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Mario Vargas Llosa

La guerra del fin del mundo

Mauricio Bonnett
18 de abril de 2007

“El Beatito los hace arrodillar y el Consejero los levanta y los besa. Eso es el ósculo de los elegidos. La gente llora de felicidad. Ya eres elegido, sabes que vas a ir al cielo. ¿Qué importa la muerte, después de esto?”.

La escena anterior no es el preludio a un atentado suicida en un mercado de Bagdad o en una plaza de Kandahar. Ocurre en 1897, en el vasto y agreste sertão brasileño. Es el bautizo de guerra al que se someten los fanáticos discípulos de Antonio Vicente Mendes Maciel, más conocido como El Consejero, un milenarista iluminado que ha capturado la imaginación de yagunzos, esclavos, bandoleros y apestados, con el anuncio del inminente retorno de ultratumba del Rey Sebastián, quien los redimirá para siempre del yugo al que ahora los someten los esbirros sin Dios de la recién nacida república brasileña.

A veces los grandes novelistas, como El Consejero, parecen poseer dotes de nigromante, de adivino, de profeta ¿Será capaz de sembrar ideas que florezcan en 15 años?, preguntaba Balzac sobre un joven escritor. Los novelistas rara vez llegan a saberlo, y a menudo las generaciones de lectores que navegan las páginas de sus libros no lo comprueban hasta muchos años después. Pero los escritores no son iluminados. Su tercer ojo es el de la intuición, una intuición que les permite extrapolar, a través de la dramatización de eventos específicos –y a veces, como en este caso, históricos–, significados capaces de resistir los embates del tiempo.

Ese es el caso de La guerra del fin del mundo. En la novela, el Pasado, con mayúsculas, dialoga con la crónica, con la épica y con el western; pero también, sin saberlo, dialoga (en 1981) con el Futuro, porque a pesar de explorar un episodio único en un contexto histórico determinado, es imposible no percibir en ella ecos de lo que ocurre hoy en las ciudades de Irak y los desiertos de Afganistán. Tanto en Canudos como en Bagdad y Kabul, grupos de fanáticos dispuestos a morir por su líder y su religión, se enfrentan a un Estado arrogante, obtuso y brutal, que quiere imponer a la fuerza su visión del mundo.

Eso no quiere decir, claro está, que Vargas Llosa haya “profetizado” las guerras de Afganistán o de Irak, pero sí que su intuición le permitió identificar en la tragedia de Canudos la intolerancia y el fanatismo que acechan al ser humano, y que ahora despliega sus negras alas en Mesopotamia.

La novela describe una colisión de utopías: la utopía religiosa de El Consejero, la utopía militarista del gobierno brasileño e incluso la utopía científica del anarquista y frenólogo Galileo Gall. Todos ellos se creen poseedores de La Verdad, y ese fanatismo, esa intolerancia, los lleva a sacrificar al individuo en el helado altar de Las Ideas. El ser humano termina por convertirse en una mera abstracción y, por consiguiente, en algo contingente y desechable. Es contra este peligro que Vargas Llosa nos previene, no sólo aquí, sino también en sus novelas subsecuentes como Paraíso en la otra esquina.
La guerra del fin del mundo, sin embargo, no es sólo una lúcida premonición del zeitgeist: es también una compleja construcción literaria. Deslumbra, por ejemplo, el virtuosismo técnico con el que Vargas Llosa describe una misma acción no sólo desde diferentes puntos de vista sino también –apropiándose de las técnicas cinematográficas del plano general y del close-up– desde diferentes “distancias” narrativas. Esta técnica le permite demostrar de manera estructural la tesis central de la novela: que un hecho histórico, visto desde una sola perspectiva, no revela todo su significado; que la Verdad es prismática y varía de acuerdo con quien la proclama; y que sólo una suma de estas diferentes perspectivas nos puede dar una visión aproximada, aunque todavía imperfecta, de la realidad.