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Luis Eduardo García, un joven líder que decidió pararse frente a los violentos para decirles "no más".

PAZ

Crónica del pueblo que ganó una guerra sin disparar una bala

Los pobladores del Macizo colombiano, al sur del país, decidieron salir a las calles en medio de la guerra y sentarse con los insurgentes para exigirles que no disparen cerca y que no pongan minas. Hoy viven en relativa paz.

Juan Esteban Mejía Upegui (Enviado especial a El Tambo, Cauca)
30 de marzo de 2007

Esta es la historia de gente que, sin disparar ni una sola bala, aprendió a convivir con la guerra. Ocurrió en Cauca, ese departamento del sur del país cuyas noticias suelen estar asociadas con muerte y drogas.

La admirable anécdota es el producto de un proceso que se inició desde 1999, cuando los grupos guerrilleros del país decidieron apoderarse del Macizo colombiano. Éste representaba un territorio estratégico para el tráfico de armas e insumos para la producción de narcóticos por estar cerca de la carretera Panamericana y de la salida por el Pacífico. Además, su clima y su tierra son propicios para los cultivos ilícitos.

Para la década de los 90, el negocio del narcotráfico era próspero por su auge mundial y era la perfecta empresa para financiar la toma del poder militar y territorial que buscaba la guerrilla.

Por eso, los habitantes del Macizo empezaron a notar que la guerra se los iba carcomiendo de a poco. El olor a muerte empezó a impregnarse a lo largo de su geografía montañosa, con diversidad de climas y donde nacen los ríos Cauca y Magdalena.

Y ahí, en medio de tan ambiciosos propósitos de la guerrilla, estaban los habitantes de El Tambo, un municipio del Cauca ubicado en pleno Macizo. Su gente no ha sido ajena al conflicto. Desde aquel entonces, hasta hoy, han muerto allí 351 personas víctimas de la violencia.

La guerra entró sin avisar

Sus vidas eran tranquilas. Sí hacían falta servicios públicos y carreteras, pero se podía vivir en un ambiente pacífico, donde los jóvenes tenían gran protagonismo. Unos 2.000 conformaban la Casa de la Juventud y, desde ella, promovían conciertos, eventos deportivos y actos donde participaba todo El Tambo. Eran líderes.

Pero la guerra tocó sus puertas y entró sin que se las abrieran. El miedo se volvió el pan de cada día. Llovían cilindros de gas cargados de explosivos y las granadas, los impactos de bala y las calles solitarias se hicieron parte del paisaje.

Hubo episodios muy tristes. Una vez, la guerrilla le hizo 11 ataques al municipio en apenas 22 días. Es decir, se cebaron con atentados día por medio durante tres semanas. También arremetieron contra un obelisco que conmemora la batalla de La Cuchilla, en 1816, que es considerada la última batalla de La Patria Boba. Los grupos armados ilegales cogieron aquel monumento de diana para hacer tiro al blanco. Lo destruyeron.

A este terror que generaba la guerrilla, se sumó en 2001 el de los paramilitares, que llegaron a disputar el territorio. Tenían gran interés en reclutar a los muchachos del pueblo aunque ninguno quería participar de una guerra que no les correspondía.

Sin embargo, se inició un puje por quién se quedaba con los jóvenes de El Tambo. Ellos tuvieron que asistir obligados a reuniones donde guerrilleros y paramilitares les ponían tres condiciones. “O se vienen a engrosar nuestras filas, o se van, o los matamos”, decían sin dar oportunidad a réplicas. De a pocos, se fueron del pueblo.

“El resultado fue que de los 2.000 muchachos de la Casa de la Juventud, sólo quedamos 50. La vida de El Tambo se acabó. A las 2 de la tarde, la gente se encerraba en sus casas y hasta dormían vestidos por si les tocaba salir huyendo a media noche. Desde temprano, uno no encontraba ni siquiera una tienda abierta”, cuenta Luis Eduardo García, coordinador de proyectos culturales de la Casa de la Juventud.

