Home

On Line

Artículo

| Foto: Daniel Reina

Del M a los barrios

Un ex militante del M19 habla de sus experiencias como guerrillero y de su presente como gestor comunitario en las goteras de Bogotá.

21 de agosto de 2007

Desde los siete hasta los 13 años, Javier Forero cumplió la singular rutina de armar su cama antes de acostarse y desarmarla todas las mañanas “para dejar despejado el espacio de la sala”. Durante ese período vivió con una de sus tías en Bucaramanga. Su madre había ido a buscar futuro en Venezuela y su padre estaba en Bogotá, desentendido por completo de él. Javier vivió esencialmente de la caridad de su tía. Las limitaciones económicas le impidieron estudiar más allá del primer grado de bachillerato y esa situación lo fue llenando de motivos y tiempo libre de más.

Empezó a relacionarse con jóvenes milicianos. Poco a poco fue estrechando esas amistades, al tiempo que cumplía con tareas menores en favor de la llamada causa revolucionaria. Después de varios meses descubrió que había estado colaborando con la guerrilla Ricardo Franco. Cuando entendió que se trataba de una disidencia de las FARC, escuchó el consejo de un amigo y huyó a Bogotá, justo cuando le empezaban a delegar tareas de mayor importancia. Fue una decisión inolvidable. Pocos semanas después, el país conoció la macabra noticia. El comandante de esa guerrilla, conocido como ‘Javier Delgado’, protagonizó la masacre de 164 de sus compañeros. El episodio es recordado como la masacre de Tacueyó (Cauca) y todas las víctimas fueron jóvenes como Javier. Delgado reunió, entre campesinos y universitarios, a los integrantes de su organización sospechosos de ser infiltrados del Ejército. Los jóvenes sufrieron vejámenes, mutilaciones y descuartizamientos antes de ir a parar unos al fondo de una fosa común.

En la capital Javier afinó los contactos y logró su propósito de enrolarse con la guerrilla del M-19. En esas andaba cuando, a los 18 años, fue detenido por primera vez. Tras permanecer un año y medio en prisión por porte ilegal de explosivos, recobró su libertad y continuó con las labores subversivas. Ocho meses después fue nuevamente capturado. En aquella ocasión purgó una pena de dos años que tampoco fue suficiente para doblegar sus ímpetus sediciosos. Javier cumplía tareas urbano-logísticas para la organización, unas temporadas en Bogotá, otras en Bucaramanga. Su clandestinidad era absoluta, salvo las autoridades, nadie del común sabía las actividades que realizaba. Incluso las personas más allegadas a él descubrieron de su militancia apenas cuando vino la desmovilización del M, en 1990.

Fue un período de grandes sucesos en la vida de Javier. Se desmovilizó, intentó fundar hogar y experimentó el brote de una vida y el fin de otra. Con ello su propia existencia se partió en un dos: antes y después. El que nació fue su primer hijo, y el que murió, asesinado, fue Carlos Pizarro Leongómez, máximo comandante del M-19, candidato presidencial y a quien Javier admiraba profundamente. Tanto así que tras el crimen aguardó con paciencia el llamado de quienes habían sido sus mandos para que volviera a las armas, pensaba que la organización reconformaría la guerrilla que había sido. Pero el llamado no se produjo. Javier entendió entonces que el paso a la civilidad era definitivo. Y así lo aceptó y lo cumplió.

Desde entonces se concentró en el trabajo comunitario en la localidad de Kennedy. Allí es un conocido líder al que acuden los vecinos con problemas de toda índole. Cuando nació su hijo, Javier se propuso consolidar para éste la familia que él no tuvo. Validó el bachillerato en 18 meses y trabajó como ebanista de muebles. Ser profesional era una de las exigencias trazadas en su nuevo proyecto de vida. Ya lo va a lograr. Está a punto de graduarse como abogado. Cuenta que pudo pagarse sus estudios ingeniándose mil maneras para cancelar los semestres y demás gastos. Hace una relación de anécdotas para concluir que esa experiencia es otra muestra de lo dañado que es el Estado con sus ciudadanos.

“Aunque lo mío es estar en los barrios con la gente, ayudándolos para que no los jodan”, dice al tiempo que admite que el trabajo comunitario es algo frustrante porque después de mucho esfuerzo viene un político ofrece una lechona y mucha gente se va con el recién aparecido. Pero también es muy gratificante, agrega, cuando cualquier día se encuentra con alguien “al que uno ayudó y ahora esa persona está replicando tu trabajo en beneficio de sus vecinos”.

Javier ingresó al equipo de gestores de paz hace casi dos años, cuando alguien ‘descubrió’ sus dotes de liderazgo. Conoció a Darío Villamizar y este le ofreció el trabajo. Al comienzo se alegró mucho y la idea le sonó, hasta que supo que dentro de sus compañeros de trabajo había paramilitares reincorporados. A regañadientes aceptó, pero dejó claro que no entraría en contacto con los ex paras. El orgullo se le desvaneció en los primeros días luego de que, por azar o por cálculo, no se sabe, le tocó estrenarse con una visita a un albergue de desmovilizados de las autodefensas. Pero Javier no se tragó el sapo sólo. Aprovechó y llevó a ese grupo de ex paras a hacer un trabajo comunitario con indigentes que habitaban las riveras fétidas del río Fuche, en Kennedy. “Fue un choque muy duro para algunos de ellos que habían ejecutado tareas de “limpieza social” cuando militaban en las AUC”.

De aquella experiencia quedó una anécdota que Javier atesora con especial cariño. Uno de los drogadictos indigentes con que entraron en contacto les dijo que quería dejar esa vida. Era un domingo y los funcionarios que debían ocuparse del tema no estaban disponibles. Pero tampoco se podía perder la oportunidad, había que aprovechar la iniciativa del muchacho, como a muchos otros quizá mañana no lo volverían a ver. Fue entonces cuando los desmovilizados hicieron una vaca, alquilaron la habitación de un hotel y acompañaron al indigente hasta al otro día cuando Javier llegó a primera hora con funcionarios del distrito que le brindaron la atención necesaria. En un par de ocasiones se han vuelto a encontrar. Ahora el joven está rehabilitado, Javier tiene razón: el trabajo comunitario a veces es gratificante y vale la pena.