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Desde el asfalto

Eduardo Arias, editor cultural de SEMANA escribe sobre su feliz travesía a pie por las calles bogotanas.

Eduardo Arias*
9 de mayo de 2005

Camino por Bogotá desde niño. En mi casa no había carro (o mejor, mi papá tenía un Studebaker negro modelo 53 pudriéndose en el garaje de la casa de mis abuelos) y por lo tanto él nos llevaba a mi hermano Guillermo y a mí al centro en bus y luego nos arrastraba al trote por la Décima y la Séptima con sus -para nosotros de apenas 5 y 3 años- enormes zancadas. Para mí, por lo tanto, caminar por Bogotá es algo natural aunque convertí esa opción en medio de transporte a comienzos de los 80, cuando me di cuenta de que si uno camina sabe que se demora de ir de un lugar a otro un tiempo muy preciso, con un margen de error muy chiquito, sin importar si hay trancón o no, si es festivo a las 11 de la mañana o viernes de quincena a las 6 de la tarde. Por lo tanto decidí que cualquier destino que esté entre 40 y 50 cuadras a la redonda es distancia caminable. Claro, este esquema rige en sectores en los que uno, por decirlo de alguna manera, juega de local y sabe más o menos a qué atenerse. Dos cosas aprendí muy pronto. La primera: caminar rápido cansa menos que caminar despacio. El ritmo ayuda y cuando ando de afán me le pego al sonsonete de alguna canción bien marchosa como por ejemplo Live with me, de los Rolling Stones. La segunda, uno debe fraccionar mentalmente el recorrido. Ejemplo, si voy del parque de Lourdes al centro (unas 40 cuadras, que parece un jurgo), pienso. "De la 63 a la 57, nada, seis cuadritas. De ahí a la 53, por favor... ¿Qué son cuatro cuadras? De la 53 a la 45, pinches ocho y ya casi estamos en Teusaquillo... y así llega uno al centro como en 45 minutos muerto de la risa. Claro... En Bogotá no hay casi andenes en buen estado (antes de Peñalosa no había ningún andén en buen estado y estaban invadidos por los carros), caminar junto al smog de los buses no debe ser muy sano, lidiar con los charcos es bien bravo... todo eso es cierto. La ciudad parece diseñada para que uno odie caminarla. Pero es a pie (y también en bicicleta) como uno aprende a conocer aunque sea un ínfimo porcentaje de los pequeños detalles de la ciudad. A fijarla de una manera mucho más firme en la memoria. A enamorarse de antejardines con sietecueros floridos, a detallar la forma de una reja cualquiera en Santa Teresita o San Luis, a distinguir las tapas del acueducto que se fabricaron en la Ferrería Corradine de las del Acueducto, a descubrir secretos mínimos como, por ejemplo, calles que parecen planas y que en realidad son bastante inclinadas, como la séptima entre la 100 y la 92 o la 53 y la 45, a pillarse atajos, entrañables recorridos escondidos que pasan inadvertidos a apenas una cuadra de la ruta obvia. Cada quien se forma una idea de su ciudad, de su fragmento de ciudad, y la mía tiene muy poco que ver con imágenes de vías rápidas a través de un vidrio polarizado. Tiene mucho que ver, en cambio, con parques de barrio, cuadras y esquinas que repaso y repaso cada vez que salgo a caminar. * Editor de Cultura