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De los amores negados

La escritora colombiana Angela Becerra ganó la semana pasada el Latin Literary Award 2004 que se realiza en el marco de la feria Book Expo America de Chicago. Su libro 'De los amores negados', fue reconocido como el mejor en la categoría de novela romántica. Lea un capítulo del libro.

4 de julio de 2004

1. la anunciación
El ángel del Señor anunció a María.
y ella dijo: ". Hágase en mí, según su palabra"
LUCAS 1:28

Esa mañana Fiamma se había soñado con un arcángel de alas suavísimas que le iba llevando por los aires y ella reía a carcajadas sueltas. Siempre había creído que los sueños eran presagios negativos disfrazados de alegría.

Se levantó con desgana y empezaron a escurrirle pensamientos entre el agua y el jabón que le lavaban. Se dio cuenta que mientras se frotaba la piel, en realidad estaba tratando de quitar una mancha que de repente había descubierto en su mente.

Para remate, el día había amanecido amodorrado, cargado de espesas nubes que parecían burras de carga. Ese día atravesaría la bahía caminando. Hacía un calor húmedo y derretido, de esos que se pegan al cuerpo y acompañan a la fuerza. Apesadumbrada, abrió el armario y mientras sacaba las sandalias de un cajón, guardó sus pensamientos premonitorios en otro.

Desayunó sin hambre unos trozos de papaya y piña y con el último trozo en la boca salió a la calle. Le encantaba respirar el aliento destemplado del puerto; ese olor a sal mojada y a mojarra recién pescada. Miró el reloj y se dio cuenta lo tarde que era. Si no se daba prisa llegaría tarde a la cita que tenía con aquella periodista que quería sacarla en su programa Gente que cura, que se emitía los martes en la principal cadena de televisión. Cogió su atajo preferido. La Calle de las Angustias había sido su sempiterno trayecto de infancia, el camino que cada mañana la llevaba al colegio. En aquel entonces se entretenía enumerando fachadas de colores. Allí seguían sin envejecer aquellas enormes casas de pórticos nobles y colores primarios; parecía como si un dios pintor hubiese derramado sin mesura toneles de pintura sobre ellas; rojos, azules y naranjas vibraban rotos por aquella extraña casa violeta que tanto le había intrigado y a la que había bautizado como flor oriental.

Aceleró el paso. Hacía ya tiempo que evitaba pensar demasiado. Sus días se habían convertido en un ir y venir de sueños frustrados; una monotonía vestía como uniforme su alma y le impedía disfrutar de nada. Hoy sería distinto, pensó. Tendría algo diferente que hacer.

Iba distraída pensando en la entrevista cuando un grito desgarrado venido del cielo no pudo prevenirla de lo inevitable.

Una presión brutal la cegó despegándola del mundo. Elevándola a un estado placentero de inconciencia total. Aterrizándola en el cemento ardiente. Lo último que vio fue una mancha negra, caliente y líquida. No llegó a enterarse del ángel que bajando en picado desde el cielo acababa de caerle encima.

Fiamma quedó tendida en el andén. Un hilo de sangre fue tiñéndola de rojo. A su lado un ángel con cara plácida y cuerpo partido en dos esperaba el auxilio de su dueña.

La mujer que desde una terraza había gritado tratando inútilmente de evitar el accidente, había sido la causante de éste. Mientras situaba la última adquisición de su colección de ángeles entre sus madreselvas, había dejado escapar de sus manos la valiosa pieza.

El ulular de una ambulancia fue atrayendo vecinos y transeúntes ávidos de morbosidades accidentales.

La mujer del ángel, horrorizada con lo que acababa de provocar, descendió a trompicones los cuatro pisos que la separaban del exterior y, abriéndose paso entre el tumulto curioso, llegó hasta el lugar donde yacían los dos cuerpos. Comprobó -sin que se le notara apenas- que su ángel tenía arreglo y que la mujer respiraba.

Cuando Fiamma abrió los ojos se encontró rodeada de caras de mulatitos espantados y con un rostro blanquísimo de mujer que la miraba fijo con sus ojos de largas pestañas y le decía algo que ella no escuchaba. Había olvidado quién era. Qué hacía allí. Dónde estaba. Lo único que sentía era un dolor agudo en su nariz.

Al llegar la ambulancia Fiamma continuaba desorientada y desmemoriada. Los camilleros gritaban pidiendo paso. Sin darse cuenta Fiamma se vio metida en el vehículo, escoltada por una extraña que se había empeñado en acompañarla después de que los enfermeros le habían preguntado si era pariente o algo de la accidentada.

Mientras iba camino al hospital, su cabeza giraba al loco ritmo de la sirena y, aunque todos sus signos vitales eran correctos, su desmemoria era evidente.

En medio de un tráfico infernal, la ambulancia coronó las urgencias del Hospital del Divino Dolor. Fiamma fue conducida por un pasillo lleno de camillas ocupadas por parturientas, ancianos y borrachos en coma etílico, mientras la mujer del ángel tuvo que quedarse en la sala de espera, sin poder dar más datos que los propios, pues desconocía la identidad de su víctima.

En medio de esas paredes blanquecinas y descuidadas a Fiamma le fue invadiendo aquel olor a desinfección que tanto odiaba. Aquella pestilencia a formol le resucitó el primer recuerdo.

Aborrecía las salas de urgencia de los hospitales. En realidad no era un rechazo al sitio, aunque ella lo había puesto en el mismo paquete, era el olor a muerte. Algo que se le había metido en su nariz a los dos años, cuando había visto, y sobre todo olido, a su abuela dentro del ataúd. A la hora de embalsamarla, al encargado de la funeraria se le había ido la mano vertiendo el contenido de un galón de formol sobre su cuerpo. Años después, cuando fueron a enterrar al abuelo encima de la abuela, Fiamma la había vuelto a ver intacta envuelta en aquel tufo a desinfección que estuvo a punto de resucitar al muerto. De aquel olor Fiamma no había podido librarse nunca. Ahora, gracias a él, poco a poco le había ido llegando su identidad. Lo más remoto y lo inmediato. Desde sus retazos de infancia hasta la cita a la que acudía en el momento de no sabía qué. Tardó los minutos justos para comprobar que sentía manos y pies, entonces reaccionó como resucitada. Se levantó de golpe con una idea clara: necesitaba escapar del hospital. Su fobia era peor que su malestar. Se escurrió entre camillas hasta meterse en la primera puerta que encontró, un lavabo. Allí examinó su nariz hinchada y comprobó que el hematoma se resolvería sin más cuidados que los caseros.

Pudo escabullirse por la sala de espera sin que nadie notara su salida, salvo la mujer del ángel que decidió seguirla.

