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El centro de la noche

‘Palillo’ es un muchacho pálido y sucio que vive en el centro de Medellín desde hace 11 años. Hoy tiene 18.

15 de noviembre de 2006

No recuerda a nadie de su familia y a la hora de las remembranzas habla de las golpizas. Las que ha dado y las que ha recibido. La noche para ‘Palillo’ es un campo de batalla. Muestra una larga cicatriz en la espalda como ejemplo. “Fue una puñalada por hambre”, se queja. Se la propinaron un jueves de septiembre pasado mientras pedía comida en un restaurante cerca del Parque Berrío. Es una acera prohibida para él y cuando se atreve a cruzarla, corre el riesgo de que el grupo que custodia el parque lo apalee.

El centro de noche es la ciudad de los desarropados. La vitrina de una colección kafkiana de escenas extremas. Travestis con una sola pierna, punkeros a punto de reventar sus grabadoras a volumen, niños descamisados ansiosos de pegante, abuelas vendedoras de cigarros que se trasnochan en la pared de un estriptisiadero, niñas de 11 años a la espera de los clientes, recicladores en busca de sus caletas de basuco y perros que aúllan con el sonido de un bolero.

Después de las 9, en las aceras del centro sólo van quedando sus dolientes. La noche parece convertirse en la coloración más eficaz para lo oculto y la amenaza. A todos los controlan los grupos ilegales. ‘Palillo’, los travestís, las prostitutas, los gay, los limosneros y hasta los vendedores de minutos a celular tienen que rendirles cuentas.

Como si estuviera en una gran casona, Palillo habla del parque Berrío como su alcoba preferida. Le gusta aunque allí le metan puñaladas y en la noche le controlen los pasos. Pero dice que no son las únicas alcobas con vigilantes incorporados. Dos parques más del centro, el del Periodista y el de Bolívar, tienen administrador propio. En estos lugares hay, al menos, dos tipos de economía: el dinero que sirve para pagar una comida, una cerveza o un paquete de cigarrillos y el dinero que sirve como ‘vacuna’ para poder vender esa comida, esa cerveza y el paquete de cigarrillos. Mientras busca en sus bolsillos otro frasco de pegante Palillo cuenta que la zona más controlada y prohibida es Barbacoas: cuatro esquinas, a una cuadra del Parque Bolívar, que ofrece la mayor concentración de travestis en Medellín.

Como las lechuzas, las personas que habitan Barbacoas saben de la vida sólo por las noches. Y Wilson Castañeda es un fiel testigo. Él hace parte del grupo investigador del Instituto de Capacitación Popular (IPC) y durante este año ha trabajado con la comunidad Lgtb de Medellín. Hace un mes, mientras hacía una encuesta con los travestis del sector, estos le contaron que no podían contestarle las preguntas porque estaban siendo vigilados y tenían controladas todas sus prácticas. Cuando Wilson terminó de hablar con ellos, dos hombres altos y vestidos de civil lo tumbaron al piso y comenzaron a golpearlo. Eran casi las 7 de la noche de un lunes. Él pidió ayuda a gritos pero uno de ellos se identificó como miembro de la Policía. Mientras lo pateaban le decían: “Vamos a eliminar a Medellín de tanto marica”. Luego, lo empujaron para montarlo a un taxi parqueado al frente de ellos, pero se escapó, humillado.
No es raro que cada semana haya un caso como el de Wilson. Los travestis y los gays del centro de Medellín son maltratados en jornada continua.

A cuatro cuadras de allí, el Parque del Periodista es un camaleón. De día un lugar de paso de transeúntes desprevenidos. Después de la 7 de la noche es un perfecto hervidero. Profesores de religión, políticos frustrados, músicos recién graduados, lesbianas enamoradas, periodistas sin empleo, metaleros, punkeros y bailarinas de ballet. Un paisaje ideal para la sociología urbana. Y para los matones que todo lo controlan.

A la media noche del pasado jueves, el parque no estaba tan lleno como de costumbre. La lluvia había menguado las ganas de salir de la gente. Las baldosas del parque estaban mojadas y sólo unos pocos se atrevían a desafiar el frío. En uno de los cuatro bares, un joven metalero de pelo largo, camiseta negra y bluyines claros y con un ligero temblor en las manos, se disponía a irse. La mujer que administra el lugar le pidió que pagara su cuenta de 6.000 pesos. Él le contestó que ya la había cancelado y siguió caminando hacia afuera. La mujer quiso detenerlo con el brazo pero al ver que no podía, llamó a un hombre alto, calvo y que vestía pantaloneta. Éste le repitió la exigencia, sentándolo de un manotazo. El metalero se negaba. Con una señal, casi imperceptible, el calvo llamó a otros hombres que estaban afuera, en las sillas del parque. Llegaron cinco y sin decir palabra comenzaron a golpearlo en la cara. En el bar repleto se hizo silencio. Todos miraban y callaban. A los pocos minutos llegó una mujer, pagó la cuenta y se lo llevó del lugar. Los cinco hombres volvieron al parque y la administradora siguió repartiendo cerveza. Son los mandamases. A la hora de los robos, los borrachos o los locos, los comerciantes acuden a ellos. Deciden, además, quién vende la droga y los vendedores ambulantes les pagan su cuota semanal por la vigilancia.

Palillo ha logrado escaparse de varias puñaladas en el Periodista en más de una oportunidad. Como si tuviera el mapa del centro en la palma de la mano, señala una a una las calles prohibidas para él. A veces se aburre de caminar y de estar alerta de los matones. A veces se aburre de tener miedo y su mejor opción es llegar hasta su acera favorita en la calle Colombia para dormir la noche.