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Historias invisibles

Del Banco a Magangué en chalupa

“Viajar en chalupa por el río Grande de la Magdalena es poseer la más insegura, incómoda y costosa alegría del mundo”, escribe Beatriz Vanegas.

2 de mayo de 2008

Viajar es transitar un tramo de paraíso en la tierra. Viajar es tragarse una parte del mundo con los ojos y con el sudor que se desprende del cansancio infinito. Pero viajar en chalupa por el río Grande de la Magdalena es poseer la más insegura, incómoda y costosa alegría del mundo.

Excepto las llamadas “chalupas ejecutivas”, todas estas embarcaciones te regalan la certeza de lo incierto: las abordas pero ignoras si arribarás al destino obligado o anhelado. Y cuando llegas es probable que tu bolsillo quede como la conciencia de los santos.

Rapiña humana

A orillas del río maleteros y ayudantes de maleteros que bailan sobre boyas metálicas sostienen una pelea interminable, interrumpida con la partida de una chalupa y reiniciada con la llegada de la siguiente.

El blanco de las discusiones es el inerme pasajero que debe escurrir sus bolsillos para acallar la voracidad de estos hombres prietos, de rostros agobiados por el sol, el trago, el humo del cigarrillo y vestidos con la misma camisa desde hace tres días.

Nunca se viaja a la hora preestablecida porque es menester llenar el cupo de 23 pasajeros, así transcurran dos o tres horas de espera. No hay derecho al desespero, ni mucho menos a desertar.

Los indefensos pasajeros sucumben al sopor y a la impotencia comiendo raspa’o unos; fumando otros; jugando dominó aquellos; observando los peces que saltan y dejan su estela plateada estampada en el aire los de mas allá… mientras, tanto, el tiquetero sacude el mosquero del aburrimiento siguiendo con los dedos una vieja tonada vallenata: “Si se pone brava/ me voy pa’onde la otra/ porque las quiero a toditas/ yo no tengo sucursal/ para mí todas son titular...”

Cuando llega el momento de la salida el chalupero se la juega: no llevará esa pesada carga por míseros 36 mil pesos pues él no va a trabajar solo para cubrir lo de la gasolina. Los maleteros que ya han pactado ganancias con el dueño de la carga, opinan, sugieren, ordenan, insultan, reclaman al conductor, quien insiste en no llevar tanto ‘coroto’ pues está seguro de que durante el camino recogerá nuevos pasajeros: “Seguro es lo que llevas en el bolsillo, mariquita… ¿y si no coges nada por la vía?”, le gritan. Y continúan, “ahora es que lo veo cómicos, porque antes cargaban esas chalupas de caja sobre caja y les tocaba arrimar de playa en playa por el peso”.

Pero el hombre mantiene su posición y emprende al viaje para conformidad y alivio de los silenciosos pasajeros.

De todo un poco

Ya a bordo de la chalupa todo se vuelve brisa irrespirable, frenadas abruptas por la amenazante presencia de otra embarcación, ruido desaforado del motor, río plateado, sol picante, orillas barrancosas y el azul del cielo compitiendo con la verdosa vegetación instalada en las lejanas orillas.

Ahora es el tiempo de apreciar los mas disímiles objetos reunidos como equipaje: una paca de almohada protegiendo del calor a una caja de pollitos chillones; monturas de caballo instaladas sobre voluminosas hélices de motor y al lado, cajas de pescado salado, maletines ejecutivos y botellas de suero “atollabuey”.

Pero no sólo es el variado equipaje: cada llegada a un puerto intermedio nos depara imágenes alucinantes, estados vitales que van desde la alegría, pasando por la indiferencia, la frescura hasta llegar al llanto; y pregones que reclaman con premura a los consumidores.

Así, en Pinillos, la maestra, “la seño”, se despide feliz porque tiene sueldo fijo; trabajará en Barranca Cagao, vereda cuyo coprológico nombre fue cambiado por “Nueva Esperanza” para ver si hay esperanza. Pero en San Martín de Loba, la vendedora de almojábanas suplica a la sobrina que por favor encuentre a Lisbeth –su hija- y que se acuerde que tiene madre. Enseguida cambia su melancolía pues brota de su garganta el agudo pregón que anuncia las almojábanas calientes.

En Coyongal es obligación comer arepas de maíz con queso biche: las servilletas son hojas de bijao. Hasta este instante ya hemos guardado en la memoria los rostros duros y nostálgicos de las mujeres que a orilla del río fungen como lavanderas en improvisados lavaderos de madera, con mango de madera y agua hasta la cintura.

Luego aparece Barbosa, antes de El Retiro. Allí, al pie del rapé barranco, un trío de jóvenes convierten un acto tan íntimo como el baño en un asunto público, desmitificándolo completamente. Estos hombres limpian sus uñas con cepillos de dientes; lavan sus axilas con jabón Puro, el mismo que hace crecer la espuma enredada en sus cabellos tostados. Escupen y esa misma agua vuelve a sus manos, que usan como vasijas para enjuagar de nuevo pecho, espalda y genitales.

Así arribamos a Magangue, entre garzas morenas, requisas del Ejército, sueños que flotan como la tarulla que en ocasiones impide el paso a la embarcación. Todo justo en el momento en que una chalupa inicia su partida hacia Bodega Central y los viajeros nos disponemos a forcejear contra la bandada de chulos que se lanzan sobre nuestro equipaje.

* La autora nació en Majagual, Sucre. Escribió a Semana.com: “soy Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia y Premio Departamental de Poesía Fondo Mixto de Sucre. Desde hace 10 años soy columnista y cronista de los diarios Vanguardia Liberal de Bucaramanga y El Meridiano de Sucre. En la actualidad soy docente y estudiante de Maestría en la UIS de Bucaramanga”.

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