Empezó a huir como alma que lleva el diablo, temiendo que algún enfermero le llamara la atención. Mientras caminaba la brisa salada la fue regenerando. Le dolía todo, pero se acordaba de todo. Había pasado un susto de muerte. Lo que aún no entendía era qué le había pasado para haber perdido el conocimiento.

Detrás, a pocos metros, con sus zapatos de charol rojo y su impecable vestido de chaqueta verde, la seguía su sofisticada agresora fortuita, quien, al darse cuenta que Fiamma había parado un taxi, se adelantó y presentándose educadamente como Estrella Blanco, sin más preámbulos, se metió dentro con ella.

Llegaron a la Calle de las Angustias. El taxi se detuvo frente a una gran fachada amarilla. Estrella Blanco se había empeñado en llevar a Fiamma a su casa, después de insistirle sin éxito en regresar al hospital, y ésta había aceptado a desgana pues se encontraba sin fuerzas para pelear otra negativa. En el camino le había explicado cómo había sucedido todo sin parar de disculparse compulsivamente por su torpeza.

Cuando estaban atravesando el lujoso pórtico, Estrella empezó a contarle a Fiamma todas las piruetas que había tenido que hacer para conseguir el piso que estaba a punto de enseñarle. Le contó que aquella casa había pertenecido a una vieja aristócrata, coleccionista de arte sacro. Una dama culta y de refinados modales. Mientras hablaba, abrió el viejo portal de hierro. El chirrido de la puerta les destempló los dientes. Era una vieja y elegante casa de pisos que en siglos anteriores había albergado a nobles familias. Tomaron el ascensor hasta llegar arriba de todo.

Al entrar, se encontraron en el recibidor al agresor. Lo había subido el portero después del accidente. El ángel partido en dos era un antiguo mascarón de proa, una bella talla en madera del siglo XVI. Estrella se acercó a él y se entretuvo acariciando las posibilidades de restauración. Fiamma la observaba sorprendida; no dejaba de intrigarle el comportamiento de esa mujer. Se preocupaba más por aquella pieza de anticuario que por ella. No paraba de hablar superficialidades. O estaba muy nerviosa o era una frívola. Prefirió no juzgarla; como sicóloga estaba acostumbrada a toda clase de conductas. Por su consulta pasaban todo tipo de mujeres. Sus tardes eran un desfile variopinto de dolores, tics, desilusiones, manías, soledades y frustraciones, la mayoría de las veces disfrazadas de locuacidades o silencios.

Se dejó guiar por Estrella entre el amplio ático de techos altísimos y terraza volada, llena de ángeles que asomaban por entre madreselvas, buganvillas y naranjos. El canto de cientos de petiamarillos vestía el lugar de magia. Ese jardín había sido creado por un ser delicado, de alta sensibilidad, alguien que tal vez, pensó Fiamma, había amado mucho.

Estrella le fue contando detalles del jardín aéreo. De cómo lo había descubierto. Le dijo que nunca se había atrevido a modificar nada de ese rincón, pues lo consideraba un lugar sagrado, un santuario de amor. Le contó que la mujer que lo había creado había tenido una historia de amor muy contrariada y triste, que la había llevado a refugiarse entre ángeles para olvidar sus penas. Al final, de tanto tratar de olvidarlas, se había olvidado hasta de ella. Había muerto sin saber quién era. Se la había llevado un Alzheimer. Claro que de eso habían pasado varios siglos, y en aquel entonces lo del Alzheimer se desconocía, así que atribuyeron su muerte al amor.

Mientras la escuchaba, Fiamma pensó en tantas y tantas historias de amor frustrado que había llegado a escuchar en su consulta y se encontró imaginando ríos de lágrimas que bajaban por su escalera hasta crear el diluvio de los amores negados. Sin darse cuenta terminó concluyendo en voz alta que todos necesitaban de un sueño para vivir o se corría el grave riesgo de morir por partes.

Estrella había dejado el ángel en la terraza, que con sus brazos caídos y sus manos abiertas parecía suplicar. Sus magníficas alas con la luz tenue del día se desplegaban majestuosas como si estuvieran a punto de emprender vuelo. Si Martín hubiese estado allí, pensó Fiamma mientras observaba el ángel roto, habría dicho que eran alas de Botticelli; sabía tanto de ángeles. De repente se sintió mareada. Estrella la cogió por el brazo y la hizo recostar en el sofá. La sangre perdida había ido a parar a su estómago, produciéndole una fastidiosa sensación que Fiamma aguantaba en silencio. Como siempre, no quería molestar a nadie; evitaba producir incomodidades ajenas aun a fuerza de ocultar las propias. Así había sido desde niña; se había ido tragando sus disgustos para satisfacer a los demás y tenerlos contentos.

A pesar de no haberle pedido nada, Estrella fue a la cocina y le trajo una humeante infusión de hierbabuena hecha con hojitas arrancadas del jardín. El olor silvestre de la taza la reanimó. Entre sorbo y sorbo pasaron a tutearse, y terminaron finalmente enfrascadas en una entretenida conversación, donde Fiamma acabó olvidando del todo su incomodidad.

Mientras escuchaba, Fiamma se dedicó a observar con ojos de lechuza la magnífica sala y la colección de ángeles más maravillosa que jamás había visto. Se acordó de su locura de ir coleccionando deidades indias y pensó algo que nunca se le había ocurrido: "Coleccionamos para llenar vacíos. Cuando estamos llenos por dentro, no tenemos espacio para nada exterior". Entonces, se preguntó intrigada. ¿Cuándo había empezado ella a coleccionar sus deidades? Tenía que buscar en qué fecha había nacido ese hábito. De repente interrumpió a Estrella y le preguntó cuánto tiempo hacía que coleccionaba ángeles. A Estrella le pareció que la pregunta no tenía nada que ver con lo que estaban hablando, pero como los ángeles eran su locura, no le importó cambiar de conversación, explicándole con lujo de detalles de dónde le venía esa fascinación. Le contó que de niña había estudiado en el colegio de las carmelitas descalzas, a la entrada del cual siempre la había recibido con los brazos abiertos un ángel que presidía la puerta con la orla entre sus alas, recordando en latín el: "ora et labora". Se había acostumbrado tanto a ellos que hasta había pensado que nunca le faltaría uno que la sacara de apuros, pero puntualizó que el ponerse a coleccionar ángeles había sido una costumbre relativamente nueva, que había surgido a raíz de su divorcio, de eso hacía tres años.

Para sus adentros, Fiamma confirmó su recién estrenada teoría de soledad.

Tomó una bolsa de hielo que su desconocida amiga había preparado y se la puso en su nariz. La hinchazón se había apoderado de su cara.

