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60 años después de Hiroshima

El debate sobre Hiroshima y Nagasaki

Santiago Torrado
30 de julio de 2005

La más célebre de todas las frases citadas en cada aniversario de la bomba atómica es, posiblemente, la del capitán Robert Lewis: "Dios mío, ¿Qué hemos hecho?", escribió con una buena dosis de sentimiento de culpa en su diario de vuelo el copiloto del bombardero Enola Gay, inmediatamente después del ataque sobre Hiroshima.

Su cuaderno, que incluía también un dibujo del hongo atómico, entre otras curiosidades, fue subastado en 2002 por 350.000 dólares. El precio no alcanzó los de otros documentos históricos de igual o menor relevancia porque, según explicaron los subastadores, se trataba de un manuscrito tremendamente triste que afectaba el deseo de los compradores para tenerlo.

Un año después, en agosto de 2003, se anunció la restauración total del Enola Gay. Las exhibiciones del fuselaje en el Museo Smithsoniano del aire y el espacio en Washington siempre han estado rodeadas de controversia. Hace casi una década hubo presiones para que la exhibición del bombardero no estuviera acompañada de frases que, para algunos, hacían parecer a los japoneses como víctimas inocentes. Recientemente, con ocasión de su exhibición permanente, varias voces se han manifestado en el sentido contrario, asegurando que la exposición pública de las características técnicas del avión, sin ahondar en el daño que hizo a cientos de miles de  personas, es ofensivo.

Estas anécdotas ilustran la polémica que ha acompañado la decisión de usar las armas atómicas durante estas seis décadas. Aún hoy se discute si lanzarla sobre dos ciudades habitadas por cientos de miles de personas era la única opción para terminar con la guerra. ¿Fue necesario lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki?

El Proyecto Manhattan se inició por el temor de que los nazis desarrollaran primero armas nucleares, pero cuando se usaron sobre las ciudades japonesas, el Tercer Reich ya había sido derrotado. Sin embargo, eran tiempos de guerra, y en 1945 las críticas contra la bomba atómica se mantuvieron silenciadas. La primera ola de reproches contra el uso de un arma tan letal llegó el año siguiente, alimentada, en gran medida, por Hiroshima, de John Hersey, la primera gran crónica que exploraba todo el daño inflingido a las personas y no a los edificios. (Ver artículo sobre la narración del horror).

La respuesta no se hizo esperar y al año siguiente se inició una gran maquinaria de propaganda oficial para justificar la decisión y argumentar que el único propósito de la bomba era salvar vidas de soldados norteamericanos. Henry Stimson, el secretario de guerra del presidente Harry Truman, escribió La decisión de usar la bomba atómica, el texto que durante muchos años moldeó la opinión pública de los estadounidenses acerca de los bombardeos.  

A grandes rasgos, los argumentos para justificar haber arrojado 'Little Boy' sobre Hiroshima y 'Fat Man' sobre Nagasaki aseguraban que la bomba forzó la rendición incondicional del emperador Hirohito que, de lo contrario, se habría necesitado una invasión que prolongaría la guerra otro año y que, como consecuencia, morirían un millón de norteamericanos en combate.

Pero, a lo largo de los años, frases y documentos han ido derribando estas afirmaciones, al punto que muchos hablan de 'la mentira atómica'. "Es mi parecer que el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaba derrotados y listos para rendirse", afirmó en 1950 William Leahy, el jefe del Estado Mayor de los presidentes Roosevelt y Truman. Años después, Dwight Eisenhower, comandante de las Fuerzas Aliadas y luego presidente de Estados Unidos, aseguró que le había presentado preocupaciones similares a Henry Stimson. Sus palabras derribaron, de paso, el mito de que los militares eran los más entusiastas con el bombardeo atómico.

La posición de los dos generales se basaba en que Rusia había manifestado que no renovaría su pacto de neutralidad con Japón, lo que cambiaba el escenario de la guerra. "Los Estados Unidos habían descifrado el código diplomático japonés y sabíamos que estaban tratando de acabar la guerra. También sabíamos que si la Unión Soviética atacaba a Japón, lo que se esperaba para el comienzo de agosto, más algunas garantías para el emperador, probablemente terminarían la guerra mucho antes de una invasión, que no podría comenzar hasta noviembre (tres meses después)", explicó a SEMANA.COM Gar Alperovitz, autor de The decision to use the atomic bomb.

Esta situación, sumada a la suspicacia de los militares, cuestiona el argumento del millón de vidas norteamericanas que se salvarían como la motivación primordial del bombardeo. "La evidencia sugiere fuertemente que hubo principalmente dos razones para lanzarla. La primera, terminar la guerra antes de que entraran los rusos. Querían que los rusos atacaran si la bomba no funcionaba, pues eso acabaría con la guerra, pero una vez que la bomba funcionó no los querían ahí por motivos políticos. La segunda era impresionar a los rusos, mostrarles una gran bomba para llegar fuertes a las negociaciones acerca del futuro de Europa tras la guerra", añade Alperovitz.

En Washington confiaban en que el estatus otorgado por el monopolio de la bomba ayudaría a mantener a raya la amenaza comunista. Estaban convencidos de que el proyecto Manhattan era el secreto mejor guardado de la guerra, y el mismo Truman aseguró en alguna ocasión que no creía que los rusos llegaran a desarrollar nunca la bomba atómica. No sabían que la URSS tenía una unidad de inteligencia por lo menos desde 1943, destinada a seguirles la pista a sus avances. La apuesta sólo duró cuatro años y en 1949 los rusos hacían su primera prueba nuclear, iniciando una carrera armamentista con alcances globales. (ver gráfico interactivo sobre proliferación).

En Japón, el revisionismo llega aun más lejos y muchos académicos sostienen que, contrario a lo que se cree en Occidente, no fue la bomba, sino la amenaza del ataque ruso lo que en realidad precipitó el fin de la guerra.

Como explica Alperovitz, "el gobierno japonés y el ejercito estaban dispuestos a sacrificar varias ciudades a bombardeos convencionales. Eso no les preocupaba mucho. Otra ciudad no era, desde su punto de vista, un cambio mayor. Lo que era un cambio mayor era otro ejercito atacando al suyo".