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IX. EL INDIANO OCCIDENTAL EN LAS INDIAS ORIENTALES.

DE ELEFANTES, SANTONES, TEMPLOS ERÓTICOS Y DIOSAS VIVIENTES. EL VIAJE DEL INDIANO AL MUNDO DE KIPLING.

11 de diciembre de 1980

Para el indiano que va a vivir a Europa por unos años, a pesar de la relativa cercanía, Oriente sigue perteneciendo más al mundo de la fantasía literaria que a una realidad existente en un espacio determinado. Ir a la India, se convierte con el tiempo en el nuevo sueño inalcanzable. Algunos indianos viajan al Magreb desde las metrópolis europeas, para aproximarse a ese sueño oriental, e incluso algunos llegan hasta Turquía o Jordania. Pero eso no hace más que aumentar sus ansias de llegar a las indias, solo comparables a las de los navegantes portugueses que bordearon el África paso a paso durante décadas hasta alcanzar el soñado Oriente.

Durante los años setenta y ochenta, y aun hasta hace poco, la India se vio invadida por una multitud de desencantados occidentales, que se llamaban a sí mismos viajeros y peregrinos. Ansiosamente buscaban diferenciarse de los bisoños turistas de pantalón corto y medias blancas hasta la rodilla, mediante el expedito sistema de dejarse crecer el cabello y la barba desproporcionadamente, hasta confundirse con los "Santones" o auténticos peregrinos hindúes, que al llegar a la ancianidad abandonan su hogar para irse desapegando de lo terrenal y prepararse para la transición a otra vida.

Entre los visitantes santones de cabello rubio y ojos azules, provenientes de la aburrida Escandinavia o de algún soso centro urbano de los Estados Unidos, por supuesto que hubo más de un inspirado suramericano.

Aunque el viaje a la India para algunas familias latinoamericanas fue la manera más rápida de librarse del incómodo pariente al que consideraban un adolescente treintañero, y hasta colaboraron para el pasaje y gestionaron la visa, para los embajadores latinoamericanos se convirtió en un dolor de cabeza.

Los pobres suramericanos se dejaban influenciar por los representantes de la Nueva Era del Primer Mundo, quienes publicaban prolijos libros sobre su experiencia liberadora en la India, en la que supuestamente vivían ajenos a las necesidades humanas. Inspirados en esa espiritual imagen de la India, los ingenuos latinoamericanos viajaban al subcontinente con lo puesto y los 20 dólares que alguna cuñada prudente les escondía en el estuche de las gafas.

En un país donde la pobreza es tanta que los miserables viven de las migajas de los pobres y los más miserables de absolutamente nada, el indiano no tardaba en darse cuenta, al igual que el propio Buda, de que quizá el camino de la privación total no es el de la verdad, sino el de la inanición.

Así, con la piel pegada a los huesos, la cara chupada por el hambre y tostada por la peregrinación, los pies hechos un desastre y unos mínimos harapos para cubrir la triste figura, decenas de indianos se presentaban en sus embajadas para implorar su retorno, ante la estupefacta cara de los agentes diplomáticos, que veían poblar sus jardines de aquellas sombras humanas a la espera de que algún familiar accediese a enviarles el tiquete de regreso.

Pero, ¿por qué los peregrinos europeos y norteamericanos nunca llegaron a tan deplorable estado y sí los viajeros indianos? De hecho muchos de esos indianos nunca supieron el secreto de la prolongada peregrinación de sus leidísimos maestros del primer mundo. Es que nadie les explicó que entre las sandalias de llanta recogida en algún basural, los peregrinos europeos y gringos solían llevar una pequeña y muy útil salida de emergencia, con la cual, como en las películas de espías, el héroe superaba a última hora los obstáculos más infranqueables. Si a algún otro latinoamericano se le ocurre hoy en día irse para la India en plan de iluminación y sin un dólar en el bolsillo, le recomendamos fervientemente que, al igual que los peregrinos europeos en la India, no olvide llevar su American Express.

La mayoría de esos indianos, al retornar a sus hogares, parecían en verdad haber sufrido una transformación interior, aplaudida al unísono por los defensores del sistema que antes los atacaban. Muchos fundaron sus propias empresas o administraron con éxito las de sus parientes, alguno se hizo un célebre tratadista de derecho constitucional, y los más listos montaron academias de yoga en las que transmitían a estresados ejecutivos de corbata aflojada y brillantes zapatos de charol, su sabiduría adquirida a punta de meditación, pero sobre todo de física hambre.

Pero nuestro indiano viajero no tiene la absurda pretensión de alcanzar en pocas semanas el nirvana que los hindúes apenas vislumbran después de veinte reencarnaciones. El indiano no es un turista, pero tampoco tiene pretensiones de viajero y menos de nómada; a decir verdad, no se da el lujo de catalogarse. Sencillamente, si logra juntar los dos mil dólares para irse a la India desde un país europeo, no lo piensa dos veces.

Calcuta suele ser la puerta de entrada para los viajeros occidentales, que se van allí a "filmar pobreza", tan cruda y duramente como suena. Hay que verlos paseándose con sus videocámaras por entre leprosos y niños raquíticos, con sus camisas de colorines y sus inmensas panzas, muertos de la risa, como si todo aquello fuera una reproducción de los estudios Universal.