Así, entre el hielo derretido y las palabras de su agresora, se le escurrió el tiempo. Supo que Estrella era directora de la ONG: Amor sin límites, y que se dedicaba en cuerpo y alma a llevar a los rincones más apartados del mundo un bien muy preciado que últimamente escaseaba: el amor. Supo que era huérfana, hija única, y alcanzó a ver a través de sus ojos una mueca desdentada de tristeza y soledad vestida de sonrisa y buenos modales.

Fiamma estaba acostumbrada a lanzar preguntas que invitaban a desnudar el corazón, provocando que la gente se abriera a ella sin reservas. Aparte de poseer el don de saber escuchar, era una sagaz observadora. Había aprendido a descifrar, en el lenguaje gestual, carencias y conflictos enraizados en el fondo de la psiquis humana. Sabía ver en los rostros la cara del alma. Se dedicaba a escuchar tristezas, abandonos y frustraciones, y a dar abrazos, silencios y mucha comprensión. Estaba convencida que lo más importante, lo que de verdad hacía feliz a un ser humano era sentirse comprendido por alguien. La incomprensión era el caldo de cultivo de la soledad crónica, el carcoma que engendraba el desamor. Percibió que Estrella necesitaba ser escuchada, tenida en cuenta. Debajo de tanta belleza, acicales y elegancias se escondía una raída orfandad. Cuando su interlocutora acabó de hablar, Fiamma le contó a que se dedicaba; hablaron de las mujeres, de los hombres, de las incomprensiones, de los maltratos, de las ilusiones y las desilusiones. de las soledades. En cada palabra pronunciada por Fiamma, Estrella se iba identificando. Jamás se le había ocurrido pensar que ella arrastraba un problema que necesitaba ser tratado. Ahora, conversando con Fiamma, se le habían revuelto sus dolores. Nunca había hablado de ello con nadie. Había escondido su fracaso y miseria interior, rellenando vacíos con actos benéficos. ¿Cuánto tiempo hacía que arrastraba solitudes en medio de cócteles, champán, risas, discursos y cara de niña buena? No había peor soledad que aquella que se vivía acompañada de carcajadas y felicidades ajenas. y de eso, Estrella iba atiborrada. Acababa de descubrir que sufría de soledad crónica. Sin querer, sus labios dibujaron una sonrisa; este gesto no pasó desapercibido para Fiamma, quien en sus años de experiencia había descubierto que cuando las personas no podían soportar algo que les dolía demasiado, recurrían a la risa para ocultar su pena.

En ese momento las campanas de todas las iglesias se alzaron en vuelo. Eran las doce, la hora del ángelus. Fiamma recordó la cita a la que nunca llegó y se levantó como un resorte del sofá. Buscó en su bolso el teléfono. Odiaba los móviles, por eso solía tener el suyo en silencio; el buzón de voz anunciaba en parpadeos la sobresaturación de mensajes.

Qué sensación más extraña. Le parecía que las campanas se equivocaban. No había podido pasar tanto tiempo allí. De un soplo se le había esfumado la mañana; las horas habían volado placenteras. Había hablado mucho y escuchado más. Ahora volvía a resucitarle el dolor; sentía su nariz como un enorme apéndice pegado a su cara, con palpitaciones y clamores propios.

Ni siquiera había vuelto a mirarse la herida. Estrella había ofrecido dejarle una blusa limpia, pues la que llevaba estaba manchada de sangre, y no se había cambiado. Había mariposeado entre ángeles e historias. Se hubiera quedado el día entero, hablando y escuchando.

Se miró la camisa y, extrañada, comprobó que la sangre había creado un bello y significativo cuadro. Como nacidas del pincel de Frida Kalho aparecían, entre un entramado de espinas, ocho rosas rojas. Era una pintura extrañamente bella. Fiamma tenía estudiado el trazo y la vida de esa mexicana, a la que había llegado a entender y conocer observando sus cuadros; el arte era su pasión más íntima. Toda su sensibilidad se excitaba cuando descubría, en alguna expresión artística, las voces del alma. Esas rosas que había descubierto en su blusa significaban algo, pero no podía identificar el qué.

A petición de Fiamma, Estrella la fue guiando por el pasillo hasta el cuarto de baño. Los ángeles que cubrían las paredes y los techos embovedados del corredor eran unas pinturas exquisitas, en tonos pálidos y rebordes de oro, que en su día habían sido una lujuria de color. Ángeles sopladores y tranquilos, con cabellos dorados al viento y flores y mariposas entremezcladas, formaban una especie de orgía primaveral, empalidecida seguramente por los centenares de años y salitre al que habían estado sometidos, pues Garmendia del Viento siempre había sido una ciudad salada.

Al llegar al baño, su cara reflejada en el espejo veneciano le devolvió una Fiamma veintiañera. Se le había redondeado la cara a punta de hinchazón. Le habían desaparecido 17 años de golpe y por el golpe. Le gustó verse tan niña. Se lavó muy bien hasta sentir que toda la sangre seca había caído. Volvió a mirarse. Después de todo, concluyó, no estaba tan mal como había pensado. Revisó su blusa, esta vez a través del espejo, y de nuevo volvió a ver las ocho rosas rojas con espinas. Aquella imagen le inquietaba. Mientras se observaba, Estrella volvía con una camisa de lino blanco que había ido a buscar a su dormitorio.

Después de cambiarse, Fiamma fue doblando la blusa accidentada tratando de descifrar, en las manchas de sangre, lo indescifrable. Ahora empezaba a tener prisa. La tarde se le presentaba cargada de citas de pacientes que no podía anular.

Estrella no quería que Fiamma se fuera; hablándole se había sentido muy acompañada y cómoda. Le dijo que quería volver a verla, cuando en realidad deseaba que la tratara en su consulta; pensaba que a lo mejor ella tendría la fórmula para acabar con su soledad crónica, pero no se atrevió a sugerírselo. No quería que pensara que estaba loca o algo parecido, pues para Estrella todo lo que tenía que ver con sicólogos y siquiatras le sonaba a locura; y ella, loca no estaba, lo que estaba -le costaba reconocerlo- era SOLA. La palabra le quedó retumbando en la cabeza como si la hubiera gritado en un inmenso espacio vacío. Mientras Estrella reflexionaba, Fiamma sacó de su cartera una tarjeta y se la entregó.