Pero los jóvenes no quisieron ser los perdedores. Entonces se inventaron estrategias para sacar a la gente de sus casas y devolverle la vida al pueblo.

Todos al parque

Se les ocurrió usar la religión para poner a sus vecinos a andar otra vez por las calles. “Acá la gente es devota del ‘Amo Jesús’. Programamos rosarios para ese santo en plena plaza del pueblo. Los hacíamos a las 4 de la tarde. La gente iba, rezaba, y se devolvía corriendo para las casas, pero logramos que salieran así fuera por un rato”, cuenta García.

Eso no bastó. Media hora de vida para un pueblo rodeado de montañas, con clima templado y donde conviven felizmente indígenas, afrodescendientes y campesinos de ascendencia blanca, era insignificante. Por eso, siguieron los planes. Luego, se atrevieron a organizar lo que llamaron ‘Cine al parque’. Consistía en proyectar películas al aire libre, en las noches, para que todos fueran. En efecto, nadie quiso perderse ni una función.

Y paralelo al cinema callejero, programaron campeonatos de microfútbol. Tuvieron tal acogida, que hasta las mujeres formaron equipos y participaron también.

“Ganamos. La vida volvió al pueblo y la gente perdió el temor a quedarse hasta las 11 de la noche afuera de sus casas”, comenta García, el mismo que promovió las campañas y que, a sus 35 años, reconocen como líder desde cuando tenía 15.

“Mientras hacíamos los eventos -agrega el joven líder-, pasaban paramilitares en motos, mostrando las armas y mirándonos feo. Ellos eran los únicos que se asomaban por el parque mientras estábamos ahí, porque los guerrilleros se mantenían distantes. Más tarde, supimos que en dos ocasiones se iban a tomar el pueblo y hasta iban a arrojar cilindros, pero nos vieron a todos reunidos y decidieron retirarse”.

Aunque pasaban cosas por el estilo, la guerra continuaba y había que estar preparados, no para responder, pero sí para convivir con ella. Por eso, de manera empírica, los líderes montaron talleres sobre cómo actuar ante una toma bélica.

Los habitantes de El Tambo aprendieron que debían identificar los sitios más seguros de las casas. Al escuchar el primer disparo, debían refugiarse en él y tranquilizar a los niños sin mostrarles temor, para no generar pánico.

La guerra tomó ventaja

Al poco tiempo, se dieron cuenta de que la guerra les llevaba un paso adelante. Ahora, la mayor amenaza eran las minas que habían sembrado los grupos armados alrededor del municipio y nadie estaba preparado para evitar los accidentes con esos artefactos.

Los testimonios son aterradores. A una señora le pusieron un cerco de minas en la puerta de su casa. Cuando fue a salir a recoger leña con sus hijos, todos quedaron heridos.

Así, los elementos explosivos se volvieron parte de la vida cotidiana. Hasta granadas se veían por ahí, abandonadas. Una vez, una niña de 8 años tomó una que se encontró por el camino. La guardó en su morral y estuvo jugando con ella durante 15 días. Por fortuna, no explotó.

Otra señora salió un día a hacer oficio en el corredor de su casa. De repente, vio algo raro en el techo y notó que era una granada. En vez de avisarles a las autoridades, comenzó a golpearla con la escoba, dizque para ver si era cierto que eso explotaba. Milagrosamente, no pudo confirmar su duda. De lo contrario, hubiera perdido la vida.

Pero otros no han corrido con la misma suerte. Abundan los casos de lesionados que tomaron explosivos sin saber qué tenían en las manos. De hecho, El Tambo es el municipio del Cauca que tiene más problemas de minas antipersona. Desde 1990, hasta 2007, se han registrado 65 casos.

Estas historias dan cuenta de que no estaban preparados para esa parte de la guerra. Esto hizo que las noticias de personas que habían pisado minas empezaran a conocerse con frecuencia en el pueblo.

