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Con las manos de jornaleros anónimos será la lucha para acabar los cultivos de coca, según lo propuso el presidente Álvaro Uribe

INFORME ESPECIAL

En la línea de batalla con los erradicadores de coca

En las manos de jornaleros anónimos se juega buena parte del Plan Colombia. De ellos depende la victoria para erradicar esta planta. Semana.com acompañó a una familia dedicada a esta actividad, en la inmensidad de las montañas de Nariño. Reportaje de Juan Esteban Mejía Upegui.

17 de agosto de 2007

Claudio Martínez tiene 52 años y una sencillez a toda prueba. Él es incapaz de imaginar que sobre sus espaldas está en buena parte el futuro del Plan Colombia. ¿Por qué? Porque con el giro dado por el presidente Álvaro Uribe de erradicar la coca a mano limpia, su trabajo ha cobrado una singular importancia.

Él, sin embargo, es modesto en demasía. Sonríe, y vuelve al trabajo. Como cualquier campesino colombiano, se levanta a las 5 de la mañana y se va a ganar el pan diario para sus hijos. En su caso, tiene un activo adicional. Sus herederos están junto a él. Desde hace tres años, cuatro de sus ocho hijos lo acompañan en su ardua tarea. En Colombia hay un oficio nuevo: el de erradicadores de coca. Y en unos casos con un ingrediente adicional. Familias completas se van al monte a desyerbarlo de la conflictiva hoja.

Claudio Martínez hace parte de los casi 3.000 erradicadores que hay en el país arrasando con los cultivos ilícitos. Este hombre, que está en la primera línea de batalla en la lucha contra la droga, se encuentra en el municipio de El Peñol, en Nariño. Personajes como él están hoy en Antioquia, Córdoba, Putumayo, Chocó, Magdalena, Meta y Santander.

La tarea no es fácil. Los dueños de los cultivos ilícitos ocultan las plantas entre cultivos de maíz, café o plátano. A lo largo de los caminos que recorren los erradicadores se ven entre las plantas lícitas pequeñas filas de coca y ellos deben arrancarlas sin afectar los demás arbustos.

Su labor, propuesta desde hace tres años por Luis Alfonso Hoyos, director de Acción Social, sería la principal arma para eliminar las plantas con que se fabrica el alcaloide.

Mientras don Claudio y sus hijos preparaban su viaje hace un mes para ir desde Ibagué hacia El Peñol, el presidente Uribe anunciaba que quería destinar más dinero del Plan Colombia para la erradicación manual.

“Creemos que se debe dar menos presupuesto a las fumigaciones, que sean apenas un recurso marginal, y mucho más soporte a la erradicación manual”, dijo el Presiente el 20 de julio en la ceremonia de instalación de las sesiones del Congreso de la República.

La decisión del gobierno vino después de que Estados Unidos avisara una reducción de los recursos del mencionado plan. Del dinero que llegue, habrá menos para el gasto militar, que incluye la aspersión aérea con glifosato, y a Colombia le saldría muy costoso financiar tal método para atacar los cultivos. Datos del Observatorio de Drogas dan cuenta de que fumigar una hectárea vale 700 dólares, mientras que erradicar manualmente la misma hectárea vale 325.

Por eso surgió la idea de incrementar la erradicación manual. De paso, quedarían superadas las diferencias con Ecuador. Se acabaría el temor de los pobladores de quedar intoxicados con la lluvia de veneno, y se salvarían otros cultivos lícitos que se están afectando.

Para los erradicadores es una buena noticia. Desde cuando empezó el programa, ellos han arrancado más de 98.000 hectáreas de coca con sus propias manos en todo el país.

La forzosa labor ya se ha vuelto tradición familiar. En algunas regiones, ser recolector de café o floricultor ha sido la manera como padres crían a hijos para que sigan con la misma actividad y eso está ocurriendo con la erradicación. Así fue como el clan de los Martínez llegó a vivir de este oficio.

De cultivador a erradicador

Hace 10 años vivían en zona rural de Cartagena del Chairá, en Caquetá. Por allá, en un rincón de su patio, tenían sembradas matas de coca en medio de otras de verduras y frutas que le daban la comida diaria.

La guerrilla les compraba las hojas de coca, mataba a gente del pueblo por el solo hecho de verla hablando con policías o soldados y el mismo grupo quiso llevarse a los hijos de don Claudio.

Él es padre de tres mujeres y cinco muchachos jóvenes, fornidos y buenos para el trabajo. Muy provocativos para militar en cualquier grupo, y la guerrilla así lo notó. Cuando empezaron a conversar con ellos para que se fueran a sus filas, su padre reaccionó.

Salieron sin rumbo. Lo dejaron todo. Llegaron a Ibagué, Tolima, y allí les cambió la vida. La rutina diaria era aguantar hambre, buscar posada y pasar necesidades. Al final, nadie los alojaba. No cualquiera lo hace con una familia de 10 miembros.

Hace tres años, encontraron un rancho en un barrio periférico de la ciudad por el que les cobraban dos millones de pesos. Un hermano de don Claudio les prestó un millón, y el resto de la plata, quién sabe de dónde vendría.