Estrella la fue leyendo. "FIAMMA DEI FIORI. Sicóloga. Calle de las Jacarandas." En ese instante cayó en cuenta que había ignorado como se llamaba aquella cálida mujer. Levantó la mirada sorprendida, nunca había escuchado ese nombre. Le sonó italiano. Fiamma se entretuvo un rato más contándole la historia de su adorado abuelo, un inmigrante lombardo que había llegado hasta allí clandestinamente como polizón de un barco, y después se había enamorado locamente, primero de una garmendia y después de la ciudad, quedándose a vivir en ella para siempre. Le dijo que el apellido dei Fiori no se había extendido más porque su abuelo sólo había tenido un hijo varón, y éste a su vez sólo había tenido hijas mujeres: once en total. Le contó que su nombre quería decir "llama", y que siempre le había encantado ser lo que ardía en las flores. "la llama de las flores". Después de la explicación, Estrella guardó la tarjeta con intención de llamarla; pensaba que Fiamma podría ser una buena amiga para ella; sabía escuchar.

Se despidieron con un abrazo. El ángel también pareció despedirla con su sonrisa benevolente y su cara de "yo no fui". Quedaron para algún día, como siempre se queda cuando se conoce a alguien con el cual no se está seguro de volver a verse, de tomar un café o un té. de reencontrarse.

El olor de la calle la despejó. Olía a lluvia. Una bofetada de viento la recibió y la devolvió a la realidad cotidiana. Era el mes de los vientos y en Garmendia del Viento ya sabían lo que era. Llovería a cántaros. Lloverían hasta novios, le decía su mamá cuando era niña, y Fiamma se lo creía y miraba hacia el cielo, imaginando cientos de chicos que caían desde arriba con los brazos abiertos, volando como gaviotas inciertas desconocedoras inocentes de su destino. Pensaba que debía existir un chico para cada chica, y el de ella tendría que ser el mejor. ¡Qué ingenuidad tan bella la del niño! Ahora le gustaría volver a creer. Sabía que cada vez creía menos. Tantas historias vividas a través de sus pacientes le estaban endureciendo el corazón. le habían ido matando los sentires. ¿Cuánto tiempo hacía que ella no sentía? Las lágrimas se le habían ido secando, y no había cosa peor que perder las lágrimas; porque las lágrimas lavan; porque cuando se pierden las lágrimas se va perdiendo la tristeza, y al perder la tristeza se pierde el camino que lleva a la alegría, a la dicha de saberse vivo y vivido.

Todo le daba igual. Pensó que estaba a punto de empezar a morir por partes. Se había quedado sin un sueño. La monotonía se había ido colando por la ranura de su puerta y ahora le había invadido lo que más había querido: Martín.

Recordó el día que le conoció.

Era una noche de carnaval y fiesta, pero ella había huido en busca del húmedo mar; amaba la soledad del oleaje, la simetría de su música. Se había quitado los zapatos para sentir el crujir de las caracolas trituradas bajo sus pies, otro sonido que adoraba. Había llegado a la orilla, y se había sentado a escuchar el vaivén de las olas. su respirar y expirar constantes. En ese momento, había entendido que las olas eran la respiración del mar; venían y se iban en un sí y no constantes. Decían sí cuando llegaban y lamían la arena, y no cuando se alejaban. Sí. cuando poseían. No. cuando abandonaban. Estando en esa paz marina de ires y venires había presentido compañía. A pocos metros de donde ella estaba, una barca de pescadores había perdido su amarre y las olas la llevaban y traían a su antojo. Cerca un hombre silencioso observaba la barca. Aún se escuchaban los últimos compases de la fiesta, de la cual ella había escapado.

El hombre parecía no reparar en Fiamma, pero ya la había visto. Simplemente quería que el silencio mojado les uniera un rato más. Caía una lluvia fina, de esa que aparenta no mojar pero que en realidad empapa. De repente un viento huracanado había empezado a soplar con tal fuerza que la barca había enloquecido. Una ola furiosa la había lanzado fuera. Panza abajo giraba en vertiginosos círculos sobre la arena, como queriendo enterrarse hasta dejar dibujado un anillo perfecto. Después, sometida a la rabia ventiscal, se había elevado y finalmente había caído sobre la cresta de una ola inconclusa. Dentro del anillo formado, las partículas de arena brillaban con luz propia; pequeños granos de oro resplandecían. El fugaz huracán había cesado, dejando una atmósfera mojada de misterio. A Fiamma aquello le había parecido una señal divina, algo sobrenatural que la invitaba a participar. Como hipnotizada por el instante, se había dirigido al círculo, observando por el rabillo del ojo que el solitario compañero de playa también hacía lo mismo. Se habían sentado juntos dentro del anillo obedeciendo al silencioso mandato de la noche, y durante un instante eterno se habían mirado con mirada de olas; entonces ella había reconocido, en los ojos de él, su alma. Tuvo la certeza de que lo amaba sin apenas conocerlo. Él, rasgando con palabras el silencio mojado, le había preguntado a qué sabía la lluvia, y ella, sacando la lengua para saborearla, le había contestado que a lágrimas; entonces él, haciendo lo mismo, había concluido que la lluvia también tenía sabor a mar.

Le había apartado de sus ojos un largo rizo empapado, y la había acariciado como nunca nadie lo había hecho. Ella había pensado que la besaría, pero no había sido así. Se habían tendido con los brazos abiertos sobre la fresca arena, dejando que el agua caída del cielo acabara de empaparles los sentires. En aquel momento, él le había recitado con su voz profunda un bello poema, salado, espumoso y tibio, que hablaba del mar.

Olas,
vals de compases despeinados,
burbujas sin aliento desplomadas
sobre arenas fatigadas
de tanto golpe,
de tanto nada.

. y a ella le había parecido un sueño. El hombre, sin dejar de tocarle sus largos rizos negros, la había ido enredando en sus palabras de poeta, adornándole de alegrías ignoradas sus ilusiones niñas.

A partir de esa noche, él y Fiamma habían empezado a verse cada día para despedir el sol, coleccionar atardeceres y recoger caracolas, que eran vomitadas por el mar siempre a última hora de la tarde. Sin darse cuenta se volvieron compañeros inseparables de vida y sensaciones íntimas. Vivían ebrios de caricias y sueños, nadando en los locos aleteos de las mariposas que sentían en el estómago, cuando las húmedas lenguas de sus interminables besos les rozaban el alma.

Un apoteósico trueno la despertó de su recuerdo; sobre el campanario de la catedral había caído un rayo, destemplando las campanas que empezaron a sonar enloquecidas. Era mediodía pero el día se había cerrado por completo. Parecían las seis de la tarde y por la calle no había nadie. Debían estar almorzando, pensó Fiamma. Aún en la ciudad se respetaban los viejos horarios de descanso. ¿Cuánto hacía que había dejado de tenerle miedo a las tormentas? Una vez, siendo pequeña, se había metido en un armario al ver como un rayo partía en dos el viejo árbol de mango que presidía el patio interior de la casa azul de sus padres, y su madre había estado buscándola durante dos días. Dos días que para ella habían sido una noche eternal, pues al cerrar la puerta del armario pensó que todavía no había amanecido. Que tal vez no amanecería nunca. Había sido Martín quien le había ido quitando esos miedos. Le había enseñado a querer el viento y las borrascas; a sentir sus cambios con la nariz; a entender huracanes, maremotos y ciclones; a descifrar las horas en el reflejo de las sombras.