Cada vez, los casos eran más lejanos al casco urbano. Se presentaban en las veredas, allá donde sólo se ven campos verdes, carreteras destapadas y donde los mejores transportes son el caballo o andar a pie.

“Señores, no más”

Por eso, desde la cabecera se hicieron programas para llevar a las escuelas y a los líderes de las veredas. Con pura intuición, hicieron mapas en los que la gente decía dónde podría haber minas y dónde no. Casi siempre, coincidían. Eso ayudó a prevenir un poco los accidentes.

Pero el tema era difícil. Nadie sabía el manejo técnico de esos artefactos y tampoco había disciplina para denunciar dónde los veían o sospechaban que estaban.

El desespero iba creciendo. Tanto, que les pidieron al defensor del pueblo, Víctor Meléndez, y al personero, Hubert Erazo, que los ayudara a programar reuniones con los grupos armados y que ellos asumieran la vocería para que dejaran de combatir cerca del pueblo y para que suspendieran el sembrado de minas.

Los funcionarios cumplieron la tarea. Organizaron los encuentros y los acompañaron jóvenes y otros líderes. De frente, les dijeron a los violentos que “no más”.

“Vean, señores, es que queremos pedirles que dejen de sembrar minas porque los que nos estamos afectando somos nosotros. Quienes están sufriendo con eso son los niños y los campesinos”, les decía Meléndez.

“Tengan en cuenta también que cuando ustedes combaten cerca de nosotros, corremos el riesgo de morir por su culpa. Y están disparando cerca de las escuelas y de las casas. Eso nos pone a participar de una guerra que no es nuestra y que tampoco queremos que lo sea”, pidieron, siempre en tono amigable.

En un documental que grabó la Vicepresidencia de la República, el personero dice que les hicieron ese frente a las minas porque “es un problema muy grave. Para qué educación y para qué vías si ni siquiera se puede salir. Se accidentan personas, caballos, vacas...”.

Al principio, las respuestas fueron negativas. Los insurgentes se escudaban en decir que, cuando a ellos los atacaban, tenían que defenderse desde donde fuera. Y que la guerra es la guerra y, en ella, todo se vale.

“Luego, el ELN se mostró de acuerdo con la propuesta, pero ni las Farc, ni los paramilitares hicieron buenos gestos. De repente, empezamos a sentir los combates lejos del casco urbano”, cuenta García.

Minas, mal de una región

Historias como esas sucedieron a lo largo de todo el Macizo, donde se ubican municipios de Huila, Tolima, Caquetá, Putumayo, Nariño y Cauca. Los protagonistas eran de diversas procedencias, como indígenas, negros o campesinos de ascendencia blanca.

A pesar de las diferencias, las anécdotas contaban un rasgo común: hacerle frente a la guerra y, últimamente, a las minas.

A todos ellos se sumó la Vicepresidencia con un programa de protección y prevención de accidentes con minas. “Por medio de éste, hemos dado lecciones a lo largo del Macizo donde le enseñamos a la gente a identificarlas. Les decimos qué hacer cuando alguien sufre un accidente con ellas y a denunciar cualquier tipo de sospecha sobre campos minados”, comenta Hermedis Gutiérrez, coordinador del proyecto.

Después de los talleres, ya hay resultados para mostrar. De 27 casos que se presentaron en El Tambo en 2005, se pasó a nueve en 2006. “Esto, gracias a que la gente ya no se arriesga a pasar por los territorios que presumen como minados. Tampoco se atreve a tocar los elementos explosivos que ven por ahí, sino que dice dónde están para que los expertos los recojan”, cuenta el personero.

Así, los habitantes del Macizo conviven con la guerra que les toca vivir. No tienen más opciones. Y vencieron el miedo, el peor enemigo que tenían. “Logramos quedarnos en nuestra tierra. No nos hemos ido y no lo vamos a hacer, aunque más de 8.000 personas hayan huido. Por eso, puedo decir que ganamos”, concluye García.