El indiano, por fortuna, se diferencia de ellos. Proviene de países donde la pobreza no es ningún chiste, y se aproxima respetuosamente a los habitantes de la populosa ciudad con un aire más de admiración por su templanza que de curiosidad o conmiseración.

El indiano se pasea cada vez con más tranquilidad por entre multitudes de personas al borde de la miseria, si no ya inmersos en ella, y no logra encontrar ni una sola mirada de rencor y, por supuesto, ni un gesto de amenaza. Con su antropología de la violencia hecha añicos, un poco desconfiado del periodismo sensacionalista de Dominique Lapierre y sin los problemas de mala conciencia que tienen los primermundistas que sólo han visto antes la pobreza en los almanaques de la UNICEF, el indiano registra la tenacidad del pueblo hindú y se dispone a disfrutar del anfitrión país durante los pocos días que sus ahorros de estudiante le permitan.

Más que la majestuosidad del Taj Mahal o el exotismo de los templos hindúes, lo que más sorprende al indiano es la geografía humana del subcontinente. Desde la sensual silueta de casi todas las mujeres hasta los adustos rostros de los Kashemires, el indiano reconoce que en aquel país de más de mil millones de habitantes, sin duda lo más interesante es cada uno de ellos. La alegría de un niño que recibe un globo de colores, la parsimonia del religioso baño en el Ganges, el gesto impávido del conductor de rickshaw que hace gustoso de animal de tiro por unos centavos de dólar y el simpático vendedor de seda al que nunca se le puede tomar una foto pues cada dos segundos hace una reverencia. Todo ello queda grabado en la memoria del indiano con más fuerza incluso que la casa de Tagore o el paseo en elefante por el palacio de Amber en Jaipur.

Uno de los mitos de oriente más difundidos es justamente el desenfreno sexual. Los occidentales no comprenden que en la cultura hindú el acto copulativo tiene ante todo una significación religiosa. Por ello resulta incomprensible para la mayoría de los visitantes cómo puede ser adorado en todo el país el símbolo fálico de un dios o, más aun, cómo un templo puede ser adornado en su exterior con lo que la censura puritana llamaría sexo explícito. A los hindúes, por ejemplo, les parece de lo más normal que un adolescente de catorce años contraiga matrimonio, pues ya está en capacidad de procrear.

Pero el turista sexual llega a la India a veces con la estúpida imagen que el proxenetismo tailandés ha creado de toda Asia. Al poco tiempo de no recibir ninguna propuesta escabrosa por parte de un camarero de hotel intermediario, descubre con desespero que aquel clima tropical húmedo no hace nada bien a un abstinente obligado como él y se vuelve casi loco al pasearse por entre las imágenes eróticas de Kajurao. Desconocemos en qué acaban esas historias de ansiosos primermundistas, pero suponemos que la mayoría opta por viajar a Tailandia en sus próximas vacaciones.

El indiano, al igual que el alcohólico, hace de la satisfacción de su necesidad de viajes un incentivo aun mayor; quiere llegar siempre más lejos, y no puede evitar, estando en la India, aproximarse al país cuya capital tiene el más sonoro de todos los nombres al oído de cualquier indiano viajero: Katmandú.

El indiano en Nepal ya no se siente lejos de su casa, sino completamente en otra dimensión. Recorriendo en las noches los vericuetos oscuros de una ciudad quedada en el tiempo, con sus pagodas iluminadas por velas y la multitud de templos adornados con flores; siguiendo como un nepalí cualquiera el desfile de la diosa viviente de 12 años; cambiando ventiladores de mano comprados en la tienda de "Todo a Cien Pesetas" por afilados puñales nepalíes grabados con los símbolos de sus partidos políticos, el Sol y la Luna; visitando los templos budistas de Pasupatina; el baño sagrado de Bradapur, y habiendo presenciado las danzas rituales de Kirtipur, el indiano comprende que todo tiene un fin, que no puede haber más fascinación y exotismo en el mundo de lo que ya han visto sus ojos, que de alguna forma su peregrinar sin aparente motivo ha terminado.

El indiano regresa a Europa con el gesto del deber cumplido, del deseo consumado y con el cierto pesar que nos produce el haber agotado un sueño imposible y lejano. No puede alejar de su mente la absurda idea de que el mundo comienza en el extremo occidente donde nació y termina en el Extremo Oriente al que finalmente pudo llegar, por lo cual avanzar o devolverse es la misma cosa. De alguna forma comprende que su viaje a Europa acabó en Nepal y que por lo tanto el regreso a casa será inevitable. Cargará consigo centenares de postales, inciensos de todos los sabores, saris para sus familiares y amigas, fotos en elefantes o con cobras encantadas, y hasta la pulsera de flores que le diera una joven hindú con motivo del "día del hermano menor", pero no podrá explicar nunca a ciencia cierta lo que supone para un provinciano latinoamericano llegar al fin del mundo imaginado, o sea, lo que siente un indiano occidental en las indias orientales.