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En un país de ciegos el tuerto es rector

El profesor Mario Bernardo Figueroa se va lanza en ristre en contra de las reformas realizadas por el saliente rector Marco Palacio.

Mario Bernardo Figueroa*
10 de abril de 2005

En la entrevista que Yamid Amat realizó a Marco Palacios, publicada en el periódico El Tiempo del 20 de marzo, el periodista le señala al rector la contradicción entre la afirmación que él hace sobre la mala calidad de la docencia y la investigación en la Universidad Nacional y el primer lugar que ocupó entre todas las universidades del país según el Icfes. Palacios le responde: "Es que en el país de los ciegos, el tuerto es rey".

El 5 de abril renunció a su cargo; al día siguiente, en el noticiero de la emisora de la universidad, UN Análisis, decía que entregaba, gracias a su gestión, "una megauniversidad". No deja uno de sorprenderse: ¡En menos de veinte días logró transformarla a tal extremo!

Estas respuestas expresan bien el desprecio que Marco Palacios mostró hacia la Nacional. Todo su trabajo se estructuró sobre esta base. Poseído por el furor de 'iluminado reformador', de dejar su profunda impronta sobre la institución, utilizó la estrategia de destruir para hacer evidente la obra propia. Al estilo de las culturas que llegaban a dominar a otras y sólo podían edificar sus templos asegurándose de convertir en ruinas los de las otras religiones, construyéndolos encima de estos, Palacios estaba decidido a dejar sólo ruinas de muchas de las reformas anteriores y de algunos logros de la Nacional, y para eso recurrió a la jactancia, la actitud despectiva hacia la institución y una pose de suficiencia intelectual desde la cual, refugiándose en la imagen de crítico implacable que no tiene pelos en la lengua para decir la verdad, impuso sus decisiones.

Esta posición parece estar determinada desde las circunstancias de su primera rectoría. En aquella ocasión fue llamado para cumplir la función de 'pacificador'. La universidad se encontraba en una profunda crisis. La tarea se centró fundamentalmente en cerrar: cerrar las residencias universitarias tomadas por una creciente descomposición, cerrar las cafeterías y encerrar el campus con la malla.

Más allá de estas medidas tan concretas y visibles, en otros planos también se trató de cerrar: clausuró las secciones que agrupaban por áreas a los profesores dentro de los diferentes departamentos, las cuales eran un interesante espacio de trabajo.

Tal vez una de las pocas obras de esa gestión que no fue cierre, sino construcción, fue la creación del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Iepri. Aunque para un sector de la universidad ésta no hubiera sobrevivido durante aquellos difíciles años sin las drásticas medidas, algunas de ellas fueron desmedidas, como el cierre de las cafeterías.

Aún hoy en día la universidad no se repone de la dramática reducción que desde allí se comenzó en los programas de bienestar universitario. El alto índice de pobreza que afecta a un buen sector de sus estudiantes incide negativamente en la calidad académica y no ha encontrado paliativo en los programas sustitutivos que resultaron a todas luces insuficientes. Curiosamente, sobre esto pesa un profundo silencio a la hora de evaluar los factores que determinan el largo tiempo que invierten los estudiantes de la universidad para terminar su carrera; se prefiere responsabilizar al trabajo de grado y al exceso de asignaturas.

Las circunstancias que atravesaba la Nacional en el momento en que Palacios asume este nuevo periodo son completamente diferentes; si bien con fallas, la universidad se mantuvo abierta durante periodos muy críticos para la sociedad colombiana, y no sólo logró mantener su actividad académica sino incluso participó en la reflexión y búsqueda de salidas a estos problemas desde la academia. Asumió una serie de reformas tanto a nivel académico como en su estatuto general, se encontraba en un proceso de autoevaluación, acababa de concluir una reforma de las facultades, etc.

Sin embargo, Palacios fue convocado a participar en la consulta para rector por un grupo de profesores que veían en él al 'pacificador' de otras épocas y consideraban que de nuevo la Nacional requería tal tipo de intervención.

