseando al sociólogo De Souza Santos, el vocablo contrastes -en plural- podría ser una buena elección. La existencia de oposiciones y profundas contradicciones entre elementos extremos, lo físico y lo cultural, es la característica prevaleciente. La complejidad que resulta de estas oposiciones tiene su correspondiente contraste mental en la idea de que tales hechos son absolutamente normales y que lo que en otras latitudes es percibido como extremo o extraño, en nuestro medio es generalmente considerado algo rutinario, propio de nuestra compleja y muy particular normalidad. Ello, en el caso especifico de Cali, es, en cierto modo consecuencia de una debilidad y una cierta lejanía institucional. Sin embargo, esa aparente lejanía del Estado no significa que haya sido indiferente y, mucho menos, neutral. Por el contrario, esa aparente debilidad es el contraste de una larga historia de dominación donde la exclusión social y el beneficio de pocos ha sido la regla. Se trata de una ajenidad institucional amenazante frente a la cual, y en especial en relación con los asuntos públicos, el caleño asume una actitud altanera y defensiva, independiente y emprendedora, en el sentido más ambiguo de dichas expresiones; actitudes de las que derivan para la sociedad consecuencias a veces provechosas, a veces crueles, y que hacen que la idea de tradición pierda aquí algo del sentido reposado que tiene en otras sociedades y se manifieste con una temporalidad inminente que en veces conduce al fundamentalismo, o a su contraste, el abandono y la indolencia. Ese contraste entre una debilidad institucional amenazante y un dinamismo social muchas veces irreverente ha dado lugar a un profundo deterioro social e institucional, a una ruptura de las formas de sociabilidad que se hace visible en los altos índices de violencia e inseguridad, en la fragmentación de las representaciones mentales acerca de lo que significa vivir en comunidad y, de manera más específica, en la volatilidad de las responsabilidades sociales de sus habitantes. Al tenerse la idea de que lo excepcional es la constante y que las reglas son coyunturales y negociables, prevalece la idea de que ninguna autoridad puede arrogarse la facultad de regular de manera incondicional y en forma general y permanente una realidad normalmente anormal. Y han sido, en nuestro caso, la mismas autoridades públicas y, con ella, un amplio sector de la dirigencia local, las primeras en difundir una cultura de la ilegalidad al promover esa incertidumbre, la condicionalidad y relatividad de la ley, y en infundir la representación de que en materia institucional todo es negociable de acuerdo con las circunstancias y, en especial, con las conveniencias de quienes tienen especiales intereses en apropiarse de lo que es de todos. De allí que no sea difícil enumerar los problemas que en nuestro medio causan creciente inconformidad e indignación: exclusiones sociales y culturales tan graves e invisibles como las que existen entre una ciudad, la que se extiende de norte a sur, con pretensiones de modernidad, con crecimiento planificado, elegantes edificios y vistosos centros comerciales; con la que queda al oriente, superpoblada, carente de planificación, de servicios básicos y de oportunidades para sus pobladores; corrupción generalizada derivada de las prácticas clientelistas que ha caracterizado el devenir político local; incapacidad para inspirar un modelo de ciudad que supere los problemas de una cada vez más creciente marginalidad social y cultural; y el marcado deterioro de la convivencia ciudadana, originado en la creciente migración de gentes desplazadas por la violencia y la pobreza, por la debilidad de los programas de seguridad y de protección social, la emergencia de múltiples formas delincuenciales y de violencia, la impunidad generalizada y el surgimiento desmesurado del crimen organizado y el narcotráfico que desde los 90 ha permeado inclementemente todos los niveles de la vida social. No son de extrañar, entonces, ni la recomendación del gobierno norteamericano a sus ciudadanos acerca de las condiciones de inseguridad de la ciudad, ni la respuesta del alcalde con sus invocaciones grandilocuentes. Contrasta la visión que desde afuera se tiene de lo que es vivir en la tercera ciudad del país con la perspectiva indolente de quienes -y ha sido constante en las últimas administraciones- consideran que los problemas se resuelven con retórica y promesas y no con acciones ciertas y responsables. Cali es magia, salsa, mujeres hermosas y brisa del atardecer en el Puente Ortiz. Pero, al tiempo, y dentro de su normal anormalidad, es miseria, indolencia, inseguridad y niños en las esquinas de los semáforos. Ese es el gran contraste, una ciudad que de pujante se convirtió en sombría y que de un pasado reciente cargado de virtudes, legado de la época de los juegos panamericanos, sólo le queda un presente permanente donde el futuro es sólo promesa mustia de una retórica evanescente. Cali es Cali, ¿y lo demás es ...? * Docente Universidades Buenaventura, Autónoma de Occidente y Javeriana de Cali. Miembro del Grupo de Investigación en Estudios Sociopolíticos de la Universidad Autónoma de Occidente.