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Fernando Aráujo inmediatamente después de su fuga.

OPINIÓN

“La cara de Araújo” por Antonio Caballero

El periodista escribió esta columna para la revista Arcadia en la que reflexiona sobre la tragedia del secuestro: “Todo es terrible en un secuestro. La soledad. Cuenta Araújo que “se la pasaba solo, solo, solo” (y esa repetición infantil de la palabra suena estremecedora), porque “a la guardia le está prohibido conversar con el secuestrado”

Antonio Caballero
8 de febrero de 2007

Salió Fernando Araújo de seis años de cautiverio y una fuga de cinco días a campo traviesa, sin comer ni beber, y casi sin dormir. Al ver las imágenes transmitidas por la televisión comentó alguien:
 
-Tiene cara de guerrillero.
 
Era cierto. No se trataba de un comentario despectivo sino que, por el contrario, expresaba admiración. Pero no admiración por esa guerrilla moralmente depravada, políticamente corrompida y militarmente cobarde en que se han convertido las FARC que secuestraron a Araújo: una guerrilla que tiene la cara mofletuda y satisfecha del Mono Jojoy. Sino admiración por Araújo. Ese Araújo reaparecido que no tenía la misma cara impersonal y algo blanda que se le ve en las fotografías de antes de su secuestro: una cara de funcionario. La suya de ahora, exultante y fiera en la recuperada libertad, afilada como la hoja de un cuchillo y demacrada como un rejo de cuero sin curtir, y con un ramalazo de la locura incrédula de los resucitados en los ojos a la vez desorbitados y hundidos en lo profundo de las órbitas, no es la cara de un preso liberado, ni la de un secuestrado que ha pagado rescate. Pero tampoco es la cara de un guerrillero de los que hay hoy por ahí: es la cara de un guerrero.
 
Porque para sobrevivir a sus seis años de cautividad en la selva y para tener luego los arrestos de escapar, Araújo tuvo que encontrar en el fondo de sí mismo las virtudes arcaicas de la guerra. El aguante físico, la fuerza de la voluntad, la reciedumbre del espíritu, la paciencia, el valor; y, llegado el momento de vida o muerte de intentar la fuga en el ataque militar que buscaba rescatarlo, el arrojo de saltar sobre la oportunidad entre “las balas que zumbaban” a su alrededor; y, en fin, la resistencia mental para vencer la sed y la fatiga y las incertidumbres de la huída.
 
Todo es terrible en un secuestro. La soledad. Cuenta Araújo que “se la pasaba solo, solo, solo” (y esa repetición infantil de la palabra suena estremecedora), porque “a la guardia le está prohibido conversar con el secuestrado”: el secuestrado no es un ser humano, sino una mercancía. El miedo. Habla Araújo de los esporádicos bombardeos de la Fuerza Aérea sobre los campamentos guerrilleros, cuando “sentía que una bomba le iba a caer encima”, y de los morterazos del Ejército que se oían en las noches, y de las “balas que zumbaban” en la huída. El cansancio: el calor, las marchas interminables por el monte. La monotonía de la vida cotidiana: ejercicios gimnásticos “por disciplina personal”, y tres horas diarias de noticias (y anuncios) de radio como único alimento intelectual. Y el calor, y la lluvia, y los mosquitos, y la desesperanza.
 
Esa vida terrible que soportó Araújo y transformó su cara en la de otro hombre la llevan también muchos otros hombres y mujeres en Colombia. Los muchos miles de secuestrados de cada año, de todos estos años. Los muchos miles de guerrilleros que deciden echarse al monte. Los muchos miles de soldados que allá van a perseguirlos. Hasta los muchos miles de paramilitares que colaboran con ellos. Valdría la pena que alguien, en las altas instancias del poder económico y político, se planteara seriamente la pregunta de por qué son tantos los que se ven arrastrados por la violencia arcaica de la guerra en este país cuyo presidente, como si estuviera loco, asegura que “no hay conflicto”.