Volvió a pensar en él; esa tarde regresaría del viaje. Ya no tenían nada importante que decirse. Comentarían nimiedades. Se preguntarían "cómo te fue hoy por la consulta", "qué tal por el diario". Se les había ido gastando el amor como la suela de sus zapatos favoritos. Hasta habían caído en la desgracia de hablar del tiempo, haciendo las predicciones del día mientras el beso mecánico les despedía. Habían pasado de coleccionar atardeceres nuevos a coleccionar días iguales, repetidos. Empezó esa separación que nadie nota por ir vestida de gala, cenas y amigos comunes. Risas estudiadas, viajes comentados, trajes de moda y conciertos próximos.

Habían cambiado la alegría de saborearse a solas por la necesidad de masa acompañada, pero como vieron que las otras parejas eran iguales que ellos, pensaron que habían entrado en la natural decadencia de los años matrimoniales, tan rica en pasados, tan vacía en presentes. No se dieron cuenta cuando el corazón dejó de cabalgarles desbocado entre sus abrazos para ir a dormir taciturno entre la almohada; ni notaron el quejido del tedio, ni el medio luto que les insinuaba su muerte. Dejaron de mirarse con el alma y comenzaron a verse con los ojos. Se empezaron a descubrir las pequeñas arrugas de los comportamientos indebidos; las carcajadas ordinarias, las toallas mojadas abandonadas en el suelo del baño, los desórdenes, los dentífricos mal aplastados y mal cerrados, las camisas arrugadas, los desayunos de diario abierto, el café frío. o muy caliente, el arroz desabrido, la tapa del váter rociada de pequeñas esferas de orina, y hasta la boca pastosa de los despertares, ya no a punta de beso sino a punta de despertador ronco y aburrido. Pero a ellos les pareció lo más normal del mundo; total, no iban a estar toda la vida subidos a lo más alto de la ola. La vida les había enseñado, por experiencia de otros, que todas las parejas estables terminaban "estableciendo" su rutina, y eso significaba seguridad, solidez de mesa de cedro, inamovible en peso y forma. Estaban pues salvados de rupturas y fragilidades.

Llegó a su casa chorreando agua. Las sandalias le bailaban entre los pies. Ese día se había equivocado de calzado, de calle, de todo. Tendría que llamar a la periodista y darle una excusa por no haber llegado a la entrevista. Algo que sonara coherente. "Un ángel me cayó del cielo y casi me mata" no era lo más apropiado. Sonaría mejor "una paciente me llamó de urgencia, estaba a punto de cometer una locura y no tuve más remedio que."

Menos mal que el programa se pasaba en diferido. Llamaría inmediatamente.

Dejó el paquete de la blusa accidentada en la mesa del recibidor, tomó el teléfono inalámbrico y fue directo al balcón. El mar estaba calmo, triste, como si se le hubieran ahogado las olas, como si estuviera muerto; vestía traje gris de pies a cabeza. Fiamma respiró hondo y marcó. Una voz de mujer lineal e impersonal le devolvió una frase: «está usted llamando a Gente que cura; si tiene algún problema digno de programa deje sus datos y enseguida le llamaremos. Gracias». A continuación se escuchó el bip. Se quedó pensando. odiaba hablar con los contestadores, se sentía ridícula. Colgó.

¿Qué quería decir eso de. "problema digno de programa"? ¡Cómo se les ocurría semejante barbaridad! Ya le comentaría a Marina Espejo, la presentadora, para que cambiara el mensaje y lo hiciera más humano. Insistió en su móvil y esta vez le contestó. Quedaron para el martes siguiente. Fiamma llevaría al programa el caso de una juez que había abandonado a su marido, metiéndose a monja después de haber parido cuatro hijos y millones de lágrimas.

En su consulta tenía casi tantos casos como mujeres había en Garmendia del Viento. Ya no daba abasto. A veces hasta empleaba sus mediodías para atender alguna emergencia. Últimamente había notado un crecimiento exagerado de divorcios, era como una epidemia que había ido desencadenando soledades diversas. Incluso sus amigos más íntimos, Alberta y Antonio, olían a separación inminente.

Una noche, en medio de una cena, había presenciado una pelea kafkiana entre ellos; había empezado como una tomadura de pelo, todo porque al cruzar la pierna el calcetín de Antonio dejaba al descubierto media pantorrilla. Antonio decía que no sabía cómo Alberta podía comprarle esos calcetines tan cortos que lo hacían ridículo; pidió que Martín le enseñara los suyos, cosa que su marido había hecho y, la verdad, a ella le había parecido ver que el calcetín de su marido tenía la misma altura que el de Antonio, pero Antonio no lo veía así; escuchó como Alberta aseguraba que no existía ninguna otra medida de altura, mientras con sus ojos le pedía que participara en la pelea. La cosa se fue poniendo fea cuando Antonio se quitó el calcetín en pleno restaurante y estuvo a punto de dejarlo en el plato y se complicó aún más cuando ella, días después, le envió al estudio una caja llena de medias de mujer con una nota que decía: "¿los querías altos? pues aquí tienes, para que te lleguen hasta la cintura".

Recordó cuando los cuatro caminaban de novios bordeando la muralla. En aquel entonces no había tiempo para calcetines, todo lo ocupaba el amor. Todo lo que Alberta decía era maravilloso. Alberta era para Antonio su musa espiritual y material, su alma gemela. Antonio era para Alberta el pintor de su vida. Habían vivido la experiencia de permanecer en el Tibet, durante casi un año, viviendo entre monjes y silencios. Recordaba haberlos recibido en el aeropuerto envueltos en un halo de paz y serenidad, rezumando equilibrio y reposo. Llevaban en el cuello un collar de cuentas, que aún conservaban, pero eso no había impedido que la plaga del desamor les invadiera a trozos. Había empezado por los pies, más exactamente por los calcetines, pero pronto iría subiendo hasta invadirles el corazón. Era difícil razonar con los dos, parecían molestos por todo. Fiamma hubiera querido ayudarles, pero ellos no se daban cuenta que su amor estaba cayendo en desgracia, y mientras fuera así, sería muy difícil echarles una mano.