Lamentablemente accedió a este llamado en esas condiciones, y desde allí asumió su función. Más allá de su afán reformador, de la bondad o no de las reformas por él impuestas (ya que desde el principio redujo sustancialmente los espacios formales e informales de participación, convirtiendo el debate, de acuerdo con la tendencia del alto gobierno, en un show para pretender legitimar vía ficción mediática sus decisiones), más allá del 'qué', lo nefasto fue el 'cómo', porque en este proceso la aplanadora de la rectoría de Palacios edificó sobre las ruinas, tanto de las reformas anteriores aún sin evaluar, como, lo que es peor, sobre las del amor propio de la institución y sobre las de una tradición de la Universidad Nacional por mantener prácticas democráticas, participativas y de respeto mutuo.

Ese, que es tal vez el capital más importante y más frágil que tiene la Nacional, más allá de los éxitos acumulados a nivel de docencia, de investigación y de participación en los procesos sociales que tanto le costaba reconocer al rector Palacios, ese es el logro que la institución, sus profesores y alumnos tendríamos que resguardar con más amor y por el que Marco Palacios demostró un absoluto desprecio, buscando edificar 'su' obra a partir del odio, de cerrar los espacios de participación, de irrespetar a alumnos y profesores, de desconocer los cuerpos colegiados o cooptarlos de manera explícita, de pretender renovar a ultranza el personal docente imponiéndoles la pensión (cuando muchos están justo en el momento más productivo de su vida académica y pasan a ser absorbidos por universidades privadas que se suplen así de toda esta experiencia), de cerrar o dejar desaparecer la extensión solidaria, el Programa de Iniciativas Universitarias por la Paz, de eliminar la consulta para el nombramiento de rector y decanos, de asumir a título personal la dirección de Un Periódico determinando qué se publicaba, de eliminar los 'programas estratégicos' y los 'campos de acción institucional', de acabar o limitar a un mero papel decorativo las monografías de grado (el único ejercicio serio de lectura y escritura al que debían enfrentarse la mayoría de los estudiantes durante su carrera) y, en general, de hacer oídos sordos a la mayoría de las críticas y de las objeciones que de uno y otro lado se han planteado a sus reformas.

A partir de un hábil manejo de sus apariciones en los medios de comunicación, desacreditó al profesorado presentándolo como un grupo movido por intereses gremialistas del cual su jornada de trabajo "era un misterio", y sacó provecho del 'embrujo autoritario' que seduce a la opinión pública. Ya ésta había premiado con la Alcaldía de Bogotá a un rector que mostró su trasero a los estudiantes.

Con el apoyo de un grupo de intelectuales y profesores sometidos al mismo embrujo, que vieron en la actitud arrogante y despótica del rector una muestra de su idoneidad intelectual y liderazgo, en medio de la desilusión y decepción de una gran cantidad forzados a esperar con ansiedad a que se cumplieran los pocos meses que les restaban para retirarse de una institución que les volvió la espalda a pesar de su trabajo y de la sensación de temor e impotencia que campeaba en el resto, el 'cómo' de este ejercicio de poder estaba minando rápidamente el ánimo de la institución.

Se echaban por la borda las prácticas participativas y democráticas que ha llevado años construir y que lograron mantenerse a pesar de los dogmatismos de uno y otro cuño y de la situación de violencia que vive el país; ellas constituyen el más preciado legado que tiene la Universidad Nacional y fueron seriamente lesionadas durante este corto periodo de la segunda rectoría de Marco Palacios.

Nos queda ahora la tarea de restablecer la participación y el valor de los cuerpos colegiados y de desmontar la desmedida centralización del poder en la figura del rector, tal como alcanzó a quedar establecido en el recientemente reformado Estatuto General; de sopesar una transformación académica acorde con las necesidades del país, y no sólo con la llamada 'sociedad del conocimiento'; nos queda, en fin, la tarea de restablecer el clima de libertad y crítica en la comunidad universitaria, para que este no sea un país de ciegos en el que el tuerto es rector.

Ciudad Universitaria, 7 de abril de 2005

*Profesor asociado de la Facultad de Ciencias Humanas de Universidad Nacional