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OPINIÓN

La hora de los imaginarios

Jorge Iván Cuervo pone los puntos claros a propósito de la realidad y las representaciones en el actual proceso de la para-política.

Jorge Iván Cuervo
15 de abril de 2007

La realidad social y sus distintas manifestaciones, más que realidades objetivas son representaciones sociales que hacen las personas individual y colectivamente. Cuando esas representaciones sociales son compartidas en sus elementos esenciales por un grupo amplio de personas, estamos hablando de imaginarios sociales. Por imaginario social entenderemos, de la mano del sociólogo canadiense Charles Taylor, las construcciones sociales que elaboran las personas para entender y darle sentido a su existencia social, que incluye expectativas de vida, el tipo de relaciones en que se desenvuelven y, especialmente, el hecho de compartir ideas normativas que hacen posible prácticas comunes y sentimientos ampliamente compartidos de legitimidad.

Alrededor de la para-política, esto es, de la actuación de políticos que se sirven de la actuación de grupos paramilitares para ampliar y consolidar su poder en sus zonas de influencia, obteniendo financiación ilegal y coacción a los votantes, a cambio de abrir espacios de legitimidad y permitirles el acceso a recursos públicos, tiene distintas formas de representarse socialmente, lo que supone que tiene distintos grados de legitimidad.

El imaginario de los propios paramilitares, es decir, como ellos mismos quieren verse reflejados, es el de un movimiento heroico y patriótico de autodefensa ante los abusos de la guerrilla que fue necesario ante la debilidad o desidia del Estado nacional. Si hubo masacres y ataques a la población civil, se trata de males menores, de todos modos justificados por el hecho de que muchas de sus víctimas ostentaban una doble condición de combatiente y no combatiente. Ellos han hecho saber que sin su concurso difícilmente hubiera cambiado la correlación de fuerzas entre el Estado y la guerrilla. Su actuación fue una manifestación legítima y justa y su juzgamiento debe darse en ese contexto. Por ello no sorprende que reclamen estatus político.

Los políticos que han sido involucrados con los paramilitares han desarrollado su propio imaginario. Consideran que era muy difícil prescindir de su influencia armada, y agregan que de todos modos no fueron responsables de que un tercero presionara a los electores en su favor. Frente a los políticos costeños, este imaginario de víctima indirecta se refuerza con el de una conspiración cachaca. El tratamiento que reclaman en este caso es el de una víctima que no tenía manera de evitar la influencia paramilitar y que no pueden tener penas más severas que quienes cometieron los crímenes directamente.

Las comunidades afectadas por la acción de la guerrilla ven en el paramilitarismo un mal menor. Allí se da un entorno que facilita un imaginario donde los paramilitares son vistos como aquellos sacrificados que les correspondió hacer el trabajo sucio que no podía hacer el Estado, especialmente la Fuerza Pública, por estar maniatado por los organismos de control y las organizaciones de derechos humanos, muchas de las cuales seguramente deberían estar infiltrados por la guerrilla. Este imaginario, como los dos anteriores, se orientan por dotar de legitimidad la actuación del paramilitarismo, y permite abrirle paso a un imaginario predominante que encuentra el reconocimiento político de su accionar como un resultado natural.

Este imaginario se sustenta en cierto relativismo moral y en el hecho de que el derecho y la ética deben subordinarse a la política, que es el espacio que define el marco normativo en el que debe desenvolverse una negociación. Sus intérpretes nacionales y regionales, políticos y columnistas, defienden la teoría del perdón y el olvido, y encuentran que cualquier demanda de verdad, justicia y reparación es un palo en las ruedas a la desmovilización de los paramilitares. Han llegado al extremo de decir que los paras son amigos del Estado y de ahí derivarían su estatus político.

También existe el imaginario que se ha ido creando en las elites, que al decir de Taylor, son generalmente el vehículo por medio del cual se originan y difunden los imaginarios sociales hacia otras esferas. Existe un imaginario que celebra sotto voce el surgimiento del paramilitarismo. Muchos empresarios y dirigentes sostienen que sin los paramilitares no estaríamos donde estamos ahora en materia de seguridad, que la Seguridad Democrática del presidente Uribe simplemente está recogiendo los frutos de la derrota militar que el paramilitarismo le propinó a la guerrilla. Este imaginario lo llamaremos el imaginario del pragmatismo reaccionario porque se sustenta en la falta de voluntad de haber apoyado al Estado legítimo no sólo en su fortalecimiento militar, sino en la necesidad de realizar las reformas sociales para hacer de esta una sociedad más justa.

Dentro de las propias elites también está el imaginario progresista, aquel que considera al paramilitarismo como un mal innecesario que pudo evitarse, y que sus abusos –masacres, crímenes de lesa humanidad, ataques a la población civil, asesinato selectivo de líderes sociales, narcotráfico– no pueden ignorarse así como así, y que al menos deben ser conocidos por toda la sociedad. El pragmatismo está en que son conscientes de que es necesario sacrificar justicia en aras de la paz, con buenas dosis de verdad, y sobre todo de reparación.

Por otro lado está el imaginario de las víctimas, que se sienten en un escenario de extrema vulnerabilidad, porque ven la desmovilización de los paramilitares como un proceso constante de legitimación del imaginario paramilitar y de derrota del suyo, de quienes fueron abandonados por el Estado. Sus reivindicaciones de justicia han sido estigmatizadas y subvaloradas en función de la paz y la llamada reconciliación nacional, que no es otra cosa que ignorar las responsabilidades sobre las atrocidades que han cometido todos los actores del conflicto.

El proceso de sometimiento a la justicia de los paramilitares –lo que el gobierno y muchos analistas se empeñan en presentar como un proceso de paz– en el fondo, es un proceso de antagonismo entre estos distintos imaginarios acerca de la para-política, del paramilitarismo y del propio conflicto armado. Si triunfa el del pragmatismo reaccionario, donde la política lo decide todo –porque tiene todos los elementos necesarios para hacerlo: clima de opinión, apoyo del gobierno, acompañamiento acrítico de la mayoría de medios de comunicación y de muchos formadores de opinión– ese será el piso sobre el cual se construirá un proceso de negociación con las guerrillas.

Los defensores del pragmatismo reaccionario sostienen que como en anteriores negociaciones no se exigió estándares apropiados de verdad, justicia y reparación, no es viable hacerlo ahora con los paramilitares, y además sería la única forma de incentivar un proceso exitoso con las Farc y el ELN. Otros pensamos que si en el pasado se hicieron mal las cosas, ahora pueden hacerse mejor; quienes creemos en que es deseable la paz, pero no a cualquier precio, tenemos el convencimiento de que se puede ser exigente en materia de verdad y de reparación con los paras, y ese es el precio de base para ingresar a una negociación con las guerrillas. Si no les gusta, si les parece un estándar muy alto, también creemos que la disuasión legítima del Estado es la vía para propiciar una negociación en el futuro, y no la creación de nuevas estructuras paraestatales, como seguramente justificarían los reaccionarios.

jicuervo@cable.net.co