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A Henry Loaiza lo esperaban dos de sus hijos y su esposa en el Palacio de Justicia de Buga cuando salió tranquilo y sonriente, en contraste con las lágrimas en los ojos de cientos de familiares de las víctimas de la masacre de Trujillo a quienes no se les permitió el ingreso al recinto.

Judicial

Del poder a la miseria

Luego de haber sido amo y señor en las cárceles y de tener una inmensa fortuna, Henry Loaiza, alias ‘El Alacrán, uno de los ex jefes del cartel de Cali, paga sus crímenes lavando platos y no lo visita nadie.

21 de febrero de 2008

Henry Loaiza es de esos personajes que desbordan la realidad. Es uno de los internos más antiguos del país y en los 13 años que lleva privado de la libertad ha recorrido más de 10 cárceles colombianas. Aunque fue señalado durante décadas por las autoridades de ser uno de los jefes del cartel de Cali, jurídicamente logró salirse con la suya, pues jamás lo pudieron juzgar por narcotráfico y nunca fue solicitado en extradición.

Siempre sostuvo que no sabía cuántas tierras poseía, cuántas cabezas de ganado tenía ni cuál era la magnitud de su fortuna que le dieron las guacas que encontró en su tierra. Pero jamás lo pudo demostrar y fue condenado a 18 años de prisión por enriquecimiento ilícito. El año pasado estuvo a punto de quedar en libertad por pena cumplida, pero la Fiscalía le salió al paso con una grave acusación: la masacre de Trujillo en la que fueron asesinadas en 1990 más de 342 personas en el centro del Valle. Mientras lo señalan de poseer una mente criminal, tras las rejas se dedica a lavar platos y a leer la Biblia. Es más, a sus 60 años, sus compañeros en la cárcel Palo Grande en Girón, Santander, lo miran como un indefenso recluso que perdió el inmenso poder que tuvo hace 10 años en prisión.

Por esa época, se daba el gusto de ingresar a la cárcel La Modelo camiones cargados de dulces para celebrarle el día de las brujas a los niños de los reclusos. Hasta allí, llegaban todos los sábados buses repletos de gente del norte del Valle a visitarlo, mientras más de 6.000 personas hacían su peregrinaje en la iglesia del Señor de los Milagros en Buga "para pedir su pronta liberación". Su celda se había convertido en un santuario de veladoras y santos, aunque no faltaba la música de carrilera, su favorita, que ponía a todo volumen desde las seis de la mañana. Repartía grandes mercados entre los más pobres, rifaba bicicletas y juguetes. Y para Navidad, pedía que “mataran un caviar” porque era la época más importante del mundo.

En ese entonces le dijo a la Fiscalía que en sus 47 años de vida había tenido ocho esposas, pero no recordaba el nombre sino de seis. Para celebrar el cumpleaños de una de ellas, con quien tuvo su última hija, pidió 40 almuerzos al restaurante Hatsuhana para invitar a sus compañeros de celda en La Modelo : "¿Me tengo que comer eso crudo? Ni de riesgos. Eso se lo comerá la gente de alta sociedad, pero no la de alta seguridad", dijo en esa época. Hoy en su celda en Girón conserva las fotos de sus hijas, dice que varias de ellas se las regalaron y cuando se refiere a la menor de 16 años se pone a llorar. “Cuando la persona ya ha soportado tanto, tanto, ya no le da rabia nada”, le dijo al programa del Inpec, “Reportajes de Libertad”.

En prisión vestía botas estilo texano y con ruana y sombrero recibía sus visitas como si fuera a mirar su ganado. “Jamás supe cuánto ganado tenía, pero todo era marcado con el alacrán. Así se llamaba un bus que yo manejaba cuando tenía 21 años”, dice ahora con nostalgia. Tampoco sabía lo que era una cuenta bancaria y fueron sus compañeros de celda, Luis Fernando Murcillo y Santiago Medina quienes le enseñaron a leer, escribir y a recitar con gran orgullo las capitales de América y Europa. “Eran otras épocas cuando también tenía un equipo de artes gráficas para imprimir fotografías en camisetas y vasos. Todo eso me lo quitaron. Después aprendí a perdonar y a esperar”.

Pero si de perdón se trata, las víctimas de la masacre de Trujillo en la que fueron asesinadas 342 personas, han esperado 18 años para que se haga justicia. En esa población en el centro del Valle los paramilitares financiados por el narcotráfico, asesinaron al párroco Tiberio de Jesús Fernández Mafla. Hay testigos en el exilio que aseguran que Loaiza ordenó cortarle los dedos de las manos y hacérselos comer. Después lo obligaron a comerse los dedos de los pies y por último sus órganos genitales. Dicen que con una sierra lo cortó en pedazos, lo envolvió en bolsas de basura y lo arrojó al río Cauca. La Policía encontró más de 100 cadáveres flotando en las aguas del río. Pero Loaiza lleva más de una década negando su participación en ese acto de barbarie. “Estamos amenazados por esa vaina de Trujillo y por eso mi familia no ha podido volver”.

Quizá por eso llegó tan sonriente a la primera audiencia el pasado 18 de enero al Palacio de Justicia en Buga, en donde lo esperaban algunos de sus hijos y su esposa. Pero ese aire de frescura y su sonrisa fueron un cruel contraste con las lágrimas en los ojos de cientos de familias que llegaron de Trujillo. Ese día, el peregrinaje hasta la iglesia del “Señor de los Milagros” ya no fue de los seguidores de “El Alacrán” sino de los familiares de las víctimas de la masacre, para pedir que de una vez por todas termine este largo, cruel e injusto proceso.

Después de 18 años, ya han sido convocadas tres audiencias en lo que va corrido de este año para juzgar a Loaiza por el homicidio de tres de las 342 víctimas, Ordenel Ospina Vélez, Ricardo Alberto Mejía y Jairo Ortiz Sánchez. En la última audiencia, el pasado 18 de febrero, el abogado de “El Alacrán”, Fernando Artavía, logró que le quitaran el cargo de homicidio con fines terroristas y le dejaran homicidio simple, por lo que el expediente se trasladó de Buga a Tuluá y será el juez tercero penal, Juan Olmedo Gómez, quien defina la suerte jurídica de Loaiza y encuentre una luz de justicia en el largo camino recorrido por los familiares de las víctimas.