Por esos días, en su barrio empezó a correr el cuento de que querían formar un grupo de erradicadores. Había un capataz convocando a la gente. Necesitaba a 28 personas que se encargaran de erradicar y dos que cocinaran para todo el equipo.

Don Claudio se apuntó para lo que fuera. Y empezó por el rango más bajo. Le tocaba arrancar con sus propias manos las matas de coca. De cultivador pasó a erradicador. Fue de los primeros que se vinculó al programa y ahora es de los más experimentados.

Historias de honor

El programa de erradicación manual se suele hacer en fases de dos meses con unos 20 días de receso. Don Claudio participó en las dos primeras, que se hicieron en 2005. Cuando volvía a la casa después de cada temporada, contaba cómo es el día de un erradicador.

Sus relatos estaban cargados de historias de valor, valentía y sacrificio. No es una vida fácil. Mientras los erradicadores están en misión son objetivos de guerra. Quitarles el sustento económico a grupos armados y narcotraficantes los hace blancos de proyectiles y de minas antipersona. Para las autoridades, la mejor forma de mantenerlos controlados y lejos del peligro es someterlos a un régimen casi militar.

Durante esos dos meses, deben respetar los horarios. Se levantan a las 5 de la mañana y se acuestan a las 7 de la noche. Conviven puros hombres desde los 25 hasta los 55 años. A veces llegan a ser 300 personas por campamento y duermen en carpas de a dos.

Cada vez que se desplazan hacia un cultivo para erradicarlo, deben ir precedidos por policías o soldados que dicen si la zona está segura o no. Siempre andan en hilera y nadie se puede salir de la ruta. Además, cada movimiento que hagan por fuera del campamento debe estar supervisado por algún miembro de la fuerza pública, pero normalmente van del cultivo a la carpa y de la carpa al cultivo, y nada más.

Tienen sólo tres mudas de ropa. Dos son uniformes y una es la pinta con que salieron de sus casas.

Para los jóvenes Martínez, saber que su padre estaba trabajando en esas condiciones para sostenerlos los llenaba de orgullo. Por eso, don Claudio no llegó solo a su tercera fase. Lo acompañaba su hijo Claudio, de 23 años.

Esta vez, el papá fue ranchero. Madrugaba a las 3 de la mañana a cocinar desayuno y almuerzo para el resto del grupo. No iba al campo, o sea que podría quedarse un poco más tranquilo en el campamento.

Pero no fue así. El territorio donde estaban era ni más ni menos que en La Macarena, donde hacía pocos meses seis erradicadores habían muerto por la explosión de una mina. El temor de morir estaba latente y don Claudio sufría a diario sabiendo que su hijo estaba arriesgándose por ahí, entre la manigua.

Por fortuna, acabó la fase y volvieron a la casa vivos y con dinero. Pagaron lo que faltaba del rancho y la deuda con el hermano de don Claudio. Cuando llegaron se encontraron con la historia de que en las calles estaban a la orden el vicio y la delincuencia.

Había que sacar a los muchachos de allí. “Me empeñé en llevarlos al campo, porque ahí es donde se hacen buenos hombres y aprenden a trabajar, que es lo único que uno tiene que hacer en la vida”, dice.

Entonces a la próxima fase llegó con Arley. Después con Ferney. Y, más tarde, con Cristian también. Ahora, los Martínez pueden decir que su familia ha aportado a que se reduzca la droga del país a lo largo de las 15 fases que se han hecho durante los últimos tres años.

Ahora, todos están dentro un mismo grupo que erradica en El Peñol. Arley es ranchero, los demás son erradicadores rasos y don Claudio es capataz, es decir, la cabeza del equipo. Sobre él recae la responsabilidad de conformar la cuadrilla y en la suya trabajan puros muchachos de las mismas edades de sus hijos.

“Los traje para que ellos también aprendan el trabajo del campo. Así los alejo de los peligros que hay allá en el barrio y se hacen hombres de bien”.

Esa idea y la condición de recibir un salario fijo han hecho que otros arranquen con sus familiares adentro del monte para arrancar las matas de coca.

La garantía de tener un sueldo más estable que un jornal ha hecho que el panorama de la familia Martínez sea hoy muy distinto a cuando llegaron a Ibagué. Igual que ocurre con cada erradicador, no reciben 800.000 pesos mensuales en efectivo como el año pasado. Hoy les llegan 600.000, pero están afiliados a EPS, ARP, Caja de Compensación y todo lo que exige la ley para un empleado. Antes no tenían nada de eso. Así, cada erradicador le cuesta al país un poco más de 1,2 millones de pesos por cada fase.

Ha sido difícil que ellos comprendan la idea de que ahora tienen más beneficios aunque haya menos dinero en efectivo. La mayoría está acostumbrada a trabajar por jornal. Les interesa más la plata en el bolsillo que garantías que llegarán dentro de algún tiempo o sólo en condiciones extremas como enfermedades o accidentes.

Pero en Acción Social saben que hay que garantizarles todo lo que exige la ley. Pronto verán que eso es bueno y estarán satisfechos, como deben sentirse los hombres que tendrán en sus manos el futuro de la lucha antidrogas en el país.