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Después del Rey Fahd

La muerte del rey Fahd bin Abdelaziz deja en el reino la preocupación por un futuro político que enfrenta las posiciones reformistas, con las vetustas estructuras absolutistas que han regido en el país desde su fundación, en 1932.

Camilo Andrés Amaya
7 de agosto de 2005

Aunque es bien conocido que el rey Fahd había dejado de gobernar desde 1995, cuando sufrió un derrame cerebral del cual nunca se restableció plenamente, su muerte ha precipitado una tormenta de opiniones y conjeturas acerca de lo que este reino, con uno de los sistemas más conservadores del mundo, debería hacer para afrontar los nuevos tiempos. El reto del nuevo rey, Abdula bin Abdelaziz, es el de mantener el equilibrio al interior de su familia, dividida entre reformadores y conservadores y, al mismo tiempo, legitimarse frente a una población que empieza a pedir cambios.

Si bien durante los 23 años de reinado de Fahd el país se modernizó en cuanto a economía e infraestructura (gracias a la bonanza petrolera que convirtió el país en el máximo exportador de crudo del mundo), en términos políticos y sociales las cosas siguen en una especie de animación suspendida en donde varios factores contribuyen a la inmovilidad.

La línea de sucesión de la dinastía regente Al Saud está conformada por cientos de hermanos y hermanastros, cuyas edades configuran lo que algunos llaman una "gerontocracia" escasamente proclive a la novedad. La entronización del medio hermano de Fahd, Abdula bin Abdelaziz, de 81 años, no augura muchos adelantos en ese sentido, como tampoco lo hace la designación del actual ministro de defensa, Sultán bin Abdelaziz, de 77 años, como príncipe heredero o próximo en el turno por la corona.

Además, fue Abdulá quien verdaderamente dirigió el país tras la sombra del enfermo monarca en los últimos 10 años. Como príncipe heredero, siempre se mostró partidario de modernizar el país, pero sus intenciones no pasaron de tímidos avances, quizá por temor a molestar al núcleo más radical y fundamentalista de su familia.

Al interior de la parentela real, conformada por más de 20.000 príncipes y princesas, se vive un antagonismo entre aquellos que respaldan una política moderadamente reformista, con Abdula a la cabeza, y aquellos que representan la línea dura y cerrada, que apoyan sus decisiones en una interpretación estricta de la Sharia o ley islámica, conocida como Wahabismo, propia de los Al Saud.

El grupo radical cuenta con mayor poder al interior del reino y más respaldo dentro de la familia; controla las fuerzas de seguridad y el aparato judicial, por lo que los cambios en cuanto a democratización, que preocupan tanto a Occidente, no parecen cercanos. La figura principal detrás de esta ala radical es el intransigente príncipe Naíf, ministro del interior y hermano del difunto rey.

A pesar de la poca voluntad de la "gerontocracia" saudí de realizar innovaciones en la estructura política, son muchas las presiones que empieza a afrontar el estático régimen absolutista. Por un lado, las presiones desde el exterior que imponen los países occidentales, cada vez más intolerantes frente a las restricciones de las libertades, han contribuido a los cambios que se empiezan a dar en la región, en donde monarquías cercanas empiezan a resolver este asunto. Un espejo en donde inevitablemente deben mirarse los sauditas lo constituyen países como Bahrein, Qatar o Kuwait, en donde, por ejemplo, las mujeres ya tienen derecho a participar de la actividad política y a votar, mientras en Arabia Saudí no se les permite conducir un auto ni destaparse los rostros.

La permisividad de Estados Unidos frente a este sistema, que en la práctica representa el modelo de país contra el que dice luchar en su Guerra contra el terrorismo, pone de manifiesto un conflicto de intereses en el que el petróleo es la clave. Arabia Saudí tiene las mayores reservas de petróleo del mundo y ha convenido con el país americano el aumento de la producción, para abastecer la creciente demanda no sólo estadounidense, sino también proveniente de los mercados del sur y el este de Asia.

Hacia el interior, la oposición se hace evidente en movimientos reformistas que se configuran a pesar de las restricciones del régimen. Dentro de estos se encuentra el Movimiento para la Reforma Islámica en Arabia (Mira), con base en Londres, y movimientos seculares chiítas que están en contra del monopolio religioso y político del wahabismo. De la misma manera, la gente común empieza a darse cuenta de las enormes diferencias entre ricos y pobres, y comienza a mostrarse inconforme con la baja en los ingresos y el aumento del desempleo, que ya va en un 25 por ciento, no obstante las millonarias regalías que deja el petróleo, de las cuales no se sabe qué cantidad va a parar al bolsillo de los monarcas.

Organizaciones como Al Qaeda y las brigadas de Al Haramain hacen parte de un tipo de oposición violenta que, aunque comparte creencias religiosas con el régimen, no le perdona su estrecha relación con Estados Unidos, su principal aliado, ni la posición que ha tomado el reino frente al conflicto árabe-israelí, en el cual ha propuesto el reconocimiento de Israel como Estado, algo difícil de aceptar por los árabes.

Las condiciones de desigualdad y el fundamentalismo religioso inculcado en el reino, sumados a un sentimiento generalizado de animadversión hacia Estados Unidos y su política exterior, hacen de Arabia Saudí un óptimo caldo de cultivo para acoger al terrorismo islámico. Es más, hay quienes aventuran que si la elección de un líder en ese país dependiera de la voluntad popular, Osama bin Laden, nacido en una de las familias saudíes más ricas, ganaría por un amplio margen.