De pronto escuchó la llave en la cerradura; era Martín que regresaba del viaje arrastrando la pequeña maleta que ella le había regalado en su penúltimo cumpleaños. Atrás habían quedado los regalos pensados y trabajados durante meses para darle la sorpresa que produjera el milagro de verle brillar sus ojos. Se les habían agotado las ideas pero no el amor, siempre se lo decían. Hacía un año que se habían comprometido a no darse más regalos, pues empezaron a repetirse con corbatas, aretes, camisas, pulseras y billeteras. Un día llegó a contar quince corbatas idénticas, veinte camisas del mismo color, siempre azules, y alrededor de treinta billeteras. Ella en cambio, guardaba en su joyero la colección más increíble de aretes, todos imponibles. Pero nunca dejó de sonreír y hacerse la sorprendida cuando abría el paquetito rojo que, con su lazo, desvelaba a gritos el contenido.

Fiamma le llamó desde el balcón. Martín Amador se acercó y le dio un beso indefinido. No se dio cuenta del golpe que llevaba en su nariz hasta que no estuvo frente a ella. Entonces, ella le contó con lujo de detalles la mañana que había pasado. Lo del ángel, el hospital, la huida, la entrevista a la que no había acudido y el aguacero que había vivido de regreso. Él estaba vestido de presencia-ausencia. Últimamente era el traje que más se ponía: de cuerpo presente, pero de mente ausente. Con la mirada fija en la cara de Fiamma pero atravesándola, mirando por detrás de ella sus propios pensamientos.

Se prepararon entre los dos una ensalada, mientras se recordaban la próxima salida. El Réquiem de Mozart ese viernes sería cantado por el coro búlgaro en la iglesia de La Dolorosa, que quedaba a orillas del mar, en la playa donde ellos hacía 17 años se habían casado, donde se habían enamorado. Fiamma forzó una conversación intrascendente para llenar el vacío. Hablaron de las noticias y del último artículo sobre la guerra entre petroleras y bananeras. Volvieron a hablar del tiempo y de la pronta floración de los almendros. Del dulce de coco y de la pila del reloj de Martín, que hacía varios días se había parado. Comentaron de los amigos y de todos los problemas que veían a su alrededor. Hablaron de todo, menos de ellos. Ni se enteraron que una paloma blanca se había colado por el balcón y había empezado a hacer su nido en la cabeza de la escultura Mujer con trompeta; una figura maravillosa de la que se habían enamorado en uno de sus viajes, cuando escudriñaban en galerías hasta encontrar, adivinando el uno en la mirada del otro, la elegida. Era su juego. ¡Se habían llegado a decir tanto con los ojos! La paloma llevaba en el pico pequeñas ramitas, que iba entretejiendo delante de ellos, sin vergüenza.

Nunca habían tenido hijos, no porque no los hubieran deseado sino porque la vida se había empeñado en mantenerlos juntos, sólo por amor a su amor. Pero ellos nunca sintieron soledad. Sin saberlo, cada uno fue supliendo la necesidad de dar ternura niña al otro. Muchas veces, Fiamma había vivido a Martín como si fuera su hijo. Un día había sentido la necesidad imperiosa de arrullarle y cantarle, y Martín había terminado durmiendo en su regazo, acunado por su canto.

Se le había quedado sin estrenar su maternidad y el vestidito que su madre había bordado antes de morir para un nieto que nunca llegó. A veces añoraba no haber vivido los arañazos y mordiscos impacientes de un bebé hambriento. Esa necesidad de pezón lácteo, desbordante de leche y vida. Se había preparado a fondo leyendo sobre el tema, y cuando fueron pasando los años los libros se fueron envejeciendo con sus ganas de ser madre. Nunca volvió a hablar del tema -siempre que algo le dolía terminaba guardado en el último rincón de su memoria- pero alcanzó a llorar, cuando Martín no la veía, su infertilidad sin causa. En cambio a él, ese hecho parecía haberle dado tranquilidad; en realidad los bebés nunca habían sido su punto fuerte, siempre había preferido hablar con adultos; odiaba el llanto, le ponía muy nervioso. Nunca supo lo que se perdió perdiéndose de ser padre. Como Fiamma, tampoco entendió por qué no lo fueron. Les habían hecho todas las pruebas y ambos habían salido fértiles. En lo más profundo de su alma Fiamma guardaba un rencor aún desconocido por ella; había culpado a Martín de su obligado celibato materno, pues nunca le había visto serias ganas de ser padre.

Terminaron de comer la ensalada y se estiraron en la hamaca que tenían en el balcón. Siempre les había fascinado hacer la siesta allí; era su postre. Podían ver el mar que tanto les había acompañado; era el único gesto antiguo que todavía mantenían, a pesar de los años y los cambios. Martín empezó a acariciar despacio el brazo de Fiamma, y ella adivinó lo que él quería pero no le apetecía; le dolía la nariz. Sólo quería sentir su abrazo. Continuamente le decía que sus abrazos eran algo que nunca quería perderse. Al darse cuenta que ella rechazaba su acercamiento, interpretado sexual por parte de Fiamma, Martín retiró con brusquedad el brazo. En realidad, a él tampoco le apetecía mucho, pero lo había hecho por cotidianidad costumbrosa. De todas maneras, respetó su "estado digno" de enfado. Ella pareció no darse cuenta.

Martín Amador jamás había sido dado a las caricias tiernas; era poco afectuoso, parco en arrumacos y querendonerías, y esto se acentuaba más si estaban en público. Fiamma dei Fiori, en cambio, era abrasadora en abrazos y ardores, pero tenían que saberle llegar; sólo entonces se derramaba en fuegos, que podían hacer arder montañas de hielo. La primera vez que sus cuerpos se habían encontrado sin un trozo de tela encima había sido en la playa. La arena estaba como un espejo. Todo el cielo había caído, por arte del crepúsculo, a la tierra. Esa tarde habían estado buscando caracolas entre la arena y se habían encontrado una muy especial. Parecía una novia larga, arisca, vestida de tules blancos y encajes finísimos. Era una Spirata inmaculata, la novia de los mares del Sur. Martín la llevaba buscando hacía mucho tiempo. Había gastado tardes enteras de ojos en el suelo. Era una especie difícil de encontrar, que sólo aparecía cuando las corrientes del Sur removían con fuerza los fondos del mar, donde solían esconderse como niñas tímidas. Martín estaba feliz. Había sido Fiamma quien la había descubierto. Fiamma empezó a correr, reteniendo la caracola en su mano, y Martín a perseguirla. Él cayó y la cogió por los pies buscando que ella perdiera el equilibrio. Así se encontraron en medio de la playa, con toda su juventud desnuda y un cielo malva, rosa y naranja que se les reflejaba como espejos en los cuerpos, con los temblores primeros de una sexualidad desconocida por ella, pues con sus escasos veinte años, la severidad de su padre y la religiosidad de su madre, nunca había podido jugar a pieles, ni con sus manos, ni con sus amigas, ni con sus primos. Fiamma tuvo que recurrir, años después, al recuerdo de esa primera vez, cuando se dio cuenta que sus pezones no volvieron a izarse como banderas ante las caricias de Martín. Recordaba cómo había empezado a recorrerle el cuerpo con la punta de la Spirata inmaculata. Había sido un dolor suavísimo, casi imposible de aguantar. Martín hacía deslizar la caracola por el cuerpo de Fiamma, creando espirales de lujuria. Las crestas eran hélices que sobrevolaban como alfileres romos, acariciando-hiriendo su piel reventada en hervores. En la cima de sus senos le fue dibujando margaritas imaginarias, mientras le recitaba apartes del poema inconcluso del primer día de encuentro. Así aprendió que la letra con pieles entra. Se les hizo de noche y luego de día y luego de noche. Estuvieron amándose durante trece días. Trece días y trece noches, sin comer más que sus propios cuerpos. Sin beber más que sus propias salivas. Sintió coronar la Spirata inmaculata de Martín en la cima de su monte más oscuro. Sintió brotar con fuerza cascadas de placeres, que a punto estuvieron de ahogarle las entrañas. Vivieron nadando entre las olas de un amor que supieron terminaría en boda o en cárcel, pues el padre de Fiamma ya había dado aviso a las autoridades de la desaparición de la hija. Y cuando la vio llegar, con los linos hechos jirones y su pelo negruno convertido en masa, tan enredado que parecía una virgen de paso de procesión de Semana Santa, presintió que a su hija se le había metido el duende de la locura en la cabeza. Lo que llevaba dentro, en realidad, era un empacho de amor.

En quince días se organizó la boda. Hablaron con el párroco de la iglesia de La Dolorosa; Fiamma se empeñó en que la boda se celebrara allí por ser el sitio donde la imagen de su virgen titular había visto como su virginidad se había ido para siempre de paseo. Se vistió de blanco purísimo, a pesar de las súplicas de su madre por ponerla en tonos beiges, pues sus amigas ya sabían que su hija había estado desaparecida durante trece días con su novio, y aunque delante de ella nunca hicieron ningún comentario, sabía que en los tés de las tardes, mientras tejían vestiditos para los huerfanitos del tercer mundo, entre el monopunto y el ensortijado sus amigas de la Cruz Roja habían despellejado a punta de chismorreos la virginidad de su hija.

El día de la boda, la playa se había vestido de encajes blancos y rojos. Eran residuos de corales que los espumarajos de las olas habían vomitado la noche anterior sobre la arena. Después de la ceremonia, adornada con una celestial recopilación de Avemarías cantada por doña Carolina Soto de Junca, Fiamma y Martín quisieron recorrer la playa; por eso habían querido casarse descalzos. Caminaron abrazados y vieron cómo el mar los bendecía a su paso. Sobre un atardecer que sangraba naranjas, las olas iban creciendo hasta alcanzar metros y metros de altura. El mar de Garmendia del Viento nunca había vivido olas más bellas. Subían y bajaban creando un ballet de lujurias perezosas, en una cadencia de murmullos mínimos que confirmaban la placidez interior que estaban viviendo en ese instante. Susurrando infinitos síes. Como si el agua estuviera reafirmando la promesa que acababan de regalarse, concediéndoles ese vals de compases despeinados que Martín le había recitado el día que la conoció. Mientras avanzaban, Martín le desveló más versos. Nadie podía escuchar lo que le iba susurrando al oído, sólo ella le sentía su aliento húmedo y salino que no cesaba de crear palabras nuevas. Su voz le acariciaba el alma. Pero ella, ignorante en su juventud, desconocía que ese instante era glorioso. Lo vivió y lo dejó pasar, como novia primeriza, envuelta en horganzas y tules, en ceremonias y fiestas. Amnésica de cuánto le costaría después volver a sentir tanta ebriedad de dicha.

Qué lejos quedaba todo aquello. Cuánta cordura aburrida la llenaba ahora de reflexiones. Mientras Martín dormía a su lado, Fiamma pensaba "¿por qué será que cuando tenemos la felicidad soñada entre las manos, no la saboreamos más a fondo?; ¿por qué seremos tan inconscientes y nos cuesta identificar el momento de gloria?; ¿por qué no chupamos como troncos sedientos la savia de alegría de ese instante, y lo vamos liberando como alimento que nos nutra día a día?; ¿por qué la felicidad nos pasa desapercibida en el segundo mismo en que la estamos viviendo, y luego toca revivirla a punta de recuerdos?; ¿quién nos metió en la cabeza que la felicidad, para ser reconocida, debía ir vestida de felicidad, con un letrero luminoso diciendo: Hey estoy aquí. Soy la felicidad, disfrútame?" La voz de Martín interrumpió de golpe su monólogo de preguntas; debía estar soñando con algo que le dolía, pensó Fiamma, pues su cara estaba contraída y sus manos eran puños cerrados. Lo miró con ternura y le abrazó, pero él se liberó de su abrazo con un gesto rápido.



La semana se fue volando con el viento de Garmendia del Viento. La hinchazón de la nariz de Fiamma bajó. Las historias de sus pacientes engordaron su libreta de apuntes y la cinta de su grabadora. Los artículos de prensa de Martín cada vez eran más agudos y críticos. Las noches, cada vez más idénticas. A veces, Fiamma se levantaba por la mañana y no sabía si se estaba levantando o se estaba acostando de tan plana que llegó a ser su actividad camística. El coro búlgaro llegó en medio de una tormenta tan bestial que casi obligó al avión que los traía a atravesar el centro del reloj sin agujas de la gran torre que presidía la puerta amurallada de la entrada de la ciudad, sino hubiera sido por la maestría con que el piloto desvió el avión. Al final, en la primera plana del diario La Verdad, donde Martín trabajaba, había una foto del avión rozando la gran torre y un titular que decía "Salvados por el canto".

Martín y Fiamma asistieron al concierto del Réquiem de Mozart destilando agua. Aquella noche llovió tanto que se desbordó el mar. El agua no sólo llegó a la entrada de La Dolorosa, sino que subió escaleras y atravesó los dinteles de la puerta que se encontraba cerrada para proteger la sonoridad y acústica de la iglesia; fue invadiendo reclinatorios, confesionarios, santos y vírgenes que terminaron haciendo nado sincronizado, una especie de ballet triste acompañado por las angelicales voces que marcaban uno de los momentos más sublimes del Réquiem, el Confutatis, en medio de un público impertérrito que aguantó, casi a punta de nado, la última parte. El concierto llegó a su punto culminante con los cantantes en el altar interpretando el Sanctus con el agua al cuello. La gran obra de Mozart finalizó con las voces búlgaras haciendo prácticamente gárgaras, sacando de su boca pequeños pececillos tricolores como los de la bandera nacional. Los aplausos se ahogaron entre el agua del mar y los chuzos de lluvia, que esa noche habían resuelto casarse. Hacía muchos años que en Garmendia del Viento no pasaban cosas raras, y ahora el tiempo parecía haber decidido revolver y agitar la olla donde reposaba la paz de los garmendios.

Una tarde, mientras Fiamma estaba pasando consulta, recibió la llamada de alguien que había olvidado por completo. Estrella. Estrella Blanco. No le sonaba de nada. Al principio no recordó quién era. Habían pasado algunos meses y sólo la había visto una vez. Tuvo que ser Estrella quien habría de evocarle el encuentro.

"¿Recuerdas?, te golpeé con un ángel." Imposible de olvidar, pensó Fiamma, preguntándole con prisas cómo le iba la vida, tratando de que no la distrajera mucho, pues enfrente tenía el caso de María del Castigo Meñique, una mujer con delirio de persecución que miraba fijamente el teléfono mientras se mordía frenéticamente las uñas, convencida que quien llamaba era su marido averiguando con quién andaba; la llamada la había puesto tan nerviosa que sus dedos empezaban a sangrar.

Estrella, percibiendo la urgencia por colgar que tenía Fiamma, le esbozó a grandes rasgos el deseo, un poco confuso, que tenía de visitarla. Quedaron para verse en dos semanas aprovechando una anulación de última hora.

Al colgar Fiamma se quedó pensando. ¿Qué le podría explicar esa mujer que tenía tanto, que parecía tenerlo todo? Tanta gente que se veía tan llena y en cambio estaba tan vacía.

Aquella llamada era repetir el continuo ciclo de su vida. Otra paciente. Otras penas. Otras ilusiones. Otras lágrimas. La vida se le había ido cargando de anécdotas cada vez más ajenas que propias. Había vuelto a hacer lo que aprendió en su casa. Dar, dar y dar. Vaciarse en otros sin pensar en ella. Se había ido acostumbrando a vivir los días como una secuencia de puntos que encadenaba a modo de labradoritas de collar indio hasta formar su recta existencia. Había canalizado sus sentimientos en una sola causa: dar luces a los demás, en este caso a las demás, con el desconocimiento total de poder encontrar su propia luz, aquella que la llevara a vivir su madurez a plenitud. Era un ejemplo perfecto de: "En casa de herrero, cuchillo de palo".

Había perdido la zona de encuentro con Martín. ¡Él era tan perfeccionista! Siempre la estaba corrigiendo cuando hablaba. Remarcándole puntos, comas y acentos, como si fuera uno de sus famosos artículos de La Verdad listo para la entrega. Nunca le escuchaba los contenidos de sus conversaciones. La analizaba como párrafo compacto, con titular en negrita y tipografía courier new. Se quedaba en la forma y no llegaba ni a oler el fondo. Era un perfecto ilustrado. Había ido escalando a fuerza de perseverancia y talento. Era imaginativo y, cuando quería, casi siempre con los demás, era divertido y seductor. Tenía un halo de misterio que nunca le había desvelado, a lo mejor porque carecía de él, y Fiamma se lo había ido creando en su enamoramiento desmesurado. Porque si algo había tenido ella era un romanticismo desbordante y un idealismo platónico. Ya se sabe que, cuando se está enamorado, se puede llegar a disfrazar al ser amado con virtudes, a lo mejor inexistentes, para llenar posibles carencias. Es lo que podría llamarse "engaño de enamorado", tan común entre los mortales.

Sus mesitas de noche hablaban por sí solas. La de Fiamma, a punto de caer por el peso de los libros, estaba llena de lecturas que iban desde el Tao Tê-King de Lao-Tsê, tratados de religiones, ensayos sobre bioenergética, la vida de la madre Teresa, libros de autoayuda, casos clínicos de psiquiatría, tratados sobre la muerte y la vida, hasta libros sobre el placer de los sentidos, la sexualidad y el arte de amar.

La de Martín, estaba reventada de títulos como El éxito del éxito, La vida de Winston Churchill, Los mejores artículos del The New York Times, Del periodismo a la política, Agilidad mental, El pensamiento bilateral, Decir mucho o decir nada o Derrotando al enemigo con la lengua.

Eran lo que se llamaba contrarios-iguales. Un término que se habían inventado una noche de cena y risas en su restaurante favorito, El jardín de los desquicios, donde solían pedir como ritual sacro dos margaritas, el cóctel mexicano que los dos adoraban porque les sabía a mar salado. Era el único momento en que la locuacidad hacía de ellos una pareja perfectamente avenida, de diálogos chispeantes y gestos próximos. Cuando bajaba el efecto margarito el silencio volvía a hacer acto de presencia, pero ya habían jugado a hacerse el amor enamorados, decirse lo indecible acariciando recuerdos apolillados, y pegado con babas los pedacitos rotos de sus anécdotas más desternillantes. Ya aguantarían para otros ocho días más, pues era una costumbre que había nacido un Jueves Santo, y por ser santo se había santificado por años y años en la misma mesa, con la misma música, el mismo pianista, la misma vela que nunca encendían y el mismo camarero de chaqué naranja con botones dorados y hombreras de gigante en cuerpo de mosquito.

Ese jueves, Fiamma le esperaba como siempre en El jardín de los desquicios, pero él no llegó hasta pasadas las once. Mientras ella ya se había tomado tres margaritas y estaba prendida como hoguera de candombe, él venía entre taciturno y sátiro. Se le acercó evitando el beso abierto, con lengua, que Fiamma le ofreció desparpajada. Al acercarse, Fiamma le sintió un olor a sahumerio, como a botafumeiro de iglesia en Semana Santa, pero no le dijo nada. Esa noche él no quiso la margarita ni ninguna otra flor de coctelera que le ofrecieron. Un mal día, pensó Fiamma. Un día fantástico, pensó Martín.

Cenaron en silencio, salvo por las continuas correcciones que Martín hizo a Fiamma. Primero por la equivocada elección del primer plato. Luego, por dejar la mitad del segundo. Después, por haber pedido una botella de vino sólo para tomarse dos copas, y por último, como postre, una recomendación: debía cambiar de peinado. Cortarse la melena larga y peinarse un poco más seria. En palabras textuales "llevar el pelo más ordenado, que a veces pareces salida de un manicomio". En resumen, la noche fue el naufragio de las margaritas de Fiamma y el insomnio a vuelo de pensamientos de Martín. Ese día había sido uno de los peores jueves de su vida, pensó Fiamma. Miró el calendario en su reloj: era ocho de mayo. En dos días cumplirían los dieciocho años de casados.